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Dibujo de Siffrcdi
Bruñid
ACIONES DE LA RESTAD RACIO
MON
M. FERDINAND »ONTAC
COFRE BRUÑIDO
Evocaciones de la Restauración
Montevideo
A Chichina, mi mujer, que me ha dado cin¬
co hijos admirables: Luís Leopoldo, Carlos,
Eugenio, Hugo y Stelio, dedico este libro que
puede ser el último.
OBRAS DEL AUTOR
Hombres y pueblos: 1916.
Aguafuertes de la Restauración: 1941 - 1942 - 1949 - 1960.
Sombras heroicas: 1945 - 1949.
La sangre de Quinteros: Polémica con Luis Pedro Bonavita: 1958.
Hombres de mi tierra: 1959.
Cofre bruñido: 1962.
COFRE BRUÑIDO
Estoy en el sexto libro de mi paciente labor literaria a lo que se
mezcla con pasión lo que he podido recolectar en la tradición oral de
los octogenarios de mi pueblo y el estudio afanoso de los archivos his¬
tóricos. Puedo hacer un alto en los quehaceres de mi más gustoso oficio
tj echar una mirada hacia atrás. Me siento en paz conmigo mismo. He
servido en la mejor y mayor medida de mis fuerzas el pasado de esta
Villa de la Restauración que sigue siendo el hogar seguro y extenso
que me ha dado todo: las pasiones felices de mi juventud; el amoi por
los acontecimientos; el respeto de sus hombres.
Llego a este sexto volumen, con la apacible sensación de quien ha
realizado su labor sin fanatismos que nublan la veracidad *que debe pre¬
sidirla. Cada calle, cada casa, cada piedra de la Villa de la Restaura¬
ción, tienen mi cariño íntimo, como si yo mismo hubiese sido su creador
o su constructor incansable. Sus viejos de lúcida memoria me han en¬
tregado un material precioso para rescatar del desconocimiento o el si¬
lencio, que habría de convertirse en olvido todo su pasado, con ribetes
eglógicos o heroicos. Oro y plata cincelada en los anales históricos de la
república. El general don Manuel Oribe acuñó sus cimientos; el general
don Lorenzo Batlle dió, mayor brillo a su sol. Hombres de paz y de gue¬
rra, mujeres de hermosura famosa y de carácter que dejó la huella de
episodios inolvidables, hacen de la Unión un pueblo digno de tener
como relator a un don Ricardo -Palma, indiscutido cronista del virrei¬
nato en su Lima casi legendaria.
En el insomnio de la alta noche suelo evocar sus episodios. Levanto
la tapa del cofre bruñido y el corazón de su opulencia. Amo sus fan¬
tasmas, la recia substancia antigua sobre la que se alza su prosperidad
de hoy, la quietud de aquella aldea, telón de fondo del bullicio de esta
creciente ciudad.
Villa de la Restauración, pueblo de la Unión, cofre de mi vida
desde la infancia hasta esta altura melancólica: ante tí dejo, como una
ofrenda, mis afanes que han velado siempre por la inflexible verdad de
los hechos históricos y la poesía de tu ayer que parece tocar la leyenda.
Luis BONAV1TA
UNA CHACRA EN EL CARDAL EN 1784
Z7RISABA en la cincuentena don Miguel de Texada, cuando aban-
■ L donando sus heredades españolas dirigióse a estas tierras del Plata
para servir en ellas a su rey, como lo había servido durante más de
treinta años en la península y campos de Europa, sitios de Cuneo, ba¬
talla de Plasencia, ataque a Alejandría, toma del Monte Castelo.
Aquí la tranquilidad de nuestra vida colonial no le permitiría des¬
tacarse mayormente. Apenas su foja anota en 1773 la expedición al Yacuy,
en que se defiende sin éxito contra los portugueses el territorio de Río
Grande. Cuando en 1779 separan a Chinchilla de la Jefatura del Regi¬
miento del Fijo de B. Aires con sede en Montevideo, lo suplantan con
Tejada, quien ejerce en dos breves ausencias de Del Pino, años 84 y
90, la gobernación de Montevideo.
En el primer interinato encarece al Cabildo “el cumplimiento del
indulto que el rey se ha servido expedir con el plausible motivo del
parto de la Princesa, Nuestra Sra.”. En el . otro, incide en la disputa en¬
tre el cura vicario de Montevideo y el Cabildo, “sobre si se debería en¬
terrar o no cadáveres en las iglesias”, y luego, con pompa inusitada, co¬
loca la piedra fundamental de la nueva iglesia Matriz, piedra a la que
el Cabildo, en el afán de perpetuar su esfuerzo, graba una inscripción
con 84 palabras latinas...
Resignóse el soldado a la monotonía de los tiempos de paz de la
colonia. Ascendía sin prisa: coronel del Fijo, gobernador de armas, go¬
bernador interino de Montevideo. Con tales títulos ha de conocerlo la
ciudad en que se afinca para entregarle sus últimos treinta años de mi¬
litar, a quien pudo trasplantarse sin cambiarle sus hábitos ni debilitarle
sus creencias.
Si conoció alguna pasión superior al respeto a su rey, no pudo ser
otra que su devoción por su dios.
Era el primogénito del hogar que en 1724 formaran don Domingo
Tejada y doña María de la Vega y Medina. Ha de guardar el hijo las
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tradiciones de esa casa que no conoce otro norte que el honor español,
Ja cristiandad y la reyecía.
En sus posesiones de Antequera posee un Patronato de Legos. Cuan¬
do emigra al Plata lo dejará al cuidado de doña Juana, de la Encar¬
nación su hermana, quien seguirá guardando en él el culto por el jue¬
ves santo.
Andaluz y malagueño, si por esta raíz fuera don Miguel algo más
exagerado que sus conterráneos, debía ser por fuerza franco y cortés,
abierto y valiente, y generoso, con ese magnífico desprendimiento tan
natural a los andaluces, como que es la parte más noble de su regional
personalidad.
Dios y e’ rey.
Al último le dará su brazo, hasta cuando las fuerzas se nieguen
a sostener la espada. Recuérdese el episodio singular que alcanza para
guardar un nombre. Montevideo estaba al caer bajo el envión de los
ingleses. Enero 1807. Tejada tiene 82 años. Por eso mismo no se le llama
a la defensa de la ciudad. Pero a la cita de honor no ha de faltar el
heroico Mariscal de Campo de los Reales Ejércitos. Está postrado en
cama. Penosamente vístese el uniforme que tan pocas veces ha tenido
ocasión de lucir, y en brazos de dos esclavos, Ignacio y José, se hace
llevar a la ciudadela, ocupando en ella su puesto de combate. La ciu¬
dad cae y él no muere. Pero su actitud nos ha mostrado a un poeta
del gesto.
A su religión habría de consagrarle hasta su estilo de vida. Para
costear el mantenimiento del Patronato lejano, afectará don Miguel to¬
das sus fincas. Para su segunda hermana, y con los mismos fines, apar¬
tará el creyente las rentas del cortijo de Cañavaralejo, cuyo mayorazgo
había recaído en él por herencia. Sus demás bienes los aplicaba, “sin
reservaciones de cosa alguna”, al sostenimiento de su máxima devoción,
no excluyendo de ese sacrificio ni siquiera la casa de la calle de San
Carlos.
LA CASONA
Como buen español. Tejada cuidó la dignidad de su morada. No
podía olvidar la tierra de donde provenía y en la que transcuriera su
infancia, los robledales de Antequera, la amplia vega, las sinuosidades
de la sierra a cuyo pie la ciudad se extendía con modesta gracia. Recor¬
daba la piedra de su provincia andaluza, granito rojo con que se edi-
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ficara el poblado al que tres siglos antes el conquistador diera por armas
una jarra de azucenas entre una fortaleza y un león.
A todo costo edificó Tejada su casa. De azotea, con altillo. Venta¬
nales de hierro forjado hacia la calle, bajo el tejadillo, dispuestas a
ambos lados de dos grandes puertas de entrada abriéndose sobre um¬
brales de algarrobo. Patio enlosado, con tinajas y macetones, corredor
colonial cuyo techo de tejas se apoyaba en tirantes de lapacho. Aljibe
con brocal de piedra, tapa y pescante de hierro forjado, junto al cual
la sonora pajarera guardaba la sombra de la paira que cubría los patios
extendiendo ramos hasta la cochera.
Y luego el mobiliario. Lo más rico que pudiérasele exigir a la arte¬
sanía de la época, adornaba las estancias de la casa del coronel. La
sala encerraba piezas de estilo, mesa de arrimo con floreros de porcela¬
na, sillas tapizadas en cuero, cómodas, diván “con almohadones de In¬
dia”, un gran brasero movible, como en toda casa rica de los Toréales.
Comedor de muros encalados y piso de madera ensamblada, con venta¬
nales a dos batientes, a través de cuyos vidrios penetraba la selvática
visión del patio, techo artesonado sobre vigas de dura madera labrada,
mesas y arcones, sillas de asiento pajizo, rinconeras de nogal. Y dos cua¬
dros únicos: el Santísimo y la Inmaculada.
En ciertas fechas, siempre relacionadas con efemérides realés, en¬
cendíanse los candelabros y surgían de los arcones la rica mantelería y
la vajilla de plata para agasajar a la mejor sociedad de Montevideo, reu¬
nida en casa del coronel del Fijo.
En el dormitorio, lujo de sibarita, podía verse “una cuja catre” de
madera veteada, anticipo del mueble convertible de nuestros días. El
cortinado pendiente de su cenefa, protegía la exótica cama, cubierta con
rica colcha de damasco. Las sábadas y las almohadas eran del mejor
hilo de Bretaña. Las guardaban tres amplios arcones, mientras los uni¬
formes del coronel pendían del techo de un ropero embutido en la pa¬
red, primer placard que haya conocido la ciudad de Zabala.
Hincado frente a sus imágenes sacras, rezaba Tejada antes de reti¬
rarse a descansar. Uno de los esclavos encendía el candelabro de su
amo, quien muchas veces leía en la alta noche.
6
O 0
En la casa de la calle de San Carlos, no había lugar para una
mujer...
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Tal vez no sea exacto ni justo el recuerdo, pero nos llega el de aquel
monje egipcio que pasó cinco años en una tumba, saliendo de ella muerto
para las tentaciones de los sentidos. “La imagen de la mujer que hasta
en la vejez siguió turbando a Macario y a Antonio, sólo le causaba a
ese monje de la Tebaida, horror y repulsión”.
LA CHACRA DEL CORONEL DEL FIJO
Cuando don Miguel se sentía deprimido, su famosa berlina “con
guarniciones” podía arrancarlo a su melancolía. Cruzando el portón de
San Pedro, tomaba muy a menudo hacia el lado del Este.
Conservando su elegancia hasta su vejez, lucía a veces su uniforme
del Regimiento del Fijo: casaca azul con botonadura de metal blanco,
calzón corto, azul; porteñuela ancha con hebillas, botas blancas con bo¬
tonadura, sombrero elástico y coleta. En ocasiones vestía traje negro,
bien ceñido, que hacía resaltar su delgadez y le daba aspecto de torero.
¿Qué podría encontrar Tejada por ese camino a Maldonado, sendero
entre cardos, a no ser perdices, liebres, algún guazubirá venido de las
sierras?
La berlina cruzaba el Cardal, que no encerraba entonces ni un alma.
Pero en su centro, desde 1784, el coronel tenía su chacra.
De ahí sus salidas al Este, donde la berlina podía cansarse de rozar
cardales o médanos si es que se le ocurría tomar la senda abierta ya
hasta el Paso de Carrasco. Ni un saladero todavía por esos parajes, don¬
de pronto habrían de multiplicarse con Gestal, Magariños y Balbin Va-
llejo.
Por esas épocas un solo habitante tenía el paraje de las Piedras
Blancas nativas: Perico “el Canario”, a quien pudo ver Tejada, rodeado
de perros y de cabras, si hubiera guiado la berlina por la senda, abierta
ya, de la Cuchilla Grande.
Para un alma como la de don Miguel, ¡qué angustia correr por los
campos horas y horas sin ver un hombre en el horizonte!
Pero él tenía su oasis, su chacra, sus árboles, mimados por él, en
el centro mismo de ese Cardal donde hoy se levanta la Unión," y sus
esclavos y su agua clara surgiendo de los manantiales que rodeaban su
quinta.. .
Se sabía bien querido de sus subordinados, que apreciaban al taci¬
turno que había sido gobernador. Del Pino mostró desde el principio
genialidades que viraron pronto a su soberbia y despotismo. La pobla-
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ción gustó luego la administración correcta y suave de ese coronel del
Fijo, al que nunca se oyó un grito, ni una amenaza, porque su taciturnidad
lo inclinaba al silencio y a la contemplación, y que era tan distinto, tan
opuesto a la manera de ser de Olaguier y Feliú, su sucesor, quien, tras
sus modales afectados y sus exagerados cumplimientos, que le valieron
el mote de “el ceremonioso”, ocultaba un frío despotismo que habría de
valerle al fin una sustitución violenta.
Se ha dicho que los hombres que mucho leen tienen una secreta
propensión a la tristeza. La biblioteca de Tejada, con títulos exclusiva¬
mente religiosos y militares, le acortaba sus noches. En esa selectiva co¬
lección figuraba un volumen de tema realmente sugestivo: “Las medita¬
ciones” sobre el cual no se cansa de divagar nuestro amigo Juan Al¬
berto Gadea, a quien nunca agradeceremos bastante su generosidad de
facilitarnos cuanto ha logrado encontrar sobre Tejada en afanosa búsque¬
da de archivos. Tal vez explicara ese libro algo del carácter retraído del
coronel, su melancolía, su incurable amor a la soledad, que habría de
impedirle formar una familia, conocer el amor, gustar la confidencia y
la ternura compartida.
Avellaneda, Industria sesgando a Miró, Serratosa y Comercio, forman
el perímetro que encerraba la chacra de Tejada, en cuya área cabían
las quintas de Balparda, Guerra, Romeu y Ferreño. En ésta, frente al
Campo Español, se levantaron las poblaciones de la chacra del coronel,
las que en 1843 fueron utilizadas por el general Oribe para instalar en
ellas, “en este paraje de los Olivos” su juzgado y su cárcel. Acaban de
demoler esas construcciones de siglo y medio. Pero nosotros hemos sal¬
vado tres ladrillos enormes para nuestra chimenea de Carrasco.
Tejada elevó su quinta del Cardal a la altura de las mejores del Mi-
guelete. Se jactaba de poseer el peral del Buen Cristiano, traído de Ca¬
taluña por Eusebio Vidal; duraznos españoletos, cedidos por Calvo, y pris¬
cos de los que trajo Guerra de Buenos Aires. Tuvo manzanos de los que
dijo el marqués de Loreto, “que al revés de los de España, se dejaban
comer”.
Lo visitó un día de 1808 el padre Pérez Castellano, quien hizo su
elogio en “Observaciones sobre Agricultura”. Una incidencia entre ellos
puede aclarar algo el carácter del coronel, quien pidió al sabio ilustre,
en esa visita, su opinión sobre un peral injerto en manzano y cuyo
aspecto no era entonces muy favorable.
El fallo fue adverso. Ese peral moriría, sin duda alguna.
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Meses después, en otra visita, con una leve sonrisa, Tejada mostró
a Pérez Castellano “el muerto resucitado”.
El sabio, examinándolo de nuevo, movió la cabeza.
—No ha de durar mucho —sentenció.
Tuvo razón, también, esta vez. No duraron mucho ni el peral ni
Tejada, a quien lo sorprendió la muerte a tiempo para no asistir a la
revolución del año diez.
Se había sentido morir en 1789, 1803 y 1808. En testamentos y co-
dicilos, grabó sus temores y sus larguezas: “así quiero ser enterrado,
tanto para la iglesia, tanto para los míos, tanto para los que supieron cui¬
darme bien”. Noli le había comprado su chacra y la debía. No se acuer¬
da de ello Tejada en el ajuste. Tiene ahora seis esclavos. Les deja una
fuerte suma y a varios los libera.
Ha vivido en olor de santidad y en él ha de morir: el hábito de
terciario franciscano será su mortaja. Confía al sacerdote su alma y su
cuerpo al cirujano Martín de Montújar. El primero lo áyudará a entrar
en la eternidad; el otro a cruzar el umbral del convento de San Fran¬
cisco, donde lo entierran en 10 de enero de 1809, precediendo al cuerpo
los negros que en inútil pompa cargan los uniformes del mariscal, mien¬
tras las campanas de la Matriz que él empezara a levantar veinte años
antes doblan muy despacio, a expreso pedido hecho la víspera por el
moribundo.. .
Pronto se aventan los bienes. Domingo Navarro compra la casa de
la calle de San Carlos; Manuel Diago, la berlina; Bernardo Suárez el
bastón con puño de oro. Gadea asegura que es el mismo bastón que
custodia el Museo, después de haber sido usado por don Joaquín Suá¬
rez a través de casi toda su admirable vida ciudadana.
Irreverentemente se vende los uniformes. La indiferencia pública
obliga a que se malbaraten en la Casa de Comedias. Ahora podrán los
cómicos usar los auténticos trajes que vistiera-un gobernador de Monte¬
video, casaca, chupa, calzón y sombrero galoneado del uniforme de ma¬
riscal; frac de casimir azul, capa bordada, traje de Brigadier, oropeles
que fueron testigos de la elegancia y arrojo de su dueño, soldado con
alma de cartujo, que recorrió los caminos ásperos y gloriosos de la con¬
secuencia y la lealtad.
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Hemos tratado de recrear un alma al Mariscal de Tejada, a quien
recordamos tiernamente por haber respirado hace casi doscientos años
el aire de nuestras tierras del Cardal. Quisimos conocerlo bien, para no
desvirtuar en lo mínimo la verdad histórica en cuanto a su sicología.
Que se nos perdone si hubiéramos errado mucho por incomprensión.
Mary Robertson dijo: —“Como las sirenas aman el mar, así amo
el pasado”. Y France: —“El respeto al pasado es la única religión que
nos queda”.
No podemos comprender del todo, entonces, la turbación de aquel
profesor que leyendo en clase un día “El Genio del Cristianismo” donde
dice Chateaubriand que vió tres huevos azules en un nido de mirlos,
preguntó de buena fe a los muchachos si los huevos de mirlo les pa¬
recían, en realidad, azules...
Antes que respondieran dijo:
—“A mis. ojos... son grises, son grises...”
Y luego, con un suspiro:
—“Feliz de Chateaubriand que pudo verlos azules!”
LOS CAMINOS DEL CARDAL
T TE dispuesto para esta investigación sobre los caminos del Cardal, del
■ti plano de Reyes de 1850 que ofrece el amanzanamiento de la Restau¬
ración, del plano de 1833 que registra la mensura judicial de la Estan-
zuela de Alzaibar, y del plano de 1840 verdadera imagen topográfica
de las tierras que fueron de Andrés Pemas. El de 1833 desborda los
límites de la Unión actual ya que la Estanzuela, limitada por el mar,
la senda de los Propios, el camino a Maldonado, y una línea que-unía
éste último y el mar, desde Rubén Darío hasta Malvín, abarcaba una
extensión de 1600 cuadras.
Dentro de ellas hay en ese plano, siete poblaciones marcadas. Tres
saladeros en Malvín y Buceo, los de Gestal, González Vallejo y Maga-
riños. — Tres pulperías, las de Pacheco Medina, Juan Maroñas y Ge¬
rónimo Olloniego. Y una casa habitación, la de un terrateniente don
Luis Sierra, que tiene para mí, un alto título que no haré valer todavía.
En esa estancia había ya tres caminos. La clientela volante de los
tres pulperos del Cardal, troperos y carreros que venían del Este, te¬
nían necesariamente que usar esos tres caminos primitivos para llegar a
la ciudad fundada un siglo y medio antes por Zabala o Alzáibar.
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Dos de ellos, corriendo de oeste a este llegaban al Paso de Carrasco.
El más cercano al mar sigue abierto' en toda su longitud: fue hasta 1919
Camino Aldea, y de entonces acá Avenida Italia. El más lejano, que
persiste aún aunque mutilado, es el Camino Carrasco. En el plano a que
me he referido, atraviesa las sendas que corresponden hoy a Comercio
y Propios. Ahora termina en Pan de Azúcar, y por esta calle centenaria
se echa en Ocho de Octubre.
¿Quién y cuando decapitó el Camino Carrasco? Lo sabemos por la
titulación de nuestro pueblo. Cuando en 1834 Basañez compró a Solso-
na y Alzáibar una fracción de trece hectáreas de la estanzuela que fue
de sus mayores, apresuróse a cercarla con pita y tuna cerrando de esa
manera el viejo camino al Paso. Este cierre decretó la muerte de la fon¬
da de Duglio y el nacimiento del molino del galgo.
El tercer camino del Cardal es el de Maldonado, el más antiguo
de la ciudad de Montevideo. En el plano de 1719, dibujado por Pe¬
trarca, siete años antes de fundarse la capital, puede verse la loma donde
se formará más tarde el camino que conducía a Maldonado. Ese plano
figura en el libro “La calle del 18 de Julio” escrito hace unos años por
el arquitecto Carlos Pérez Montero quien puede gloriarse de haber ofre¬
cido a nuestra bibliografía histórica, la publicación más completa de
cuantos se refieren a los caminos de nuestra ciudad.
En el plano de 1829. hecho por Reyes, puede verse la actual aveni¬
da 18 de Julio terminando en el punto exacto donde está emplazada hoy
la estatua del gaucho. Allí comenzaba el camino a Maldonado, justa¬
mente donde, hacia 1800, Francisco Escalante tendía su negocio de pul¬
pería. Conozco esta ubicación desde hace apenas unos meses, habiéndo¬
le concedido desde el principio, al nuevo conocimiento su verdadera
importancia.
Así, pues el camino a Maldonado arrancaba de Médanos y seguía
hacia el este por su actual trayectoria.
Eso es lo que se cree todavía.
Pero no es la verdad. La verdad es otra y es la que ofreceremos
hoy como originalidad de este trabajo.
En Civil 5 9 turno duerme desde hace más de un siglo, un expedien¬
te que expresa que en 1833 don Manuel Solsona y Alzáibar hizo medir
la Estanzuela heredada porque un error en cuanto a la ubicación del Ca¬
mino Maldonádo hacía perder al propietario una gran parte de sus tierras.
Se midió la estanzuela rectificóse límites y se recuperó lo que es¬
taba en peligro de perderse. Y eso fué posible, porque en la época re-
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ferida, todavía existía en el Cardal un hombre que recordaba cuál era
el primitivo Camino a Maldonado, del cual las gentes nuevas no tenían
noticias.
Quién hubiera podido dar informes precisos sobre el camino viejo
era Artigas, que debió recorrerlo necesariamente cuando salía de Mon¬
tevideo al frente de sus blandengues, o recorría la enorme sección de
extramuros en la época en que era el comisario del Cordón y del Par¬
tido del Cardal. Pero en 1833 Artigas callaba y araba en su refugio pa¬
raguayo, bien ajeno a cuanto se refiriese a su tierra oriental.
El viejo Camino a Maldonado era el que conocieron los hombres
que amojonaroj} por segunda vez, la línea que iba desde el mar hasta
el Miguelete por la senda llamada de los Propios, en época en que el
Cardal era tan despoblado, que apenas si hallaron junto al Buceo las
poblaciones de Andrés Pernas, y en “las piedras blancas nativas” a Ig¬
nacio el gallego y a Francisco Blanco.
Accidentad^ la operación en la que se oyó las protestas de los agri¬
mensores que atendían más a la pérdida de tiempo que a la belleza de
la campiña, en ese día de Diciembre de 1786 en que por estar en plena
floración, imposible les era encontrar los antiguos mojones sin sablear
antes el Cardal azul que se elevaba tanto como para ocultar un hombre
a caballo. Eran los cardales que en 1807 escamotearon el cadáver de
Maciel, al que recién pudo sepultarse dos días después de la batalla,
en fosa común y sin identificar, porque en esos días los zorros y perros
cimarrones le comieron el rostro y las manos a los criollos y españoles
caídos en el Cristo frente a las casacas rojas de los ingleses.
Pero más que esta mensura interesa la otra.
El hombre que en marzo de 1832 fué juramentado por Dios nues¬
tro señor y una señal de la santa cruz, para que indicara cuál era y por
dónde pasaba el Camino Real Viejo que conducía a Maldonado en otro
tiempo, se llamaba Juan Martínez, y era labrador; había llegado al país
en 1795. Dijo que desde entonces conocía la situación del Cardal, dis¬
tante una legua de Montevideo, y que pod'ía indicar en el terreno, por
donde corría el camino, cuyo curso le solicitaba con tanto empeño el
juez del Manga, Pedro García.
Así pues, en 1832, ya se sabía que el Camino Real a Maldonado
no era el primitivo. El nuevo no podía tener gran antigüedad, ya que
el testigo llegó a conocer el antiguo y ese testigo había llegado de Es¬
paña 37 años antes.
Siempre interesa descubrir los caminos que recorrieron los abuelos.
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Este de Maldona’do sería muy antiguo, ni siquiera el primitivo, el que
no conocieron los hombres de la Restauración, porque antes que nues¬
tros ancestros, por estas tierras andaban libres los indios, y junto al río
dulce los charrúas, que no necesitaban nunca caminos, ya que no eran
errantes ni nómades, como se ha sostenido siempre, sino que se deja¬
ban estar mucho tiempo en el mismo sitio, recorriendo a pie, por siglos,
nuestras tierras. Cuando conocieron el caballo y gustaron la velocidad
de la carrera, no necesitaron tampoco de caminos que hubieran limitado
su albedrío.
Martínez dijo:
—“Que salía de la plaza de Montevideo el tal Camino Real viejo,
pasaba por la pulpería de Francisco Escalante, derecho a la tranquera
del coronel del Fijo, en cuya tranquera había dos pilares, y en uno de
ellos la imagen de la virgen del mismo nombre, cuyos pilares existen
aún aunque en ruinas. Que el tal camino pasaba por arrimado a la zan¬
ja del frente de la llamada chacra del coronel que fué del Fijo, siguien¬
do en dirección de la' chacra del difunto Rariz, continuando su rumbo
a la casa de don Luís Sierra, pasando luego por la población de Alber¬
to Carballo, y después rumbo a la esquina del difunto Maroñas”.
En la relación de la mensura hecha en dos mañanas, la del 18 de
Julio de 1833, en que partiendo de la playa se llegó a Propios y 8 de
Octubre, donde tenía su pulpería de palenque Pacheco Medina, suspen¬
diéndose allí la operación por el temporal que empezó a medio día du¬
rando hasta Setiembre, en que pudo reanimarse con la vuelta del buen
tiempo, encuentra el lector muchos detalles pintorescos; los títulos de
los ayudantes, contadores de cordeladas, apuntadores, cordeleros, bando-
lederos; la actitud de los linderos, ausentes casi todos, de una manera
deliberada, ya que se presentaron sólo Caravia, el capataz de Brito del
Pino, y don Luís Sierra, empacado, furioso, con la mensura, que atro¬
pellaba, según él, sus derechos; casi mudo durante la medición, contes¬
tando a la pregunta que se le hizo por tres veces, si tenía algo que ale¬
gar, con un no rotundo, después de lo cual volvió a entrar en su casa,
de la que salió en seguida, acercándose al grupo para presentarle la es¬
critura que en 1788 le vendió Camejo.
Dijo secamente:
—“Yo no pago por esta mensura”.
Y se retiró.
Zorruna por fin, la actitud de los padres franciscanos, encerrados en
su predio de la Chacarita, y diciendo ignorar que el padre Oliden había
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puesto extrajudicialmente los mojones que deslindaban la tierra que el
Rey les regalara un siglo antes. Es probable que si el padre Oliden co¬
metió algún pequeño error al colocar los mojones tal vez no haya hecho
perder a la hermandad ni un palmo de tierra...
Para poder asegurar cuál era y por dónde corría el viejo Camino a
Maldonado me era imprescindible localizar un punto dentro del Cardal
que se aprestaba a convertirse en Restauración. En un primer momen¬
to creí en mi derrota segura. No podría nunca marcar ese punto esquivo.
El documento dice:
—“Nos situamos en el mojón del camino que va para Maldonado,
en la pulpería de Pacheco Medina, y haciendo rumbo al norte 46 gra¬
dos oeste, se midieron 650 varas que finalizaron en el mojón esquinero
del fondo de Pernas.
Desde allí reconocimos las ruinas de dos pilares en la tranquera de
la chacra del coronel del Fijo, y siguiendo su zanjeado por el frente,
por donde dicen pasaba el camino viejo de Maldonado... ”, etc.
En mis cuarenta años de médico rural, no he hecho otra cosa que
recorrer en todas direcciones, esta estanzuela cuyo límite norte estoy
reconstruyendo con un poco de melancolía. Ubico en ellos casi todos
los lugares antiguos, teatro muchas veces, de horas de tragedia o de
idilio. Aquí vivió Villademoros, juez que inició este expediente reivin¬
dicatorío; allá se mató Pancho Oribe, en esta misma bohardilla desde
donde puedo ver todavía la mar lejana; en este predio de la quinta de
los Olivos, plantó en 1818 el padre Larrañaga los primeros álamos que
conoció el país. Es todo el pasado de mi pueblo lo que creo estar apre¬
sando para mis ojos y mi recuerdo.
Pero esa portera de la chacra del coronel del Fijo, que no fué otro
que el Mariscal don Miguel de Tejada ¿dónde se abría y se cerraba la
vigilancia de la guardia militar? Porque era un batallón español desta¬
cado en Montevideo.
El plano de 1833 donde figura ese mojón me fué traído de mila¬
gro, por un gentilhombre a quien no conocía hace dos meses; se llama
don Eulogio Santos. En él está el mojón. En él está la tranquera. La
ubicación exacta de ese punto es éste: Avellaneda y Comercio.
Tírese desde este punto hacia el Este una línea paralela a 8 de Oc¬
tubre y retirada hacia el norte 400 metros y se llegará al Camino actual
a Maldonado a la altura de la calle Roma. En esa línea aparecen los an¬
tiguos predios de Rariz, Brito del Pino, López, Sierra, Maroñas y
Olloniego.
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Este es el trayecto del viejo camino a Maldonado. Corresponde a
la calle Avellaneda de nuestros días. Por ese viejo camino nos llegó un
día de 1817 Carlos Federico Lecor, enviado por el Gobierno de Buenos
Aires a desvanecer los sueños de nuestro Artigas. Por él nos llegó tam¬
bién con el conquistador, un portugués humilde, Gomes da Silva, que
muy pronto habría de encontrarse en medio de ese camino y en pobla¬
ciones de los Sierra, con Petronila, con quien casó naciendo de esa unión,
en Montevideo, en 1820, Juan Carlos Gómez.
No sé el motivo por el cual se abandonó este camino en los prime¬
ros años del siglo pasado. Se le había elegido porque era el más alto,
el menos anegable. Cuando se lo dejó se corrió el albur de los pantanos
que habrían de aparecer forzosamente, a lo largo del nuevo camino que
es el 8 de Octubre. Aparecieron temibles, con nombres propios, y se
enterraron en ellos las carretas hasta llegar el verano y entonces se los
apisonó con tierra, porque hasta 1855 no se conoció entre nosotros el
macadam del Norte. Cuando en 1879 el dictador Latorre inauguró el
ferrocarril del Cordón al Manga, eligió la calle Avellaneda para tender
sobre ella los rieles. Era la parte más alta del lugar, la cresta de la cu¬
chilla, la más segura. No podrían imaginar los ingleses que al extender
esos carriles, lo hacían sobre el trayecto del viejo y primitivo camino
Real a Maldonado del que nadie guardaba memoria fiel.
Menos habrían de presumir los vecinos del lugar que dos mucha¬
chos nacidos en los dos caminos abandonados de ese humilde pueblo
de la Restauración, habrían de llamarse para la Historia, Eduardo Ace-
vedo Díaz y José Irureta Goyena.
Que la Unión, amanecida entre los viejos caminos del Cardal, es¬
taba ya marcada por el destino para esa doble y milagrosa navidad del
talento.
“MELONES”, EL PLANTADOR DEL BAÑADO
C? N el ejército portugués que en 1816 invadió la Banda Oriental a
^ las órdenes de Lecor, figuraban tres hombres que no podemos ol¬
vidar: Antonio Gomes da Silva, Francisco de Andrada Taborda y Me¬
lones”. Al primero lo recordamos porque casó en Montevideo con Petro¬
nila de la Sierra de la que recibió varios hijos: uno de ellos nacido en
1820 se llamó Juan Carlos Gómez. Taborda fue el primer cirujano con
que cincuenta años más tarde contó el Asilo de la Unión. No podríamos
ignorarlo: una de sus hijas fue la madre de Yamandú Rodríguez. El ter-
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oero fue un campesino nacido en Oporto, que por recordar entre noso¬
tros su campaña contra los franceses en donde en número de “mil-hom-
mes” conquistaron una difícil posición, ganó para siempre el apodo de
“melones”.
Dejaremos a quienes sembraron descendencia ilustre, para rehacer
en lo posible la vida del más humilde de los tres invasores.
Por primera vez leimos su nombre en la página del ‘Montevideo an¬
tiguo” en que refiriéndose a no sabemos qué personaje consigna don Isi¬
doro: “Vivió en la calle Real de la Restauración, entre lo de Pacheco
Medina y el portugués “Melones”.
Es viejo el recuerdo. Entonces conocíamos poco de nuestro pasado
histórico. Después fuimos acercándonos al hombre por tradiciones fa¬
miliares y expedientes judiciales que nos dibujaron el perfil moral de
don Juan María Pérez. En la barrica de documentos del saladero de los
Fariña, que tanto nos ambientaron en el Sitio Grande, hallamos un pa¬
drón de la Chacarita, en que figuraban estos nombres tan caros a los
orígenes de Carrasco: Juan Ferreira, Ramón Manso y Luis Melones, por¬
tugués, 55 años, soltero, labrador. El padrón es de 1846.
Así ese hombre que por ciertos indicios de su vida ya nos interesaba,
había llegado a nuestro suelo apenas cumplido el cuarto de siglo. A los
17 años estaba, pues, en Portugal como Taborda y como Lecor, y las
fuerzas en que actuaba habían batido a Junot en la batalla de Vimeiro,
en que según Banus la estrella de Napoleón comenzó en realidad a
eclipsarse.
Como soldado llegó al Plata y cuándo Lecor dejó la Cisplatina, Me¬
lones quedó aquí como colono, ya que afirmó en el censo de Juan José
Sierra, que no tenía otro oficio que el de labrador.
Al bañado lo acercó su conocimiento casual con don Juan María Pé¬
rez, del que fue arrendatario en la Chacarita.
El emprendedor vizcaíno conocía bien la fertilidad de las tierras del
Buceo y Cardal, en cuyas posesiones de lo que había sido Estanzuela
de Alzáibar, no sólo tenía un cuidado viñedo que le rendía tan buen
vino como el de su padre en la península, sino olivares y sembradío de
trigo que desde 1839 conocieron los senderos que conducían al "Molino
del galgo”.
Al que había sido mano cerrada en el Ministerio de Hacienda del
Presidente Oribe, sólo el bañado se le escapaba.
Improductivo, sin un árbol, era una mancha de arena ondulada, cu-
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bierta por capas de turba sobre la cual una larga hiedra que aún per¬
dura y a la que los hombres del lugar siguen llamando gamba rusa; un
paramo, en realidad, cuando Juan María Pérez conoció a Melones. A él
concurrían tres arroyos que cruzaban el Camino a Maldonado en busca
del río. Las vertientes del Chacarita, Manga y Toledo soltaban débiles
gajos tributarios, y de su entrecruzamiento surgía el bañado en esas are¬
nas anegadizas.
Sólo a un hombre como a Melones podía ofrecer el terrateniente
Pérez la plantación de un lugar tan inmenso, desierto y misterioso. Sólo
un hombre que pasada la cincuentena permanecía soltero, y a quien no
se señalaba en su vida el paso de una mujer, podía gustar la soledad
del bañado.
Antes, había firmado Pérez contrato con Angel Latorre quien se
comprometió en 1842 a plantar estacas en la Chacarita. Tal vez la gue¬
rra, a punto de arrancar, haya alejado de las arenas a ese arrendatario
que no dejó huella profunda.
Y allá marchó entonces Melones, después de formular su pretensión
al latifundista que en parte había sustituido en la estanzuela a los Al-
záibar y a los Solsona.
El plantaría el bañado con estacas de junco, sauce y álamo, y co¬
braría un vintén la estaca prendida.
Recién conocíamos la más baja moneda que los portugueses trajeron
al Plata y convirtieron en una plaga para los hacendados, que luego de
traer por el “camino de las tropas”, desde las más alejadas distancias
sus vacunos, debían cargar de vuelta, en sacos de cuero acondicionados
en carretas, el ruin cobre amonedado, contra el cual habría de cargar don
José de Béjar el año 32, en un primer intento de sanear la moneda.
El bañado contra quien debía luchar Melones no era tan inofensivo
como este recuerdo parecería establecerlo. Si alguien se aventuraba de
pronto a cruzarlo se encontraba con la ciénaga que más que en hombres
cobraba tributo en animales. No era posible sortearla sin un pleno cono¬
cimiento del terreno, porque los tremedales tragaban al que se ¿cercaba
audazmente a sus orillas. El animal emitía un sordo balido al sentir que
de pronto sólo su cabeza quedaba libre sobre el pegajoso y sucio fango.
La aventura podía jugarse sólo en épocas de prolongada sequía estival.
Pero luego de las grandes lluvias las ciénagas se convertían en un seguro
peligro, ya que la falta de vegetación no protegía a quien cayera en
sus garras. En una evasión de presos escapados al Cabildo en 1850, la
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ciénaga que había parecido milagroso refugio a los fugitivos, convirtióse
al fin en tumba.
Tal vez pensando en sus peones y vacunos don Juan María Pérez
volvióse hacia el portugués. El era un valiente. Conocía sus proezas en
la guerra contra el francés, sobre todo la que le había conquistado su
apodo.
Y “mil-hommes” se decidió a entablar combate contra los barrizales,
comenzando por constituirse una casa-habitación junto al tremedal, no
del lado del Norte, sobre la orilla del arroyo del Mangangá donde el vas¬
co Martín instalara su fábrica de aguardient e y otro vasco apodado “Rom¬
pe-huesos” su velería, sino del lado del Sur donde terminaba un sendero
que se llamó “de los gigantes” y hoy es el camino “Servando Gómez”.
Después de veinte años de búsqueda, recién podemos afirmar co¬
nocer el solar donde levantó Melones su casa. El dato nos llegó por boca
de José Hernández, hijo de “Tío Pepe” y vecino del lugar desde hace
ochenta años. Y proviene de Gervasio Morales cuyos padres tenían su
casa donde hace mucho más de un siglo plantó Morales la suya.
El lugar está marcado por tres centenarios ombúes, donde una curva
del camino de Jardini se echa en Servando Gómez.
El paraje no era solitario entonces. Ya estaba excavada la cantera a
la que en 1845 “El Defensor” señalaba como mina de carbón y grafito.
La tierra no se había subdividido, pero se multiplicaban las chacras en
las tierras de los Pérez y los García.
En realidad, y por su carácter. Melones iba a construir su morada
en pleno aislamiento. Como buen portugués era friolento y se dió el
lujo de levantar en ella una chimenea de leña. La carreta en que Barran-
quet llevaba su trigo al molino de Pelayo, le traía los gruesos troncos
de los que no podía proveerle a Melones una tierra desnuda de árboles.
Para las paredes usó la piedra de la cantera, piedra rústica, claro está,
que la piedra labrada se guarda para la tumba, donde entra a veces el
sentimiento y siempre la vanidad.
Desde la mañana se adentraba en el bañado portando grandes ma¬
nojos dé estacas para colocarlas profundamente en el movedizo suelo.
No sabría, seguramente, que cuando él llegó a Montevideo con Lecor,
plantaba Larrañaga en la chacra de los Olivos los primeros álamos que
conoció el país.
Ahora ya la ciénaga no era un misterio para él. La rodeó con esta¬
cas que llegaron a tener pronto un impresionante desarrollo y de cuyos
troncos enormes no pudo encontrar el ingeniero Caldevilla el más mí¬
nimo indicio.
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Mucho de la sobria y patriarcal vida de Melones, bien conocida por
algunos viejos que recogieron de sus padres la tradición, ha llegado has¬
ta nosotros, permitiéndonos recrear la humilde existencia aldeana de es¬
te hombre que llegó a dejar su apodo en la nomenclatura.
De extraordinaria sobriedad le bastaban para vivir algunos animales
y algo de sus haberes. En el homo levantado por su mano cocía su pan,
a veces sin levadura: él sabía que no se la necesitaba de una manera
indispensable, aunque ignoró, claro está, que en los tiempos primitivos
no se usó levadura alguna, que recién llegó a América en el “Mayflower”.
El labriego tenía siempre harina de trigo o de maíz, no le faltaba la
sal, y eso bastábale ampliamente.
Vivía feliz, porque lo rodeaba el aislamiento, el agua del bañado,
no potable, pero donde amarraba el pequeño bote, y su ojo de agua,
que aún mana en lo que sigue llamándose cachimba de Melones. Agua
clara, surge junto a la mina, muy cerca de lo que fue quinta de Reba-
gliati, donde hace treinta y seis años conocimos la manguera de piedra,
corral de más de un metro de ancho y algo más de altura, donde al
final de su vida encerraba el ganado para servir a Doñoveitia, cuando
desde el Cerrito la tropa federal pedía reservas de carne fresca.
El corral ya no existe. Bajo nuestros ojos lo demolieron para arrojar
su piedra en el camino de los gigantes, siempre pantanoso por la proxi¬
midad de los bañados.
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La población del bañado crecía rápidamente. Hablamos de arboleda
y aves. En cuanto a éstas, y recordando que Melones no era un contem¬
plativo ni un soñador, a nadie podría imaginársele que los pájaros de la
ciénaga, que empezó a poblarse de alas cuando la reciente arboleda lo
permitió, podían ofrecerle conciertos. Algún buho de chillido melancó¬
lico, lechuzas, que se despiertan con el crepúsculo de la noche, gallinetas
de grito alegre y corto.
En sus últimos años pudo contemplar el fruto de su acción.
Ya era el paraje un mundo perfectamente animado, en el que una
creciente y bullanguera fauna alegraba la salvaje arboleda en que ani¬
daban las aves, salvo las que hacían sus nidos en el fangoso suelo. Ha¬
bían fructificado juncales y pajonales, tanto que en el verano era nece¬
sario sacrificarlos por el fuego. Poco antes de sentirse viejo, aún solía
darse el lujo de recorrer alguna noche de luna su bañado. En la orilla,
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junto a su casa, guardaba amarrado a un tronco, el chinchorro, bote pe¬
queño que apenas podía contenerle a él solo. Saltaba sobre él y empe¬
zaba a recorrer la extensión que él había animado con las mismas ma¬
nos que empuñaron antes las armas homicidas en el encuentro de Vi-
meiro. Gozo simple: oir la serenata de algún zorro o el chistido de al¬
guna ave desconocida. Durante el día sus ojos le acercaban las maravi¬
llas del bañado: patos silvestres, gallinetas que saludan la salida del sol
con gritos estridentes, bandurrias, chajás, becazinas, chorlitos, garzas de
pluma rosada o blanca, alguna cigüeña que le recordaba a su Oporto
tan lejano...
No cazaba. Sentía el horror de derramar la sangre del más mínimo
animal. Creía —lo dijo más de una vez— que nadie, nadie debía matar
a un ser que tenía tanto derecho como él a la vida. En su tierra había
visto a un hermano al matar una liebre pequeña que tenían cautiva:
cuando le acercó el cuchillo al pescuezo , “la liebre gritó como un niño”.
Desde entonces no cazó nunca más.
Dejando el chinchorro en la orilla, ganaba luego su casa solitaria,
donde tenía sólo dos sillas. Decía que una era para la soledad y la otra
para la amistad. Thoreau era más amplio y guardaba tres, para la socie¬
dad. El no ambicionaba lo último: era rico, rico en horas de sol y en
días de verano.
Al terminar el año 1854 Melones que no había estado nunca enfer¬
mo, se sintió mal. Fue algo tan grave que terminó en pocos días con su
vida. En ello pudo verlo una vez el doctor Capdehourat.
Al matrimonio Dodera, que lo había cuidado, le dejó con grandes
recomendaciones su perro “Lisboa”.
Le dejó algo más. Lo que poco antes había cobrado de la sucesión
de don Juan María Pérez, por su trabajo de plantación del bañado de
Carrasco.
En ese juicio sucesorio se supo, por fin, el nombre de Melones. Por¬
tugués de Oporto, se llamaba Luis da Costa.
Lo que obtuvo por su trabajo fueron setenta y tres hectáreas de
tierra situadas en el “rincón de Melones”.
JOSE ROUBAUD
(o NCUENTRO. — Hará veinte años protagonizamos un curioso epi-
sodio en el pueblo adoptivo. Desde “Pedrito” distinguimos de pron¬
to a un hombre que miraba y volvía a mirar, alejándose hasta los árbo-
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les de la acera, a una ruinosa casa centenaria. No conocíamos al hom¬
bre, pero sí a la vivienda. En ella había comenzado su artesanía del
cuero el señor Marexiano, y ahora albergaba a don Pedro Ignacio Schin-
ca, famoso barbero del pueblo, porque casi no usaba brocha jabonando
con los dedos, lo que le había dado una pintoresca personalidad y no
pocos disgustos.
Bajamos y pudimos reconocer a nuestro hombre porque los diarios
acababan de publicar su retrato.
Le hablamos entonces, poniendo en nuestras palabras el respeto y
el tono de confidencia necesario:
—“No es esa la casa que busca, señor”.
Nos miró sorprendido. Pero¡ le habíamos ofrecido en esas palabras
iniciales, un motivo de interés, que le prestó a su mirada, un tono de
curiosidad afectuosa.
—“No es esa”, repetimos.
Y sonriendo ya francamente, agregamos:
—“Si nos acompaña lo llevaremos ante la casa que busca.
Empezamos a caminar, él junto a la pared y nosotros contra los
árboles de la acera. Esa distancia, la fijó, creemos, el temor que ya
sentía por el abordaje inexplicable.
Caminamos setenta y cinco metros, lo que nos dio la ventaja de
estudiarlo. Era un hombre alto, de poco mjs de sesenta años, de bigote
recortado, y conservando el vigor y la agilidad de su estampa.
Dos puertas antes de nuestra casa, nos detuvimos frente a una ca¬
sita baja, donde vivió muchos años el doctor Luis Paysée, y ahora es la
sucursal de la Caja Obrera, y le dijimos:
—“En esta casa, señor, su padre tuvo hace cien años la “Botica de
la Restauración”.
Un rayo que hubiera caído a sus pies no le hubiera hecho ese efec¬
to. Su rostro se iluminó de pronto y dijo en un grito:
—“Pero entonces usted es fulano...”
Asentimos sonriendo. Y mientras volvíamos conversando animadamen¬
te y le afirmamos que el primer aviso del “Defensor” decía que se había
abierto la botica en la calle de la Restauración “al lado de la sombrere¬
ría”, podíamos asegurarle la posición del inmueble, pues la “sombrere¬
ría Americana” estaba en el mismo lugar que ocupó José Rubini.
Volvimos entonces a la barbería de Schinca donde tenían lugar nues¬
tras grandes trenzadas al ajedrez con el doctor Seoane que todavía con¬
servaba el número 173, desde la época que la habiara Quintana, a cuya
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brocha y navaja tanto terror sentía en sus improvisaciones Francisco Acu¬
ña de Figueroa.
Allí nos despedimos del doctor Eduardo Roubaud, pero antes le so¬
licitamos un retrato del padre, que no obtuvimos en aquel momento. Eso
hizo tardar veinte años la salida de este artículo.
EL PUEBLO RECIEN NACIDO
¿Cómo era? Lo sabemos por Antonio Basaldo que tenía 102 años en
1939. Era un hombre de muy pocas palabras y 1 lo interrogamos cuando
vino a ver un pariente en la calle Comercio. Lo sondeamos a fondo pero
inútilmente.
—“Muy chiquito el pueblo; la calle principal y las otras muy cla-
ritas”.
No salía de ahí. Hombre rústico, recordaba poco.
—“En la quinta de Baséñez siempre había burras con cría. Se decía
que las cuidaban “para darle la leche al general”.
Donde nos dio una sorpresa fue cuando se refirió a la guardia del
pueblo.
“La comisaría estaba frente al naranjal de Antonio Díaz. Los milicos
eran de chiripá y chancletas, y usaban un corvo ferrugiento. Del som¬
brero le salían las mechas. Todos eran melenudos”.
Este último dato nos satisface. Es de un hombre que no exagera
las cosas, y habla sobre lo que recuerda.
Así debe haber conocido la Restauración don José Roubaud, cuando
pasó de Montevideo el año 45. Marsellés de nacimiento, nació en 1823
cuando al autor del himno galo le quedaban diez años de vida difícil
bajo una misérrima pensión del Estado.
A los veinte años vino al Uruguay como turista, alojándose en la
calle del Portón en casa del farmacéutico Lenoble, compatriota suyo que
tenía el hobby de hacer practicar en su arte a cuanto muchacho caía bajo
su mano. Al marsellés le gustó la ciudad y se quedó en ella para siem¬
pre. La guerra grande trastornó sus planes. Cuando se inició la Legión
Francesa Roubaud formó con sus compatriotas la defensa del suelo adop¬
tivo. Pero admirador entusiasta del general Oribe se pasó a la Restaura¬
ción. Ya estaba práctico en el arte de la farmacia, habiendo transcurrido
casi tres años de su venida a Montevideo. En presencia de Oribe, éste
hizo caso omiso de quien lo sindicaba como espía francés, y le pidió
se estableciera en Pando, de donde habían solicitado un práctico en bo-
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tica. Se cansó pronto regresando al lado del jefe sitiador. Cuando le
habló al general de dar examen de farmacia, éste le habría contestado:
—“Si sabe, será farmacéutico entre nosotros. Si no, no”.
El examen tuvo lugar el 2 de junio de 1845, en el campamento ge¬
neral del Cerrito, firmando su título el presidente del tribunal doctor
Isidro Muñoz Pérez, y los doctores Francisco García de Salazar, Juan
M. Victorica y José E. Sánchez.
Don José Roubaud instaló su “Botica de la Restauración”, frente a
los almacenes de Larravide, teniendo una cuadra más afuera la “Botica
inglesa”, de don William Cramwel, a quien se le transformó su nombre
en “Jorge el inglés”.
Poco tiempo estuvo solo. En el año 47 se asoció a José María Pérez,
cuya culminación de su anterior consorcio con José María Azaróla fue
pintoresca. El no tenía noticia de como recibió a un capanga de Mazza,
pues todavía no se había recibido de médico. El 22 de octubre de 1846
se presentó al juzgado demandando a Azaróla “por haberle levantado la
mano”. No lo niega el demandado, pero lo explica por la insolencia del
socio, que llegó a abrir las puertas del negocio pretendiendo expulsarlo
violentamente. Azaróla no pudo contenerse y lo abofeteó ante testigos.
Pérez no puede pasar por esa vergüenza, y dice que “hubiera preferido
morir antes que recibir ese ultraje a su buen nombre y reputación como
principiante”. Y el buen juez Francisco Farías les pide conciliación, so¬
licitando muy gentilmente al señor Azaróla retire las bofetadas. Este no
tiene inconveniente alguno. Y el señor Pérez se da por ampliamente sa¬
tisfecho” porque de esa manera queda limpio completamente su nom¬
bre”. Firman el acta Francisco Farías, José María Azaróla, José María
Pérez, y como testigos José T. Madrazo y Francisco Comparada”.
El año 48 empieza la ‘Botica de la Restauración” a vender clorofor¬
mo, como la que el doctor Capdehourat practica en su sanatorio de la ca¬
lle Maroñas la primera operación indolora de su vida profesional. Antes,
la anestesia se c<#iseguía con una buena dosis de coñac, y dos o tres
gallegos forzudos.
Era simple la farmacia de entonces, casi absolutamente sintomáti¬
ca, y disponía de seis o siete drogas básicas: yoduro de potasio, digital,
mercurio, lándano, y toda la variedad de yuyos que podían dar los cam¬
pos uruguayos, con la zarzaparrilla a la cabeza.
El final de la guerra sacudió profundamente a Roubaud que no
quiso quedar en tierras de la derrota. A pesar de que Oribe siguió vi¬
viendo en la curva de las Maroñas hasta el pacto de 1855, el boticario
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fiel se alejó del pueblo y establecióse en Ituzaingó y 25 de Mayo. Allí
lo encontró el regreso del general y él fue uno de los primeros que pisó
el barco español hasta el 9 de agosto, detenido por orden del coronel
Flores.
Pero la Unión lo atraía. Y el 17 de agosto de 1867 pasó a ocupar
la casa de Antonio Mutuberría, estableciendo en ella otra vez la “Botica
de la Restauración”, en la calle ya llamada 8 de Octubre, entre Panta¬
noso y Miguelete, junto a la cual hacía años José Murguía aumentaba
sus artículos de plata maciza.
La casa de Mutuberría pasó a poder de Antonio Mazza, mientras
a Murguía le sucedió por cincuenta años la familia Zenardo.
Andariego de alma, Roubaud se fue al centro a fundar dos nuevas
boticas, dejando la “Central” a cargo de su amigo Eduardo Larralde, que
quedó en ella por treinta años.
Una causa poderosa lo impulsaba a alejarse del país. Estalló la
guerra contra el tirano del Paraguay y Roubaud se incorporó a las tro¬
pas brasileñas en carácter de farmacéutico, portándose lucidamente en
la epidemia de tifoidea tomada por sarampión por el doctor Amaud. El
Brasil le ofreció una medalla y el título de Cónsul que él desempeñó
por veinte años en las Piedras.
Por fin volvió a Montevideo y tuvo su última botica en Uruguay y
Tacuarembó, -retirándose definitivamente en 1894.
Murió el 15 de marzo de 1906, a los 83 años, en la mayor pobreza.
DON JORGE EL INGLES
_ A L primero que le oí hablar de “JORGE el inglés” fue al general
Visillac, llegado a la Restauración en 1846. Venía de la Aguada,
donde había nacido en 1840. Cuando lo nombraron al padre comisario
del pueblo, se trasladó a él, siendo casado con una hermana del general
Servando Gómez. Este contrajo enlace en la Unión, en la casa de altos
junto al Banco de la República.
“La primer botica que hubo en la Unión fue la de don Jorge el
inglés, establecido en la calle Real frente al Café de los Federales y
del Almacén del Sol”.
En pocas palabras lo dibujó:
“Alto, lampiño, gordo, bonachón, servicial pero lunático, y con una
invencible inclinación por las mujeres.
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Ante mis preguntas, concretó:
“En aquel tiempo las polleras se usaban largas, y el viejo gozaba
con la pesca que le ofrecía una racha de viento o el ascenso a un coche
de alto estribo. Era pedigüeño. Salían las muchachas de la botica y don
Jorge las seguía unos pasos. “A ver... Aver... ”, imploraba. Los ojos
ávidos caían sobre el tobillo esquivo y las mozas, riendo francamente, se
alejaban sin prisa... y sin miedo”.
Era injusto Visillac, al tratarlo de viejo. Para sus seis años eran de¬
masiado los treinta y ocho del boticario.
El grabado lo muestra por lo menos de cincuenta y seis, que fue
la edad en que murió. La calva blanca unida a las patillas abundantes,
enmarcando un rostro joven, dan a ese rostro un aspecto de plenitud
difícil de conciliar en un anciano. Es la figura de Artigas vuelto a la
patria. No sé si alguien notó ese parecido y se lo hizo notar al inglés.
En la Restauración pudo haber caído bien, pues en la ciudad aldeana,
la calle principal recibió el nombre de “General Artigas”, por primera
vez en la historia nuestra. Ni Lamas, al anunciar su nueva nomenclatu¬
ra que sustituía al santoral,. tuvo en cuenta el nombre entonces rechazado.
Don Jorge el inglés era hombre dotado de un carácter que no con¬
decía con su seriedad racial.
No podía pronunciar la jota. Decía siempre don Cuan, don Cosé.
Estaba siempre dispuesto a la broma, lo que lo singularizaba. En pueblo
chico las tertulias eran famosas en la botica. Se reunían en casa de don
Jorge, hasta muy tarde, la gente más representativa. Eran infaltables
Norberto Acevedo, Tomás Besáñez, Lesmes Basterrica, Larravide, Nor-
berto Aguirre que cuidaba gallos ingleses a cuyas riñas era gran aficio¬
nado el dueño de casa. Estando éstos la tertulia era seria. Se hablaba
de la guerra, tomándola en broma, porque se la creía ya ganada. Apenas
se mencionó el nombre de Andrés Spíkerman, Santiago Gadea y Jacinto
Trápani, tres héroes de la Agraciada que terminaron su vida durante la
guerra en la Restauración, y fueron inhumados en el Cementerio de
la Mauricia.
Don Jorge el inglés era William Cramwel. Se le llamaba así vulgar¬
mente, pero la gente ilustrada conocía bien su nombre. Era irlandés,
teniendo un hermano gemelo, Edmundo, con el cual vino al Uruguay
en 1842. Su padre vino antes.
“El Argos” de Buenos Aires dió en febrero de 1827, la noticia que
Edmundo Cramwel figuraba en el ejército patriota como segundo boti¬
cario de la sanidad. Rafael Schiaffino, en el tomo tercero de su “Historia
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de la Medicina Uruguaya”, la transcribe y afirma que era un recién lle¬
gado de Irlanda, venido en 12 de noviembre de 1825 y había probado
en pruebas teórica y práctica, ser un profesor consumado en farmacia.
Actuó, pues, en la batalla de Ituzaingó, presenciando el incendio del
campo por orden de Alvear, medida inhumana que se tradujo en la muer¬
te, abrasados, de todos los heridos graves que no pudieran escapar.
Los orientales perdimos así un buen número de patriotas, entre ellos
a Legtiizamón, el segundo de los Treinta y Tres que moría.
Después desaparece el nombre de Cramwel de nuestra historia. No¬
sotros tenemos la convicción de que era el padre de Edmundo y Wi-
lliam Cramwl que llegaron a Montevideo en momentos de prueba para
estas tierras del Plata, pues en Buenos Aires dominaba el tirano Rosas
y a la República Oriental la invasión del general Oribe después de Arro¬
yo Grande la amenazaba.
El mismo pueblo de origen, la ciudad de Carlow, donde nacieron
los mellizos en 26 de agosto de 1808. El mismo nombre, pues uno de
los hijos recibió el nombre de su padre. Idéntico oficio, pues William
siguió, como su antecesor, la práctica de farmacia.
Llegaron a Montevideo, pasando Edmundo a Buenos Aires, donde
su hijo Guillermo llegó a intendente de la provincia y abriendo William
en calle 25 de Mayo, casa de Regalía, la Farmacia Inglesa. Venía ca¬
sado y con un hijo de dos años, William Barry, nacido en Dublín.
Casi al mismo tiempo estalló la guerra bajo la dirección de Rosas, y
William Cramwel fue uno de los fundadores de la Restauración. Se es¬
tableció en la calle Real casi esquina Pantanoso, frente al Café de los
Federales y al Almacén del Sol. La casa se mantiene igual y, en esa
época, la vecina del lado Oeste, perteneciente a Urtubey, donde vivió
el capitán Quesada, fue testigo del Pacto de los Generales, el 11 de
noviembre de 1855. En ella vivió hasta hace diez años la familia Schinca
y tiene el número 3931. La casa donde se estableció Cramwel la ocupó
más tarde el platero Pujadas y desde hace setenta años el relojero López.
Hombre emprendedor, Cramwel estableció además una botica bajo
la tiranía de Rosas, en la calle Victoria de Buenos Aires, farmacia aten¬
dida por su hermano Edmundo.
¿Qué características tenía Jorge el inglés, que así se llamaba el pri¬
mer boticario del pueblo? El aspecto físico, ya que era un inglés típico,
algo gordo, lampiño, con aspecto de niño grande, usando siempre ropa
gruesa, nunca abrigo. Además de la vestimenta, una seriedad que atría.
Seriedad simulada, que bajo el aspecto amable era peligrosísima, por-
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que con ella veía facilitada su idiosincracia. Don Jorge era un bromista
temperamental, y su aspecto inofensivo lo ayudaba.
Una vez le jugó una broma sangrienta a su vizcaíno que todas las
tardes caía por su negocio. Era un contertulio peligroso, pues don Jorge
que era irlandés, no heredó ese hábito de la economía y del negocio fácil,
tan propio de su raza. El vizcaíno tenía la mala costumbre de empinarse
un vasito de garnache todas las tardes, después de lo que acostumbraba
desear: “Salú” al dueño de casa, comiéndose la d final después de be¬
berse el vino. No pedía permiso, pues el inglés era su amigo. Un día don
Jorge no pudo más. Y con el mismo aspecto de siempre, que le daba
confianza al contrario, vio cómo liquidaba de un trago su copita el
español confiado, que no tuvo tiempo de limpiarse los labios con el
dorso de la mano.
Rapidísimamente el inglés, que no le había perdido pisada, dio un
grito, llevándose las manos a la cabeza, como si estuviera desesperado.
—¿Qué pasa? — indagó intranquilo, pues había sentido un gusto
desacostumbrado en el vino.
—Que cambiaron de vaso... —imploró el inglés.
—¿Y qué tenía éste? —dijo alarmado el español confianzudo, que
ya sentía un temor que confinaba con la locura.
—Un alcaloide peligroso, un veneno violento. Pero ya habían lavado
el vaso.
—El contraveneno, pronto —bramó el vizcaíno, que se apartó brusca¬
mente de la inofensiva víbora, como si estuviera viva.
Era lo que esperaba el inglés, que se mordía para no soltar la car¬
cajada, mientras con la mayor seriedad derramaba una buena porción
de Le Roy, droga que produjo su efecto instantáneo, dado el susto ma¬
yúsculo del vizcaíno, que no le hizo asco al contraveneno.
Mientras el español ocupaba la piecita del fondo, el inglés decía:
—Eso le ha salvado la vida —mientras una sonrisa que no alcanzaba
a ser risa franca, iluminaba la cara de don Jorge, bien vengado.
Esta es una de las tantas bromas de don Jorge el inglés. Las mul¬
tiplicaba al infinito, no dando nunca ocasión al contrario a desconfiar.
El cura Ereño no se escapó y no puede creerse que en la travesura jugó
un papel la distinta religión que mantenían. Porque don Jorge fue fun¬
dador del templo anglicano y contribuyó a su sostenimiento como don
Samuel Lafone, su connacional y amigo.
Pero no se las llevó todas consigo Don Jorge...
Una mañana fue a abrir los postigos y no pudo, por un obstáculo
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imprevisto que se lo impedía. Al inquirir la causa, se encontró un caballo
muerto y colgado de las patas por una soga, de los hierros del balcón.
Esos hierros, novedad para los comercios de la Restauración, tenían una
muestra y se la había hecho un prusiano, Augusto Liesack a quien es¬
timaba como si hubiera nacido en la isla.
Don Jorge no se inmutó por el presente. Sacó un sofá a la vereda,
y se puso a leer “El Defensor” hasta llegar las diez, hora que el comi¬
sario Visillac hizo retirar por un milico de chiripá y bombacha la ven¬
ganza, tal vez del vizcaíno, que no había vuelto a pisar la farmacia
donde lo habían envenenado.
William Cramwel vino casado de la isla con Luisa Fitzgerald, des¬
cendiente de un guerrero que haba ido a Irlanda desde Normandía con
Guillermo el conquistador. La causa del éxodo que los trajo a América,
fue huir de las persecuciones llevadas a cabo contra los geraldinos que
lucharon por la independencia del país.
Cuando llegaron a Montevideo, Edmundo pasó en seguida a Buenos
Aires, mientras puso botica William en casa de Regalía que ya tenía un
número 32, en la puerta, aludiendo a la construcción de la misma.
Entre la servidumbre numerosa que estilaba usar el boticario, se
contaba una criolla Teodora, que vivió hasta 1905, muriendo casi cen¬
tenaria, Esta Teodora habría servido alguna vez a su patrón, llevando
escondidos entre los pliegues de su vestido, los mensajes secretos que
utilizaba don Jorge para comunicarse con sus amigos federales de la
ciudad sitiada.
Enviudó don Jorge y al poco tiempo conoció a la que debía ser su
segunda esposa, una dama que había llegado al país como profesora
de inglés, la que una vez fallecido don William se radicó en Londres.
Falleció Cramwel en Montevideo, en 26 de mayo de 1864, en su
casa calle Sarandí casi esquina Alzáibar, con salida por los fondos del
Fuerte, pasando la propiedad al cónsul de Estados Unidos, Mr. Thomas
Howard, donde edificó su palacete donde años después paró el heredero
de la corona de Italia.
Su sepulcro es el primer panteón después de pasar la capilla.
VIDA HERMOSA Y EJEMPLAR DE PEDRO VISCA
RAIZ ALDEANA
—“Pe in térra, e viñi quí”.
Maneó la seca y dura voz los dos caballos.
Uno de los jinetes contestó:
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—“Soy el general Oribe”.
Levantando el arma larga a la altura de la cara, repitió el hombre,
amenazadoramente ya, la orden.
Intervino recién el otro jinete, con voz alterada:
—“Es el italiano Bartolo, general. Bajesé”.
Un oficial subalterno, Basterrica, era quien aconsejaba casi con ru¬
deza, al jefe de las líneas sitiadoras.
El mismo Oribe había dispuesto desde el principio de la guerra,
ese patrullamiento vecinal en los contornos del Cerrito. La consigna
frente a un jinete, era darle el alto, hacerlo desmontar, ordenándole avan¬
zar hasta el reconocimiento.
Junto al camino de los Propios estaba esa tardecita, ya con las
sombras encima, el chacarero Bartolo. Había llovido y el barro estaba
fresco.
Desmontaron los jinetes avanzando hasta el centinela. Este acercó
su farol a la cara pálida de uno de ellos y lo reconoció. Inmediatamente,
pero sin confusión, hizo el saludo correspondiente.
El general tomó entre sus flacos dedos el aro de oro que adornaba
el lóbulo de la oreja del voluntario, y dejó caer estas palabras:
—“¡Gringo lindo!...”
*Lo había visto antes de este episodio. Apenas instalado el Sitio, el
italiano don Bartolo tuvo la valentía temeraria de reclamarle con airada
voz sus dos bueyes aradores, arriados con otros hasta el saladero de
Legris, donde se efectuaba la matanza para el ejército.
¿Qué fuerza moral debía poseer este genovés nacido en el poblado
de Vade en medio de las invasiones napoleónicas, para intentar ese paso
frente a quien sentía una rara y conocida adversión a los gringos? Era
fuerte la mirada del rústico. Transparentaba inteligencia vivaz y recio
carácter.
Lo había oído sin cólera el general Oribe. Conversó con él. Le de¬
volvió los bueyes.
Ahora, pasados los años, en esa misma falda del Cerrito, lo pal¬
meaba, contento por esa vigilancia de lobo que no se detenía ni ante
la voz del Señor, porque en la oscuridad no le distinguía la cara, y podía
engañarse.
Había llegado a Montevideo el año 38.
Entre el Cerrito y el caserío del Cardal, muy pocas poblaciones en
esa época: el saladero de Fariña, las casas de Juan Hita en el campo
de los Olivos, y ese caserón del barón de Barrau, ahora de don Juan
Vidal, que sería más tarde senador de la República. En ese caserón
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vivía el genovés de nuestro relato histórico. Un gran patio de ladrillo,
enmarcado por catorce piezas enormes, de tirantes de urunday y de
palma; fuertes puertas y ventanas enrejadas; profusión de azulejos; ar¬
tística herrería; un portalón de medio punto. Y un mirador.
En ese mirador, y en la madrugada del 8 de febrero de 1840, el
gringo Bartolo recibió un hijo nuevo.
Ese hijo, era Pedro Visca.
DIALOGOS BUCOLICOS
En la placita de la Unión aprendió el niño Pedro su latín, junto
a los arbolitos recién plantados. No consiguió la madre inclinarlo a los
estudios eclesiásticos. Unos balbuceos y abandonó las disciplinas.
En Heráclito había hallado palabras que no olvidaría fácilmente:
“la medicina realiza la expresión más alta de la vida”. Debía recordarlas
cuando el hombre rudo que era su padre, endurecido por las nevadas,
y agotadoras tareas de leñador y cazador furtivo en los montes de la
Liguria, le dictaba en su dialecto su deseo: “médico, pero sobre todo
cirujano”.
El muchacho ocultaba su firme designio: sería médico, y llegaría
al más lejano y alto límite del conocimiento.
En la plaza de nuestro pueblo aprendió Visca en la adolescencia,
a recrearse en la conversación, placer estético que siempre anteponía
a cualquier otro ejercicio del espíritu. Se aislaba con un pequeño grupo
de compañeros, y junto al estanque central rodeado entonces por islotes
de cedrón y de menta, teniendo frente a sus ojos los altos muros del
Colegio y la Iglesia, conversaba. Sabía gustar un buen libro. Pero lo
excitaba el diálogo con camaradas de inteligencia despierta. Distinguía
entre todos a Juan Angel Golfarini y a Agustín de Vedia. Azuzábalos
el buen maestro, previendo que del choque de esas ideas en remolino,
habrían de surgir rápidas y certeras las contradicciones, sin ofensa, en
ese grupo selecto, que se vigorizaba, ejercitándose. Cuando retornaban
al Colegio, cumplido el pequeño recreo, el bueno de don Juan Manuel
Bonifaz se frotaba las maños. Tal vez soñaba, frente a sus muchachos,
en un resurgimiento de las antiguas academias apolonidas. Al más dís¬
colo de los cinco inseparables, Fortunato, hijo del coronel Flores, el
maestro español, que solía hacer sus viajes del brazo de Montaigne,
pudo apaciguar cierta vez con estas palabras del galo: “ten tu atención
despierta, no tu cólera”.
Esas conversaciones fueron fortaleciendo al adolescente que ya
apuntaba como un espíritu vigoroso. No separó la Universidad al grupo
del Colegio. Ahora dirigía sus estudios un canónigo español que se de-
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leitaba con el espectáculo de esos muchachos que parecían estar siem¬
pre en pie de guerra. Una tarde oyó a Visca defender un principio, y
rendirse al fin bajo la certera argumentación de Martín Berinduague.
Con emoción le tendió la mano el padre Magesté, que ese era el nuevo
maestro, profundo conocedor, él también, de los clásicos. Era “un triun¬
fo alcanzado sobre sí mismo, ese que le permitía inclinarse ante el ra¬
ciocinio de su adversario, triunfo que debía dejarlo más satisfecho que
si lo hubiera obtenido sobre su flojedad”.
LA BATALLA
Ya es bachiller el joven Visca. Tiene veinte años, y con el espíritu
vuelto a las ciencias, sueña con vencer al mar que lo separa de su
ensueño. En treinta años de vida libre con que cuenta el país, han co¬
rrido casi otros tantos de guerras civiles. No ha habido tiempo en ellos
de levantar una Facultad. Presenta una solicitud al gobierno de Berro.
Hijo de padres humildes, necesita la ayuda del Estado. Pretende una
beca en París. El Parlamento la discute.. . casi dos años. Los emplea
Visca dando lecciones particulares en la Unión, para atender sus mo¬
destísimas necesidades: cigarros, libros, caballo. El petitorio parece ser
bien recibido por los legisladores. Es caso serio: “a estudiar medicina,
ciencias naturales, y especialmente la mineralogía”. Pero el senador Vás-
quez desconfía. ¿Sería en realidad la mineralogía lo que “arrastaba a ese
joven inexperto a los riesgos de la famosa Capital?” —Naufragaba la beca,
cuando el padre Magesté, por intermedio del senador por Durazno, el
canónigo don Juan José Brid, consigue salvarla: sesenta pesos fuertes
mensuales durante el término de seis años. Se imputó esa pensión defen¬
dida tan briosamente por dos sacerdotes, a la partida presupuestada en
la Ley vigente, “para la educación de seminaristas en Europa”.
Así pudo matricularse Visca en la Facultad de París, en los cursos
de 1862. Cuando la bacilosis segó a Luis Maturana, becado de pintura,
se elevó la pensión de nuestro estudiante de medicina en veinte pesos.
Pero en 1863 dejó de percibirla. La revolución florista hizo impo¬
sible el lenvío de la partida a Europa. Las penurias, a pesar del aporte
paterno, fueron hondas. Terminaron con la victoria de Flores, quien or¬
denó el pago de las mensualidades atrasadas. Contaba Visca más tarde
como se había imaginado el clamor de Vásquez y la contricción de Brid
y Magesté, si les hubiera sido posible contemplar el festejo babilónico
por la llegada del rubro mágico: una pequeña rueda íntima, en la ca¬
sita de la calle del Sena número 91, con champagne, cigarros, y noctur¬
nas mariposas de París...
32
PARIS DE FRANCIA
No era una casita de lo que disponía Visca en el barrio Latino,
sino un cuarto. Lo compartía con un compañero de clínica, cuyo nombre
era perfectamente oscuro entonces: Jorge Dieulafoy.
Visca llegó a París cuando se gestaba la era pre-pasteuriana. Nun¬
ca dispuso su Facultad de una pléyade tan extraordinaria de profesores.
Fueron sus maestros y compañeros Broca, Brouardel, Charcot, Hayem,
Dejerine, Pozzi, Dieulafoy, Duplay, Bron Sequard, Germán See orgu¬
lloso más tarde de su título de médico de Víctor Hugo.
Algunos de ellos asistieron al triunfo de Visca, la obtención del In¬
ternado, entre 600 concursantes vencidos casi todos por ese americano
de Montevideo, que entre severo y sonriente, se atrevía a exponer ante
el tribunal examinador, su opinión de que entre las causas de contrain¬
dicación a la traqueotomía... en la mujer, podía caber una nueva, no
registrada todavía, y cuya paternidad réclamaba. Esa causa provenía. ..
de razones de estética.
Su profesor de clínica médica ahondó en Visca su devoción por
el buen decir. Pertenecía, en efecto, Jaccoud, a ese clan de profesores
a los que englobaba Bianchón entre los que hablan demasiado bien.
No fue superado su talento oratorio. Narraba más tarde Visca, ya en
Montevideo, la maravilla de sus lecciones. Parecía construido especial¬
mente para él ese anfiteatro con balcón en forma de pulpito, desde el
cual deslumbraba en su clínica de la Piedad, a los estudiantes enmu¬
decidos.
Resaltaban en su figura correctísima, el tinte mate, el caído bigote
gris, las blancas patillas de moscovita. Como si fuera un sermón, derra¬
maba Joccoud su ciencia, ya que él mismo era casi un predicador, en
medio de los avances y retrocesos de su cuerpo alto y flaco, y de sus
distintas inflexiones de voz, exageradamente grave a veces, como si qui¬
siera recordar su gris mocedad, defendiendo a sus padres viejos desde
su banqueta de violón de la Opera Cómica...
Dejó Visca la Europa en 1871. Pudo no volver. Tuvo amigos po¬
líticos cuya honrosa camaradería lo expusieron a un corto paseo hasta
el muro de ejecución. Uno era Gambetta, que llevando siempre junto a
sí a Lannelongue, arrojaba el hachón de su palabra en medio de la
emoción de las multitudes. Otro era Clemenceau, que en la época de la
Comuna, apenas si era un mongol de treinta años que había llegado a
alcalde del 18 distrito...
EL GENERAL
En medio de la patriada de Aparicio llegó a Montevideo el nuevo
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médico de la Facultad de París a la que acababa de presentar su Tesis.
Abrió su consultorio en la calle Yí 211, frente a la vieja quinta de Mon¬
tero. La más distinguida clientela de la ciudad se hizo cargo desde
entonces de sus horas de la tarde, mientras el pobrerío disponía de sus
mañanas en la sala Larrañaga del Hospital de Caridad.
Ya que no lo alcanzamos, hemos tratado de conocerlo a través de‘
los recuerdos de quienes se formaron a su lado. Confrontando opiniones,
discriminando a conciencia, podemos presentarlo como fue en realidad,
y no como lo pinta la leyenda que ya ha comenzado a envolverlo.
Fue una novedad ambiental la división de los enfermos en su sala
hospitalaria. Cada estudiante disponía de tres o cuatro a los cuales exa¬
minaba a fondo. Cuando el profesor solicitaba a uno de ellos la presen¬
tación de su caso,, el alumno sabía que acababa de sonar la hora de
la batalla.
Leía pues la historia, y edificaba su diagnóstico. Cuando había
concluido, el profesor que tenía dividida la clínica en tres categorías
de externos, lanzaba sobre su silencio el primer grupo de combatientes,
lo que él había bautizado con el nombre de infantería. A base de obje¬
ciones eran las descargas. Se defendía el alumno. Cargaba entonces la
caballería. Gente más diestra, más adelantada. La artillería entraba por
fin al campo. Alumnos de último año servían las piezas.
Se agotaba así el tema. La clase, que había presenciado la presen¬
tación de una tifoidea o de una neumonía, en medio de un combate
tan hondo como leal, podía retirarse con la mañana ya ganada.
No lo hacía. Faltaba la palabra del General. Tenía un anfiteatro
entonces la sala Larrañaga. Desde él disertaba Visca terminando el entre¬
vero verbal. Era inalterable la sobria elegancia del profesor. No se ha¬
bía oído el grito de Crispín: “antes te quiten la piel que un buen ves¬
tido”. A Visca se la arrancaran antes que su pantalón a rayas, su levita,
su sombrero de copa, su bastón de ébano con puño de oro; sus guantes
grises. Dieulafoy confiaba más en sus ojos magnéticos y en su romántica
cabellera enrulada, y se presentaba a dictar su clase en el Hospital de
San Antonio envuelto siempre en su peluda capa de boyardo.
Desde su sitial, junto al Estado Mayor —sus mariscales, porque esos
ayudantes se llamaban Morquio, Ricaldoni y Figari—, juzgaban el com¬
bate disputado sobre un terreno tan pequeño, que cabía en él nada más
que la sombra de un hombre. Pero a la salvación de esa sombra conver¬
gían los esfuerzos de todo el ejército, citado para un combate tan sin¬
gular entablado a la muerte.
Lo que Visca extraía a su conocimiento, a su experiencia clínica.
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a su talento ingénito, frente al caso que le presentaban, sólo quienes
fueron sus discípulos podrán juzgarlo, Era un gran cerebro, y lo que es
mejor, un cerebro perfectamente equilibrado.
Terminada la lección clínica, los alumnos ganaban el corredor, y
esperaban. Faltaba algo. Era el regalo, la charla diaria, magnífica, más
interesante a veces que la misma lección que acababa de dictar en la
cátedra. Hablaba de historia y de política, de París en el que secreta¬
mente hubiera deseado morir; de sus viajes y sus lecturas, de la filosofía
tan en boga entonces, y que lo llevaba siempre a una cerrada y oscura
síntesis: la historia de la tierra no es más que la historia del dolor
humano.
Era numeroso el grupo que rodeaba al Maestro. No se disgregaba
lentamente nunca, sino que, como si la reunión hubiera sido una ban¬
dada de pájaros picoteando en la huerta, se dispersaba bruscamente, a
una señal, como a un tiro de escopeta. La señal, era Visca levantándose
de su asiento para retirarse.
Caminador infatigable, a pie llegaba siempre hasta su casa. No solo.
Tomaba del brazo a un amigo y lo acompañaba hasta la suya. Manuel
Quíntela vivió un tiempo en la Plaza Libertad. Visca lo dejaba en su
puerta. Se les veía a menudo, separados por alguna distancia. Quíntela
sonriente y con la cabeza baja, Visca junto al cordón de la vereda, abs¬
traído a pesar de la compañía y de la charla, tal vez con el alma en
su Francia lejana, mientras la aldea de entonces lo miraba pasar respe¬
tuosamente, encontrándolo hermoso en su fealdad, por esa sensación de
confianza que esparcía a su alrededor por el solo acto de su .presencia.
Cuando la charla de Visca desde su banco del corredor se prolon¬
gaba, solía ocurrir que entraban por él un enfermo nuevo, y entonces
el profesor se entregaba a una disciplina extraña. La de los diagnósticos
fulminantes.
Con enorme sorpresa de los muchachos de tercer año, Visca miraba
al recién llegado y aseguraba: “Es un aórtico”. Otras veces: “Es un
cirrótico de Laennec”. Hacía un culto de la observación. Decía que la
facies hablaba.
A estos diagnósticos el vulgo los coloca al amparo del ojo clínico.
No son otra cosa que el producto lógico de un enorme ejercicio pro¬
fesional.
Examinaba luego esos casos, y la clínica confirmaba entonces sus
adivinaciones. Pero él se reía de los médicos traumaturgos, siempre hu¬
morista, sobre todo en la rueda íntima, junto a la taza de café, fumando
hasta la colilla sus famosos cigarros de hoja —a los que no mordía la
- 35 -
punta, como lo hacía aquel otro enorme fumador que fue José Pedro
Ramírez— cigarros cuyo humo no tragaba, pero que consumía para neu¬
tralizar el efecto del café, así como abusaba del café para neutralizar
el efecto de la nicotina...
Cuando apareció Soca, hubo un choque entre las dos escuelas, la
antigua representada por Visca, y la novísima encabezada por el talento
de ese hombre, salido del campo como el otro, y que nos llegaba ahora
de Europa con justa fama de raro y sabio.
Ese choque no fue visible. Pero lo sufrió el compañero de Dieulafoy.
Cuando Soca, examinador de un alumno que egresaba, fuertemen¬
te impresionado por la prueba rendida se inclinó hacia Visca interro¬
gándolo:
—“Este alumno ha estudiado en París?”
Todo el orgullo de Visca, su sano orgullo, asomó en la casi triste
sonrisa:
—“No, doctor Soca. Ha estudiado conmigo en Montevideo”.
El examen de ese alumno —Juan Francisco Canessa— debió lim¬
piar de amargura el alma de Pedro Visca, si es que el choque de las
dos tendencias, como lo creemos, había caído sobre su sensibilidad, las¬
timándola.
*
* *
Venía a menudo a la Unión, traído en consulta por los colegas.
Había nacido en nuestro pueblo, pasado aquí su escuela, terminado en
el Pasteur de hoy su bachillerato.
Recuérdese la ambición de su padre:
—“Eh ben: tu guevai pe studiá, e ninte de andá a perde u tempu;
tu grevai pé turná in bun uperadú...”
Y como el hijo se defendiera, prometiendo volver medico, pero ya
temeroso de cometer un grueso error como principiante, exponer una
vida, hasta matar a un hombre por un tajo mal dado, el ligur forjado
en el odio a Francia invasora:
“jMá che t’importa la vida <Tun franceise, o de vinti; rstoria alé
imparasse ben Tuficio: u resto son tutte muse!...”
Y el primer cargo público que el país confió al doctor Visca, tenía
que ser, como una paradoja, el de Cirujano Mayor del Ejército... A
Visca, que en toda su vida profesional no operó nunca ni ayudó siquiera
en ninguna intervención sangrienta.
No había defraudado al padre, sin embargo. Con Pean y con Lucas
Championniere se había hecho cirujano. Abandonó la senda roja sin
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saber por qué. Pero la abandonó. En Francia, por lo menos, la ciencia
del operador era un baldón entonces. El monopolio de la talla y de la
cirugía de huesos, estaba en manos de los barberos. Tiempo pasado,
del que en la ciudad y las sierras... todavía quedan resabios...
*
* *
Sobre el desinterés de Visca un solo dato: dejó como herencia...
mil metros de tierra en Belveder. No hizo clientela por consideración a
sus colegas que habían sido sus discípulos. Ni lució chapa en la puerta
de su consultorio. Vivió de su sueldo y de las consultas. Así eran los
profesores de Francia, y él era eso. Un profesor del siglo de oro, no
solamente por ese desinterés ilimitado, su franqueza que lo llevaba a
confesar casi voluptuosamente sus errores, la arista infantil, siempre des¬
pierta en su espíritu, y que no se mantiene viva sino en los hombres
superiores, sino también, y ésto puede parecer superficial, en su porte,
que Visca conservó inalterable desde su llegada de Europa. En profe¬
sor se mantuvo, pero sobre todo en hombre que no desciende de su
simplicidad elevada, porque es desde la cual comprende mejor, y con¬
templa y consuela el sagrado dolor humano.
A medida que iba avanzando en edad ganaba en tolerancia. Ya no
lo molestaba que lo llamaran para los moribundos, casi en sacerdote.
Cada vez se desnudaba más entre los íntimos, como si esas revelaciones
ya conocidas, se transformaran al pasar por su palabra, en un silicio que
creía merecer. Recordaba su terror por la difteria. La diagnosticaba
con los ojos, casi sin cuchara, alejado, y cuando examinaba un sospe¬
choso colocaba su mano enguantada por sobre la espalda cubierta, y
percutía con el bastón...
Hablaba a menudo de estas pequeñas grandes cosas, en su salón
lleno de humo de la calle Juncal, en la que empezaba a hacer, desde
julio, sus tres meses de Paraguay, que consistían en un tranquilo repo¬
sar en la cama, bien apretada a la cintura la faja de franela.
Así fue adentrándose Visca en la vejez, que en él había de ser
tan digna, tan alta.
LA NODRIZA Y LA MUERTE
Es posible que, en cuanto a la localización en el tiempo, la afir¬
mación de Conrad sea exagerada.
‘Todo hombre —escribía— percibe ante sí una línea de sombra, y
la atraviesa con un extremecimiento”. Colocaba en la cuarentena la te¬
mible señal, mientras Maurois que cree en su embrujo, la estira piado¬
samente hasta el medio siglo. Detrás de ella, la juventud. ¿Cómo no
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abandonar sin una crisis de desesperación, por breve que sea, el don
precioso? El hombre podrá sentirla, y la siente, pero por lo menos en
los tiempos actuales, ese escalofrío de angustia pasa desapercibido. La
crisis será más o menos dolorosa, según la sensibilidad del viajero. Más
de una vez hemos preguntado la edad, para anotarla en la ficha, a un
hombre que nos había parecido fino de alma. En el brillo de la mirada
hemos creído sorprender con pena, como relacionaba su aproximación
a la línea de sombra con la esperada jubilación que le traerá el des¬
canso. Para el hombre de espíritu, la sola pregunta es una tortura. Sten¬
dhal dejó esta nota en un rincón de página, la mañana en que pensó por
vez primera en la inminencia de su encuentro con la cincuentena: “Esta
es la lista de las mujeres que yo he amado”. Todo hombre puede anotar
como él, sus ilusiones desvanecidas. Si se desespera al hacerlo, es que
ese hombre empieza a envejecer mal.
No fue ese el caso de Visca. Pocos alcanzan su digna y pura an¬
cianidad. Si percibió el escalofrío de su línea de sombra, debió apartarlo
de sí, sabio hasta el extremo simple de comprender que debía conser¬
var un resto de esperanza, para no caer en la soledad, por el camino
poco elegante de una vejez indelicada. No pudo ser un solitario porque
no conocía el egoísmo ni la avaricia espiritual, y vigilaba celosamente
los defectos a que su edad podía arrastrarlo, a él que había sido un
joven triunfador, y estaba destinado a seguir siéndolo, ya que su ciudad
asistía en medio del austero declive de su vida, a ese fenómeno no rara
veces percibido, de una total y absoluta confianza colectiva, emanada
de su espíritu nobilísimo.
Visca envejeció con la sensación de estar en un oasis, y no en una
extensión ilimitada y ardorosa. No le fue posible pensar en la muerte
para temerla. Había rechazado en 1908 un homenaje nacional surgido
del cuerpo médico de Montevideo. La edad, las arterias en declinación,
el corazón en derrota, no permiten soportar sin un fuerte y peligroso
choque emocional, ese último matiz de solidaridad que se empeña en
rodearnos. Y fingiendo un temor que no sentía, recordaba a don Ci¬
priano Miró, a don Plácido Ellauri, a don Tomás Gomensoro, desapa¬
recidos casi con la apoteosis.
En la noche del 19 al 20 de mayo de 1912 mantuvo como siempre
su tertulia en la casa de la calle del Juncal, con el arquitecto Guidini,
el doctor Jacinto de León, y su yerno don Arturo Visca. Para ilustrar
al extranjero, el dueño de casa incursionó en nuestra historia. Desfilaron
el Sitio Grande, la aventura de Timoteo Aparicio, todo el espíritu belico¬
so de la raza.
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A las 12 y 30 dijo:
“A cambiar de conversación. Dejemos el pasado. Vamos a hablar
del porvenir”.
De ese porvenir del que disponía tan sin temores, sólo quedaban
en el viejo reloj de cuco... sesenta minutos. A la una y medio de la
madrugada, el doctor Visca cayó fulminado por una bulborragia.
Hasta el fin, ese griego que supo disfrutar de una vejez antigua,
había rendido culto a la conversación. Estamos seguros que si su ángel
le hubiese hecho una imperceptible señal por encima del hombro, no
se habría asombrado, ni hubiera permitido a la congoja filtrarse hasta
su corazón. De la última noche que le perteneció sobre la tierra, puede
decirse lo que Wells recordó en un festejo muy inglés que se le tributó
a los 70 años, de que ese acto sencillo le traía a la memoria el golpecito
de la nodriza con el filo del ángelus:
“Ya es hora de ir a acostarse señorito Henry”.
Recordaba Wells su protesta y su casi inmediata resignación; el
sueño llegaba luego y el lecho le brindaba “un descanso muy deseado”.
Y el comentarista constata con pena, que la muerte no pasa de ser una
nodriza afectuosa y severa.
Llegada la hora de Visca, se le acercó, como la del inglés, a de¬
cirle con una suave voz:
“Señorito Pedro, ya es hora de ir a dormir”.
Y el señorito Pedro, sin protestas, se durmió, bruscamente...
DON AUGUSTO, MAESTRO CARPINTERO
C? N 1848 llegó desde Prusia a la Restauración una figura singular.
L' El padre Joann Christrián era maestro en pieles. El hijo de 26 años
que decidió marcharse a América, acababa de recibirse de maestro car¬
pintero.
Maestro era un título que sólo podía usar quien hubiera pasado tres
años de aprendizaje, luego de cinco años de estudios. Era costumbre en
Alemania que quienes lo habían alcanzado emprendían viajes por dis¬
tintas regiones del país, para perfeccionarse antes de establecerse. Así
lleva el pasaporte de este maestro, muchas anotaciones indicando las
ciudades que visitó. La última deja constancia de que Augusto Liesack
regresó a Neu-Stattin lugar de su nacimiento, a despedirse de sus pa¬
dres, emprendiendo luego la partida de Hamburgo para Montevideo.
Don Jaime Mayol me relató, en una de las charlas que sobre él
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sostuvimos, que era un hombre honradísimo, servicial y emprendedor
como todos sus compatriotas. Una verdadera necesidad en el Cardal,
donde recién se fundara el pueblo cuando él llegó.
—"Puede asegurarse que no hay una casa vieja de esa época en
que no haya puesto la mano don Augusto”.
Cuando se empezaba alguna, él hacía los marcos, las puertas, las
ventanas y el techo. Terminada, la amueblaba él mismo. Las bateas de
las panaderías, los muebles de las oficinas públicas, el montaje, de las
tahonas las terminaba personalmente.
No existía en la Unión antigua un personaje más popular y que¬
rido que don Augusto, quien consideraba que el general Chibe, el pue¬
blo y él eran una misma cosa. Afinaba los pianos de las niñas, que él
mismo hacía venir de Alemania. Construía a la carrera el ataúd de un
angelito o el de un anciano que había vivido bastante el siglo anterior.
Era blanco exaltado. Tenía el retrato del general dedicado por su
mano, a la cabecera de la cama, junto al de sus padres. Cuando se lo
nombraban se descubría, y si estaba sentado se ponía de pie. Alguien,
que conocía su debilidad, refirióse a él sin la debida corrección. Si no
se separó a tiempo, se llevó el bastonazo seguro que destinaba a los
detractores.
Apoyado en su bastón de ébano con puño de oro y secreto estoque,
acostumbraba a visitarlo Oribe. Liesack tallaba las maderas, sazonando
con palabra bizarra sus imágenes pintorescas mientras el general, ceñudo
y silencioso, le miraba esculpir los ataúdes de la Restauración.
Se había acriollado, pero seguía con el alma en su tierra lejana.
Bien lo sabía el cónsul de su país, pues cuando alguien se interesaba
por el paradero de algún súbdito cuya pista se había perdido, lo en¬
viaba de inmediato a la Unión a verse con don Augusto, verdadero
fichero de alemanes llegados al Uruguay. Al visitante lo consideraba un
huésped y le enseñaba todo el pueblo. Luego lo llevaba de vuelta al
centro, en el ómnibus tirado por seis muías, antes del 68 que hicieron
su aparición los trenes de caballos. En el cementerio inglés, bajaban. El
director era un alemán que hacía escultura los muchos ratos libres de
que gozaba, ya que los ingleses morían por casualidad en el Montevideo
de entonces.
Más de una vez los que pasaban por 18 de Julio y Ejido, habrán
visto el grupo de tres alemanes tomando cerveza bajo un árbol.
Don Ricardo Grille, notable bibliófilo a quien conocí en casa del
doctor Fernández Saldaña, recordó uña tarde el nombre de ese director,
Herr Schenze, excelente ebanista y gran cazador de venados a la puerta
40 -
de Montevideo. Tenía en la calle Constituyente instalada su fábrica de
cerveza. Era interesante y muy observador según don Ricardo. Un día
descubrió que uno de sus empleados le robaba cebada. Siguiendo el
rastro de un reguero de hormigas, cada una de las cuales cargaba un
grano, pudo desenmarcarar al ladrón.
Nunca aceptó nada don Augusto por sus servicios consulares. Lo
único que exigía eran las últimas noticias de Hamburgo y algún ejem¬
plar de la Gaceta de Zeitung.
Con la tarde agonizante regresaba a la Unión, recuperando el tiem¬
po trabajando hasta la madrugada, mientras una sonrisa distendía los
músculos de su rostro delgado.
Eduardo Martínez Jauregui lo conoció en sus últimos años.
—“Era un viejo alto, flaco y rubio. Su salón estaba al extremo oeste
del Capítol. Siempre lo vi trabajando en su taller, y nunca sin el man¬
dil de carpintero”.
Allí tallaba sus famosos cajones fúnebres, forrados con tela negra
de algodón recamada con una porción de cartones estampados y per¬
forados, a los que pintaba de oro y plata. Terminábalos con toda de¬
licadeza Belloni, el padre de Damito, a quien llamaban por el lugar
donde vivía, el “viejo de las bóvedas”. De ahí que lo apodaran “lus-
tramorti’.
Era protestante. A pesar de haber armado en San Agustín el altar
mayor que perteneció al Convento de San Francisco cuando se demolió
para dar paso a la Bolsa, Liesack no perdía oportunidad de burlarse
de los santos católicos.
En 1894 pasó una procesión frente a la puerta de su carpintería.
Con gran unción iba la familia Ramos presidiendo la ceremonia: don
Manuel, su señora María Roquero, Yaya la cuñada, y una hija de me¬
ses llamada Ana, a quien le llamaban “la china”. En medio de las
imágenes conocidas apareció una cara extraña.
Don Augusto la. señaló con una sonrisa y al amigo que lo acom¬
pañaba le dijo mientras subía los lentes por encima de las cejas:
—“Mirá. Ese santo está una gaucho”.
Y ante la mirada interrogante y festiva de Panchito González, que
nos recuerda el episodio:
—“Sí. Sí. La sombrero de parpijo y el poronga en la mano”.
Ni un ateo podía dudar que se refería a San Roque.
Un pleito ganado muestra el carácter recio del prusiano.
La plaza de toros tuvo graderías siempre, en que la gente tomaba
asiento sobre bloques unidos con tierra romana. Las sillas constituían
- 41 -
una preferencia dentro del ruedo inaugurado el 18 de febrero de 1855.
El 21 de abril de 1858 compareció el secretario del directorio se¬
ñor Miguel Berro ante el juzgado de la Unión, y expuso su querella
ante el juez Basáñez.
Exigía de Liesack la restitución de nueve docenas de sillas que
el directorio le había comprado en abril del 55 a veinticinco pesos la
docena, y que el señor Liesack había retirado depositándolas en la
iglesia.
La respuesta de don Augusto es digna de Bismark.
No niega el hecho. Pero declara “que no entregará silla alguna,
hasta que el directorio le abone los $ 122 que le debe como saldo”.
Réplica severa pero justa. El la atemperó con estas palabras que
extraemos del expediente:
—“Que cree que nadie se atreverá a arrancarlas del lugar sagrado
donde están guardadas”.
Berro debe haber pagado el sábado pues la corrida se realizó el
domingo siguiente.
Intimidad del artesano
De su primer casamiento con Dolores Rodríguez no hubo descen¬
dencia. Del segundo con Estevana Sosa efectuado en San Agustín en
1855, quedaron once hijos.
Carolina, Augusto, Julio, Estevana, Elisa, Herminia, Ricardo, Lo¬
renza, Jaime, Alfredo y Sofía.
Es como hombre de hogar que lo recordaremos sirviéndonos de
guía la memoria de María, hija de Estevana.
Liesack nació en Neu-Stattin, donde abundaba la pesca, junto a
un arroyo. Recordaba siempre la aldea natal, y disponía de un lugar
a propósito para ahumar los peces que extraía de la playa del Buceo,
en su quinta de la calle Maroñas, llamada desde el 67 Juanicó, a los
fondos del cuartel entonces ocupado por la barraca Solanet.
Era un terreno que daba a la calle tranversa. Lo cubrió de vio¬
letas y en él edificó un palomar para sus palomas tummler, notable raza
de aves que efectuaban graciosas piruetas en el vuelo, lo que constituía
una novedad en el cielo de la Restauración.
Cuando comía pescado tiraba el alma del pez hasta el techo, di¬
ciendo a la mujer que el alma tenía, por fuerza, que ascender al cielo.
Era la única fricción con la esposa, que no toleraba bromas que ro¬
zaran su fe.
42 -
Estevana murió joven, cuando esperaba el hijo que debió redon¬
dear la docena.
Liesack construyó el ataúd con sus mejores maderas, repitiendo el
gesto del padre de Lincoln con su esposa. Para don Augusto su familia
constituía el universo. Había dado a su hija primogénita el nombre de
Carolina para honrar a su madre.
Su casa era la carpintería, ubicada en la calle Real entre el ca¬
mino del Campamento y la calle de la Iglesia, hoy 8 de Octubre entre
Industria y Cipriano Miró. Sus fondos daban a la calle Asilo donde
lucía una histórica puerta colonial.
Así la describe en el tomo II la Revista de la Arquitectura, pá¬
ginas 317 a 328:
—“Hermoso juego de seis piezas movibles, dosadas y en conjunto
mediante poderosos herrajes. Rica, esta puerta en complementos artís¬
ticos: llamador, picaporte y clavazón aparente. Finamente decorado en
su molduraje y tableros, esculpidos éstos con dos entrelazos curvilíneos,
el palacial elemento no tiene definida su procedencia”.
El portón que lleva en su dorso, en parte ostensible, la fecha 1814,
tiene sí, procedencia definida. El arquitecto Geranio creía que podía
tratarse de la puerta de la Casa de los Ejercicios.
El cultor de la historia don Leonardo Danieri rectifica esa duda
de Geranio.
La puerta es realmente del Convento de los Franciscanos, demolido
en 1861 para dar paso a la Bolsa. Quien, desarmó el altar mayor fue
don Augusto Liesack. Lo trasladó intacto a la Iglesia de San Agustín,
que sustituyó a la capilla de la Mauricia.
¿Cobró algo don Augusto por el arduo trabajo? Tal vez no, y el
precio del mismo puede haber sido el regalo de la puerta que él llevó
a los fondos de su carpintería.
Allí estuvo por más de ochenta años, y en 1937, cuando se cons¬
truyó el Capítol, fue canjeada por otra, pasando a la Escuela Industrial,
de donde el director del Museo Histórico señor Juan E. Pivel Devoto
la ha recuperado, para darle seguramente, un destino mejor que el an¬
terior, cuando estaba horizontal en un pasadizo de la calle' Isla de
Flores.
Desaparecida la madre cuando tenía 43 años, la sustituyó en el
gobierno de la casa su hija Estevana. Era una de las más hermo¬
sas muchachas del pueblo, que pudo contemplar a fines del siglo pa¬
sado, la deslumbrante belleza de Luisa Uriarte.
- 43 -
Pero pronto la suerte habría de arrancarle a don Augusto la hija.
No el sepulcro pero sí el casamiento.
Un joven alemán a quien le pusiera el padre entre sus brazos a
la hija de pocos meses, diciéndole en broma: “Ahí tienes a tu novia”,
pasados los años vino a pedírsela en matrimonio. Era un excelente mu-
chaco, de gran porvenir. Y apenas casado el flamante marido empezó
a enseñarle todas las tardes su idioma a la joven esposa, hasta que un
día le dió al abuelo la más inesperada noticia:
—“Tata, ahora ya puede hablar en alemán con su hija.”
Liesack se quedó mirándola sin atreverse a hablar para que no se
rompiera el encanto de lo que acababa de oir, hasta que su rostro se
empurpuró. Llenáronsele de lágrimas los ojos y abrazó estrechamente a
Estevana tan querida, mientras ésta le prodigaba en su idioma nativo
las más tiernas palabras.
Recordaron entonces que el día de la boda de su abuelo no se
separaba del coche de Pioúta, que debía llevarlos a un hotel céntrico,
y le mostró en el pasaporte que guardaba como una reliquia desde el
47, todas las nuevas anotaciones que había hecho en él, sin olvidar la
del buffet del Telégrafo.
Por muchos años lo visitaron todos los domingos, y entonces iban
al sepulcro familiar donde descansaban los seres queridos. Costaba lle¬
gar al lugar de reposo. Lo rodeaban en el camino los viejos amigos
haciéndole cariñosas e intrascendentes preguntas y el noble anciano
llegaba al fin a su rincón sagrado colmado de una envidiable paz.
El día que más lo detuvieron fue al interesarse porque fue voz
corriente en el pueblo, que en la plaza de toros un Miura había sal¬
tado la barrera viniendo a caer en la fila de la familia.
Un buen día, cuando Saravia se levantó en armas contra el notable
gobierno de Batlle, se fueron a Alemania, “y no vi más a mi abuelo
tan querido”.
Murió el 6 de abril de 1904 de una infección biliar, bajo la ri¬
gurosa asistencia del doctor Crovetto, en su casa de 18 de Julio 155.
Sepulcro 570 del Cementerio del Buceo. Tenía entonces 82 años. Su
muerte fue un verdadero duelo local.
Con estas palabras cerró una de sus charlas sobre don Augusto su
amigo Jaime Mayol:
—“No se oía más que frases de cariñoso respeto para el que había
sido el más honesto de los artesanos de la villa de Oribe, hasta el mo¬
mento mismo que los sepultureros empezaron a empujar el ataúd hasta
su tumba.”.
- 44 -
EL GURA DE SAN AGUSTIN
JL / AS gentes de la Restauración conocían a fondo al Padre Ereño.
Nacido en Vizcaya en 1810, al empezar la Guerra Grande se vino al
Cardal y entró en la Capilla de la Mauricia, que habíase iniciado en
1839. Cuando empezó a levantar la Iglesia de San Agustín, tuvo en
ella un rol diverso. Fue sobrestante, pagador, mayordomo, síndico, con¬
tador, ecónomo, tesorero, recaudador. No llevaba libros, pero sus apun¬
tes, escritos en largas tiras de papel, alcanzaron mucha fama. Se llegó
a dudar en 1854, una vez desterrado del país, de la delicadeza con
que habría manejado los dineros de la parroquia. Nada más injusto.
Haremos aquí la defensa del cura Ereño.
DEFENSA DEL SACERDOTE
Fue un duelo entre el cura de San Agustín y el cura José Joaquín
Reyna. El Padre Ereño había conseguido para el templo suscripciones
hasta de ocho mil pesos de un solo feligrés. Habían donado el terreno
don Tomás Basáñez y don Lorenzo Cardona. En las paredes del san¬
tuario se mostraban riquísimas donaciones de los feligreses acaudalados,
y las más modestas de los vecinos del lugar. En medio, estaban todos
los ahorros del cura Ereño.
El señor cura Reyna, Previsor General, había dicho en un primer
momento que pocos párrocos había en la República más dignos de re¬
gentear un curato que el Padre Ereño. En seguida vino, firmado por
el mismo señor, la orden de destitución del mismo. ¿Qué mano oculta
llegó a influir en la decisión del señor Previsor?
La comisión de vecinos de la Unión contestó a éste:
—“El informe pedido al señor Previsor ha dado término a nuestras
pretensiones. El Gobierno tenía que desairar al Previsor, o desairar la
demanda de los vecinos de la Unión. Hizo esto último.”
Influyó la Unión ante Flores con la palabra del ministro brasileño
Amaral, y ante el propio cura Conde, recién promovido. Creyó Conde
en una provocación.
- 45 -
Entonces, en febrero 8 de 1854 las damas de la Unión se dirigieron
al Señor Gobernador Coronel Venancio Flores, en una solicitud en que
se pedía la reposición del sacerdote Ereño en la Iglesia de San Agustín.
La firmaron setenta y ocho damas de lo más representativo del pue¬
blo. Entresacamos los nombres de las señoras Relia de Bianqui, Uriarte,
Arboleya, Comparada, Manuela Gómez dé Visillac, madre del que sería
General José Visillac que entonces tenía trece años, Fátima Díaz de
Acevedo, madre del más tarde doctor Eduardo Acevedo Díaz que en¬
tonces contaba dos años de edad, Lima de Vilaró, Rama de Pijuán,
Iriarte de Reissig, Rius de Fariña y Juana Illa de Basáñez, esposa del
terrateniente don Tomás Basáñez, quien había donado la tierra para la
Iglesia. Y las señoritas Aurora y Elvira Visillac, Zoa Uriarte, Graciela
Chalar, Teodora Lima, Rosa Linares.
El 27 de enero de 1954 seiscientas veinte firmas de vecinos de
la Unión pidieron a Flores que repusiera en su curato a Ereño. Es el
censo más completo de esa época que existe en el pueblo.
Firman la extensa lista del folleto del 54 los señores Basáñez, La-
rravide, Ribas, Bianqui, Vila, Moratorio, Villegas y Luna, Fuentes, Bas-
terrica, Durán, Linares, Mánrupe, Lenguas, Comparada, Alcain, Reque¬
na, Arboleya, Diez, Lerena, Vavasseur, Esponda, Sívori, Visillac, Ara-
mendi, Riaño, Recard, Mascaré, Pujadas, Quesada, Canessa, Nicolini,
Liesack, Irureta, Roubaud, Aguirre, Cardona, Ponce de León, Cabris,
Villademoros, Díaz, Arriague, Cedrés, Risso, Riera, Piñeyrúa, Cavia.
Sé de algunos que no firmaron por estar dirigida la petición al co¬
ronel Flores. Algunos colorados lo hicieron como Villegas y Luna y Que¬
sada, que inmediatamente fue nombrado comisario de la Unión.
El señor Previsor cambia de pronto de tono. Dice, contestando la
nota de la Unión, que “el presbítero don Domingo Ereño no puede
ahora ni en ningún tiempo, ser repuesto en el curato de San Agustín,
porque ha faltado a los sagrados deberes de párroco, no llevando razón
alguna de su administración en el tiempo que ha sido cura de San
Agustín; no existen libros parroquiales de bautismos, casamientos, entie¬
rros, y lo que es increíble, ni libro de derechos de fábrica, ni inven¬
tario alguno de lo perteneciente a la iglesia, y esto es tan grave, se¬
gún las leyes eclesiásticas, que lo inhabilita para ser en adelante cura
párroco de esta república.”
Algunas inexactitudes hay en esos cargos. Pero donde falta a la
verdad en absoluto es cuando afirma que “nuestra curia tiene una causa
criminal abierta, como ocultador de las alhajas de San Agustín.”
Esto es canallesco. Ereño se sirvió de una cüstodia de plata do-
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rada en San Agustín. Esa no la entregará, pues en una carta que pu¬
blica, de octubre de 1849, el feligrés anuel da Cunha le dice que le
envía una custodia y un par de candelabros, que ha mandado buscar
a Río Janeiro. La carta termina en esta forma: —“Estos objetos servirán
a usted en cualquier parte que vaya usted como empleado de la curia.”
Al fin el cura Reyna muestra la verdadera razón del destierro de
Ereño:
—“No puede ser repuesto por su conducta poco eclesiástica, por
su exaltación de principios, porque no ha perdonado medio alguno para
anarquizar al pueblo de la Unión.”
Esta es la verdad absoluta. Tal vez alguno, Quesada o Villegas y
Luna, hayan oído en el servicio de Ereño, lo que oyó Visillac a los
catorce años y tuvo la firmeza para repetírmelo en 1936:
—“Yo le oí a veces en medio del sermón, exclamar con voz de
trueno: “Mueran los salvajes unitarios...”
Después del movimiento militar del 18 de Julio del 52, llenó las
azoteas del pueblo con hombres armados que no hicieron un disparo,
porque la firme actitud de Melchor Pacheco y Obes bastó para con¬
tenerlo.
En la nota de los vecinos, en nombre de los siete mil que com¬
ponen el pueblo, se hace la defensa del cura Ereño como sacerdote.
El cura Estrázulas fue exigido por Larrañaga a ofrecer a Ereño algu¬
nos ornamentos para que los usara en el ejercicio de sus funciones
parroquiales. Y Estrázulas, que actuó como curandero muchos años,
ofreciendo a todos los chicos que iban a su consultorio una cucharada
de aceite de bacalao por visita, se negó rotundamente a cumplir la
orden superior.
El libro de fábrica no existía, pero “estaba en la sacristía, debajo
de la peana de la Imagen de la Pura y Limpia Concepción”.
Si a alguien perjudicaría esa sustracción fue al cura Ereño que
perdió los $ 4.285 que constaban en la relación presentada por Ereño
que los dio para la construcción de la obra.
“Suponiendo que una parroquia de campaña, de poca extensión,
con unos habitantes empobrecidos hasta la miseria; cuya población du¬
rante nueve o más años no fue más que un campo militar; cuyo cura
sólo puede llamarse un capellán castrense”.
El cura Ereño dio a San Agustín más de lo que puede haber re¬
cibido por derechos de fábrica. El libro de fábrica no apareció. No
pudo hurtarse el templo.
Lo hurtó quien hizo demoler en 1913 el magnífico edificio que
- 47 -
construyó Fontgibell. Todavía estaba en perfectas condiciones. Se le¬
vantó, en su lugar, un nuevo templo que no tiene ni cerca de los
elementos artísticos de la vieja iglesia.. .
CONDENA A LA EXALTACION PARTIDARIA
Es riesgosa en extremo esa exaltación, cuando se manifiesta en un
sacerdote como Ereño, joven de cuarenta y cuatro años y dueño de un
espíritu como el suyo, que tenía concentrada su admiración en un
hombre y un partido. No tenía otro camino el coronel Flores que ale¬
jarlo para siempre de Montevideo. Era peligroso tenerlo cerca. Había
que desterrarlo y lo hizo. Fue lo mejor. Para la tranquilidad pública era
un suicidio dejarlo en el país.
O
O o
“Sacerdote católico, vasco español, vizcaíno, cuya actividad política
en nuestro país y en Entre Ríos ha permitido decir que estaba llamado
a ser soldado de caballería antes que pertenecer a las milicias de la
iglesia”.
Con estas palabras empieza su ficha sobre Ereño, el historiador
Fernández Saldaña recién desaparecido. Es indudable que el destierro
del General Oribe, que empezó el 21 de octubre del 53, pocas horas
antes de la muerte brusca del General Lavalleja, desencadenó su acti¬
tud belicosa, manifestada repentinamente apenas Oribe subió abordo
de la “Plácida”, que debía dejarlo en Barcelona.
La exaltación de su partidarismo fue tal, que. el Comisario Martí¬
nez, de la seccional Unión, le hizo presente que debía abandonar el
país en cuestión de horas. Marchó con lo puesto, llevando como único
equipaje un cáliz de oro, que luego el cura Conde reclamó como de
posesión de la iglesia.
La Memoria, que conservo en un folleto rarísimo de 1854 fue en¬
viada al Coronel Venancio Flores, cuyas veleidades católicas preten¬
dieron aprovchar los blancos de la Unión, que corporativamente y por
escrito, solicitaron que se amnistiase a don Domingo Ereño permitién¬
dole regresar a su parroquia de San Agustín.
La pretensión, que fue anotada al principio de este trabajo, re¬
sultó frustrada, como lo sabemos, y volvió a sucederle lo mismo en
1857.
“La Nación”, diario blanco en la época, decía en su edición del
23 de diciembre:
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—"Ayer vino a Montevideo, en el Palmira, el antiguo cura de la
Unión don Domingo Ereño”.
Hacía un mes que había fallecido Oribe, y Ereño no podía estar
lejos del cadáver de su ídolo. Embarcó, pues, y los vecinos de la Unión
volvieron a enviar la petición de amnistía a Gabriel Antonio Pereira,
que se aprestaba a decapitar en Quinteros al Partido Colorado.
Volvió a fracasar la iniciativa.
Avecindado de nuevo en Entre Ríos siguió manteniendo allí las
mejores relaciones con el Gobernador Urquiza, que lo había colocado
cuando recién llegó a la Provincia, en la parroquia de Villaguay, pa¬
sando luego a residir en Concepción del Uruguay, donde llegó a ser
Vice Rector del Colegio Nacional, famoso en su época.
De allí mantuvo una nutrida correspondencia con los principales
hombres blancos de nuestro país y con los jefes políticos del litoral, “en
funciones de organizador y jefe de un verdadero servicio de espionaje
ejercido sobre los emigrados uruguayos.”
Así mantuvo correspondencia con Egaña, jefe de Soriano; con Pi-
nilla, jefe de Paysandú; con Diego Lamas, jefe de Salto. No perdonó
ni a sus correligionarios, cuando los creyó en falta: así trató pública¬
mente de vendido al Brasil a Luis de Herrera.
Cuando el Partido Blanco llegó al poder, luego que bajó Pereira de
la Presidencia, declarándose públicamente blanco, tanto que murió en
abril del 61 siendo Senador por Soriano, electo por los votos de los
blancos exclusivamente, vino a ser una especie de agente confidencial
del gobierno de Montevideo.
En 1863 se le había nombrado cura párroco de Salto, pero ini¬
ciada en abril la invasión de Flores, se abstuvo de cruzar riesgosamente
el río.
Todos los agentes que llegaban a Concepción del Uruguay en
misión política a fin de entrevistarse con Urquiza, se hospedaban en
casa del cura de la Uniónj y era él quien se encargaba de presentarlos
al Capitán General en el Palacio de San José.
Consternado por los continuos triunfos de Flores, cuando el cau¬
dillo puso sitio a Paysandú, asistió del otro lado del río a la agonía de
los héroes que morían en defensa de sus ideales, “sin que sus públicas
rogativas en la iglesia de Concepción del Uruguay, fueran escuchadas
desde lo alto.”
El fusilamiento ignominioso de los héroes de Paysandú, por orden
de Belén o de Goyo Suárez, sucedió inmediatamente a la caída de
la ciudad.
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Ereño pareció enloquecer. Tristemente se consoló cuando desde la
dudad mártir le enviaron, descarnados por Mongrell, los gloriosos res¬
tos de Leandro Gómez, que él mantuvo en su residencia, hasta que,
obligado a marchar a Buenos Aires, “transfirió la preciosa reliquia a
su pariente Pedro Aramburú.”
El 23 de marzo de 1871 murió en la capital argentina, de fiebre
amarilla, repatriándose sus restos a San Agustín el 20 de octubre de 1882.
, O
O 6
En diciembre de 1942 le hice al párroco de San Agustín una ex¬
traña súplica, y el párroco, concediéndomela, bajó conmigo al sótano.
Allí se guardaban los restos de don Domingo Ereño Le pedí quitara la
tapa de la urna de mármol.
Puestos al descubierto los huesos, sobre el frontal medio comido
por el tiempo, puse reverentemente mi primer libro.
LA PULPERIA DE J. M. PEREZ
Q
G' L rico terrateniente don Juan María Pérez fue dueño de una
pulpería en Maroñas durante la Guerra Grande. No estuvo al frente
de ella pero fue socio capitalista. El Constituyente del año 30, ministro
de Rivera y Oribe en las presidencias primeras de la República, no
podía ser pulpero, porque su posición de millonario y destacado polí¬
tico no se lo permitía.
El señor Gaudencio Nicolazi puso una leñería en el edificio, desde
1895 a 1911, en que lo dejó para que fuera demolido. En su lugar se
alzó una mansión moderna que fue ocupada más tarde por el doctor
Alberto Quesada.
Muerto el último inquilino, su viuda nos ofreció informes sobre el
viejísimo establecimiento y nos brindó su foto. Se le conocía en Maro-
fias como “la casa de columnas”.
Tuvo su auge en esa guerra internacional y se cerró definitiva¬
mente en 1850. Era una magnífica casa de azotea edificada para pul¬
pería. Tenía tres salones de siete metros de ancho por nueve de largo,
que, por el sur y el este estaba rodeada por un corredor con tirantes de
palma de Maldonado.
Cuando empezó la leñería esos tirantes tenían el extremo hueco y
sobresalían medio metro, en los cuales anidaban los pájaros y en los
temporales se guarecían aún los que no tenían nido.
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La casa no estaba edificada sobre 8 de Octubre, sino en pleno
campo, a treinta metros del Camino Maldonado.
Para sostener ese corredor había cinco pilares cuadrados, de enor¬
mes ladrillos. Cuatro sobre el costado este y uno sobre 8 de Octubre.
Las puertas enormes, de madera dura; la izquierda entera, la derecha
partida en dos. En el tercio inferior ninguna de esas puertas tenía reja.
No existía sótano, pero sí un aljibe sin brocal, del que en 1895 se sacó
gran cantidad de armas viejas, herrumbrosas: bayonetas, lanzas, fusiles,
cartucheras.
A los fondos, pasando Rousseau hay una casa gemela a ésta, tan
vieja como la de columnas, pero mucho más pequeña.
La misma construcción, idénticos ladrillos unidos con barro, el co¬
rredor con tirantes de palma, cinco columnas.
Podía haber servido para alojar la gente de la pulpería.
La viuda de Nicolazzi oyó decir siempre que la casa del frente fue
cuartel general del Cerrito, y que allí se reunían los jefes del ejército.
Lo mismo me repitió el general Gregorio Alvarez Lezama en 1938, a
quien le aseguró el coronel Acuña en 1905 cuando era su alférez, que
el cuartel general de Oribe “estaba en la casa de columnas”.
Yo tenía que ratificar esos datos o rectificarlos. Disponía de un
amigo de noventa años que estaba en plena lucidez mental, y era dueño
del más espléndido panorama histórico del que había sido testigo por
haber nacido antes de la mitad del siglo anterior. Por encima de todo
era integralmente puro, incapaz a sabiendas, de una alteración de la
verdad.
En 1936 me ofreció un dato sobre el puente de troncos que cruzaba
el arroyo del Cerrito sobre el camino del Campamento, lo que fue muy
mal visto por sus amigos políticos. Lo vieron inmediatamente para que
desautorizara sus palabras publicadas en el periódico local “La Sema¬
na”. Se negó rotundamente a ello. Yo había recogido su versión sobre
cómo había surgido ese puente de una manera milagrosa, y él no po¬
día rectificar sus palabras.
Desde entonces mi consideración personal hacia don Jaime Mayol
creció. Al día siguiente de obtener esa fotografía lo visité. Era el 27
de diciembre de 1938, según consta en la página 75 de mi libreta nú¬
mero 10.
Empezó negando que la casa de columnas fuera de don Juan Ma¬
ría Pérez. Era en realidad de don Juan Maroñas. Pérez no era más
- 51 -
que un inquilino. La pulpería estaba habilitada para ese fin en los
años de la guerra, poco después de Arroyo Grande y ya había muerto
el dueño cuando Oribe fue vencido. En 1850, en el mes de julio ya se
había vendido los armazones y el mostrador, según puede verse en
los avisos de “El Defensor”.
Hemos ido ayer a la Biblioteca Nacional. Como siempre, tenía ra¬
zón don Jaime. Ahí queda el aviso de que habló hace veinte años.
Don Juan María Pérez tenía un socio que estaba al frente del ne¬
gocio. Era el señor Aguirre, que en 1847 tuvo, en esa casa, un hijo
al que puso el nombre de Martín. Ese hijo se recibió de abogado a los
diecinueve años, y fue un blanco principista que murió en 1909, de¬
jando a su hijo Leonel como digno sucesor en el derecho y el periodismo.
Era Pérez, ayudado por los hermanos Negrón, el introductor de los
canarios, a quienes les pagaba el pasaje que le era reembolsado más
tarde. Desembarcaban las familias enteras en el Buceo y se sentaban
en el muelle primitivo sobre las cajas de madera que hacían de baúles
a esperar las carretas de bueyes que las llevarían hasta Maroñas.
Llegados allí se les distribuía rápidamente al punto fijado de an¬
temano: pueblos y chacras de Canelones, Montevideo y San José. Mu¬
chos canarios se hicieron soldados en el Cerrito y quedaron junto a
Oribe.
Un catalán inteligente casó de una manera pintoresca con una con¬
terránea buena moza. Ya estaba radicado en Montevideo desde antes
del Sitio. El día de la llegada de un barco español con familias, se
acercó eligiendo entre el grupo numeroso. Blanes ha pintado la llegada
de los inmigrantes al puerto del Buceo. Tienen un aspecto especial sus
acuarelas sin pretensiones, que poseían ya la potencia del genio.
Le dijo pocas palabras, pero la española las entendió bien:
—Soy honrado y bueno. ¿Quieres casarte conmigo?
La moza bajó los ojos. Y se casaron poco tiempo después. De esa
unión feliz nació uno de los más famosos médicos de la época, el doc¬
tor Isabelino Bosch, ya que el catalán que eligió compañera en forma
tan sorpresiva, fue su padre don Joaquín.
Don Jaime confirmó el depósito de armas en el aljibe, explicándolo
porque los blancos que no quisieron pasar a Buenos Aires a combatir
a Rosas, desertaron y allí tiraron sus armas. Y luego, los antiguos te¬
mores de la gente frente a los continuos cambios de gobierno, los ex¬
plican también. Muchos aljibes recibían de esa manera su porción
guerrera.
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En 1850 la casa estaba vacía y la pulpería se hallaba cerrada.
Hasta 1851 era frecuente ver la antigua morada ocupada por escuadro¬
nes volantes de caballería de Oribe, que pernoctaban y jugaban a la
baraja y a la taba por el día y la noche. Eso es lo que dio origen a
que se le considerara cuartel general, creencia errónea, pues éste es¬
taba en el Cerrito.
Y dice don Jaime, -que ya tenía seis años cuando terminó la lucha:
“Yo vi alguno de esos escuadrones. Los soldados vestían a la usan¬
za de Rosas, con sus coloradas gorras de manga larga echada hacia
atrás, cayendo sobre la espalda, y en cuyo hueco guardaba el soldado
su tabaco y yesquero”.
En cuanto a la casa de Rousseau, verdadera miniatura de la otra
existe aún. No era de las Maroñas. Pertenecía al padre de Román Pe-
reyra, que era blanco, y había vivido muchos años en San José con
su hermano Leoncio.
Tampoco vivió Oribe en la casa de columnas. La verdadera casa
que habitó Oribe en la Guerra Grande, desde el 43, fue de doña Agus¬
tina Reboledo, donde vive la partera Arigón.
—“Allí lo conocí yo, y en su casa aprendí las primeras letras, junto
a sus hijas, de labios de don Cayetano Ribas, muy presumido, a quien
nunca lo vi sin la levita y la galera de felpa. Creo que el viejo maes¬
tro murió pasados los noventa años en el Tala”.
Lo cierto es que después de la paz, la verdadera casa de Oribe
fue su quinta de Uruguaya, en el Miguelete. Pero hasta el pacto con
Flores en 11 de noviembre de 1855, Oribe siguió viviendo en su casa
de la Curva de las Mafoñas, salvo el fin de semana que lo pasaba en
el Miguelete.
A Mayol le gustaba hablar de Oribe tanto como le disgustaba re¬
ferirse a Saravia. De aqél recordaba que siempre estuvo con el go¬
bierno, y murió el 57 recomendando que rodearan a Pereyra. El bra¬
sileño fue un levantisco.
. Una vez en el tema aseguró que la influencia de Oribe en la
Unión fue siempre extraordinaria y tan prolongada como sus días. El
se explicaba. No hay ejemplo en todo el país, de un pueblo que como
la Unión, haya sido fundado por un hombre con la totalidad de sus
habitantes de un solo color político.
Tan blanca era la Unión, que cuando Goyo Suárez iba a visitar
a su novia Carolina Umpiérrez, que vivía en Cuchilla Grande frente a
- 53 -
los molinos, no entraba por 18 de Julio, sino que daba una vuelta, en¬
trando por Monte Caseros cuyo nombre era grato a sus colorados sen¬
timientos.
Explicaba el rodeo diciendo:
“En la Unión hasta las gallinas y los perros son blancos”.
Cuando Mayol decía ésto estábamos en 1938. Entonces vivía to¬
davía la esposa de Goyo Suárez, sorda y casi ciega, en Carrasco, des¬
pués de casi setenta años que había desaparecido en la muerte el ven¬
cedor del Sauce.
LA COMISARIA
A primera comisaría de la Restauración estuvo frente a la casa del
general Antonio Díaz, rodeada por un enorme y magnífico naranjal. Su
ubicación justa: 8 de Octubre y Raissignier. José Visillac, que había
actuado con destaque en la batalla de Ituzaingó fue el primer comisario
de órdenes de la Jefatura del Cerrito, desde 1843 hasta 1846 en que
pasó al Cardal, donde debía pasar siete años.
‘Los milicos eran de chiripá y chancletas y usaban un gorro ferru-
giento. Del sombrero le salían las mechas, pues todos eran melenudos”,
nos informó Antonio Baraldo, llegado al Cardal en 1847.
La actuación de Visillac fue correcta y tranquila, tanto que ha¬
biendo ganado la Guerra Grande los colorados, no lo removieron hasta
1853, en que fue sustituido por el coronel Salvador García, secretario
del general Oribe en la campaña de las Provincias, puesto que había
abandonado por no transigir con el trato inhumano que daba a sus
prisioneros.
En 1854 fue nombrado el señor José Martínez, quien apenas reci¬
bido del puesto —la comisaría estuvo en el Colegio de la calle Larra-
vide desde el 53 hasta el 66— pudo oir desde su despacho cómo al¬
guien disparaba cohetes en gran profusión. Coincidiendo ese festejo pú¬
blico con el hecho notorio de que se velaran en San Agustín, a treinta
metros de alia, los restos del general Rivera, recién llegados desde
Cerro Largo, Martínez salió presuroso de su despacho y reprendió se¬
veramente, rebenque en el puño, al incorrecto. Recién el “Sol Oriental”
del día 26 —el hecho había ocurrido el 21— explicó tardíamente, por
palabra del maestro, —respetado maestro, don Cayetano Ribas, que no
conocía la muerte del General, y que los cohetes habían sido en festejo
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de que llegaba a la Unión un nuevo ómnibus. Quedó con el correctivo
y la vergüenva pública.
“La Unión” del 54 agradece al comisario los arreglos de la plaza
y la razia de cuchillos y puñales que ha hecho en;un paseo organizado
en las esquinas de entonces: la del gallo, la colorada, almacén de la
luna, callejón de los membrillos. Lamenta que no haya logrado eliminar
el inmenso lagunón de la calle principal, frente a lo de José María
Aguirre. Da cuenta de que se ha chasqueado al comisario, dándole aviso
que había un muerto en la calle Toledo. El fue a prisa, y el muerto
se levantó riendo, por lo que el jefe “le reconvino”.
En “Mesa revuelta” se hace el elogio del comisario Martínez de
quien se dice: “Lo único que le falta para dejar de estar prevenido en
contra, es despojarse de ese aire de soldado valiente y arriesgado, y
vestir el de un diplomático”. No se despojó de él. Ese suelto es de no¬
viembre, y en diciembre 25 de 1854 fue bruscamente sustituido por
Félix R. Fernández, que actuó en la comisaría de la Unión hasta 1858
en que fue subrogado por el capitán Félix Quesada, como puede verse
en la Guía de Home y Woner.
De estos primeros jerarcas sabemos muy poco, pues se suceden con
extremada rapidez.
En 1860 han cambiado de nuevo. Gregorio Rrum duró cuatro años,
hasta 1864. Nos ha quedado de esta época una espléndida nota del
destacado cronista desaparecido Eugenio T. Cavia, quien hizo el elogio
del cura Castro y del comandante Linares. Este era sastre, y tenía su
negocio en lo de Rubini, junto a nuestra casa, comandando el batallón
de guardias nacionales de la Unión. “Era costumbre en aquella época,
reunirse en grupos de amigos en las casas de sus relaciones, para'cenar
después de la misa de gallo, o tomar cuando menos una taza de caldo
de gallina, después de lo cual se generalizaba el baile hasta el amanecer”.
En enero de 1865 comparece Juan Malladot ante el Juzgado de
Paz de la Unión. Era el juez don Agustín Diez y dice el declarante
que se le ha embargado, por parte del comisario de la Unión don Gre¬
gorio Garis, una serie de parvas de pasto y un plantío de alfalfa, pro¬
piedad del exponente, para el consumo del ejército de la capital. Era
el fin de la guerra que Flores le había preparado a Berro. El plantío
estaba al lado de la plaza de toros. Evalúa los destrozos Juan Hitate-
gui, que vivía en la quinta de los olivos. Los cardales se vendían en¬
tonces a los hornos de ladrillos. Ocho pesos la carrada en ese enton¬
ces. La de ese año valió menos. Seis pesos la carrada, hicieron un total
de 488 pesos.
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En 1866 aparece don Francisco R. Montero. Es la última época
de la comisaría en el Asilo, con sus trece hombres armados a lanza.
El año siguiente se mantiene en el cuartel de Benenatti, frente a lo
de Manrupe. En el Asilo había ocupado el ángulo Sudoeste de la rallp»
Larravide y Cabrera, desde 1853 bajo Visillac, hasta Montero con sus
hombres armados a lanza.
Desde ese momento la comisaría alquila locales: 8 de Octubre y
Porvenir, haciendo cruz con el cuartel; en la casa Decia, 8 de Octubre
y Lindoro Forteza en donde vivió más tarde la señora Manuela Mor-
teiro de Morteiro, en la calle Juanicó, frente a la panadería de Maggi;
en la Barcelonesa, en cuyos altos se 'mató de un tiro en la cabeza en
1866 Francisco Oribe, hermano menor de don Manuel; por fin, desde
1892 hasta hoy, en 8 de Octubre 3720, antes 127, en la fonda del Pi-
rulín, que era de Risso y donde “según las malas lenguas, habían desa¬
parecido muchos troperos con cinto y todo”.
En 1868 la Unión sufrió un violento ataque de cólera, pagando su
tributo con cuatrocientos cincuenta muertos. El coronel Simón Patino,
nacido en un rancho del Cardal, donde más tarde compró Perna, en
enero de ese año fue nombrado comisario del pueblo.
En marzo 18 envió una nota al jefe político coronel don Manuel
Pagóla, llamándole la atención que desde la diez de la noche se hallan
apagados todos los faroles del pueblo, así como los del cuartel. Pasa a
la Comisión Auxiliar, y pasó Patiño en nuestro pueblo.
Lo sustituyó José María González sobre el cual nos dio interesantes
informes don Rafael Cufré. González era comandante en Maroñas, y
con él empezó la carrera el coronel Laborde, el cual vivió en la calle
Plata, junto a su almacén. En la tienda de Decia conoció Cufré a La-
borde, de segundo comisario, el año 75. El comisario era un tal José
Mazza: pantalón apretado abajo, jacket, y los tiros de la espalda col¬
gando: no la usaba sino a caballo.
Eugenio Fonda fue un magnífico militar que tuvo la suerte de con¬
tarlo la Unión entre los comisarios que le tocó merecer. Vino en un
momento difícil, por el encono político, pues llegó cuando hacía pocos
días que habían asesinado a Flores en la calle Rincón, crimen comple¬
tado en seguida por la muerte de Berro en el Cabildo.
Llegaba Fonda, elemento netamente colorado a pesar de haber na¬
cido en Buenos Aires, a una localidad puramente blanca, de donde ha¬
bían salido posiblemente los asesinos del “cabo viejo”. A pesar de eso,
desempeñó su cargo a entera satisfacción del vecindario, tanto que éste,
56 -
al retirarse aquél, le ofreció una espada de honor el 31 de enero
de 1869.
Calixto Olmedo entró al Comisariato cuando terminaba la guerra
de Aparicio. A él le tocó actuar como secretario de la conciliación na¬
cional en la paz de abril de 1872. Ofrecemos la foto que muestra que
en el kepis usaba, bordada en oro, la inscripción honrosa: “Comisario
de la Unión”. Juan Manuel de la Sierra, coronel del ejército, escapado
por un milagro de la masacre de Quinteros, presidió los festejos que
duraron los tres días, 28, 29 y 30 de abril, en el “Hotel de la Venecia¬
na”, recién construidos por el maestro Colombo, en el local que ocupó
el doctor Brusco por muchos años.
Don Félix Lahorde fue segundo comisario el 75. Pero por poco
tiempo, pues el año 78 fue ascendido a primero. El año 90 una provo¬
cación del comandante Toledo fue reprimida con una marcha hacia el
Cabildo como preso. A la noche estaba libre Toledo y dado de baja
Laborde. El 98 pudo volver el 4 de julio y salvar a la República del
golpe militar del mayor Isasmendi.
En los veinte años de Laborde como comisario, nunca dejó de ser
un consejero para sus subordinados y un juez comprensivo y recto. Supo
ser en las calles de la Unión el comisario, por antonomasia. Por eso en
1938, a los tres años de su fallecimiento, aprovechando una ausencia de
Dagnino y su reemplazo por unos días por el arquitecto Acosta y Lara,
le dirigimos a éste una solicitud pidiendo una calle de la Unión para
su nombre. Le decíamos que no sabíamos cómo poner en la placa: Si
“General Laborde” o “Comisario Laborde”. La segunda denominación
hablaría más que la primera a las nuevas generaciones. Tendría, en la
historia de nuestra nomenclatura, el honor de perpetuar en la chapa,
no sólo el nombre, sino también la función desempeñada. Cuando el
coronel Laborde abandonó su puesto fue elegido para edecán y jefe de
edecanes de la Presidencia de la República.
En 1921 ascendió al generalato.
Lo que destacamos es su obra local. No hubo, en los últimos cin¬
cuenta años, ninguna obra de aliento general, a la que no vinculara su
nombre. Fue el autor de la primera pavimentación del Camino Carras¬
co, que dio a esa importante zona del departamento, un enorme impul¬
so y un insospechado desarrollo comercial. Entonces la cuadra al Sur
de ese camino valía seis pesos y al Norte, ocho. En 1898, año de la
pavimentación quintuplicó su valor. Esta obra fue cumplida a base de
la contribución personal del vecindario. Sólo el tesón y el prestigio del
- 57 -
comisario Laborde podían producir ese milagro que transformaría rá¬
pidamente la extensa zona del departamento.
Presidió en 1890 la Comisión Auxiliar de la Unión. Lo mismo la
Comisión de Educación Física, que entre otras mejoras obtenidas, hizo
posible el mejoramiento sorprendente del Parque César Díaz y el de
la plaza de deportes número 5.
Cuando la inercia invadía el espíritu de la juventud de la Unión,
la ancianidad respetable del general Laborde produjo la fundación y
el florecimiento del Club Uruguay de tenis. Cuando se necesitaba un
hombre y una energía para sostener en el pueblo el espíritu de las no¬
bles fraternidades, se elegía al general Laborde para dirigir los destinos
de sociedades de beneficencia tan prestigiosas y ejemplares como la
“Cristóbal Colón”.
No fue un intelectual de alto vuelo, ni comulgó en el altar de la
ciencia augusta, ni ciñó a sus sienes el lauro culpable de conquistas san¬
grientas. Ciudadano austero fue, a través de la larga vida de las virtu¬
des básicas de su pueblo. Por eso pedimos, decíamos, una calle para
su nombre. Y la calle Plata, donde había vivido, fue la calle que se
eligió para llevar su nombre.
Dos veces estuvo don Julio Mourigán en la comisaría de la Unión,
pero viviendo en Maroñas. La primera en 1892; como segundo co¬
misario del primero, comisario Fernández, “muy bagualote el pobre”.
Creemos que podría ser el autor de este parte al Jefe Político:
“Le remito al ladrón conocido por abigeato de zapallos”.
La segunda vez en agosto de 1904, teniendo como segundo a Platero.
Las dos veces estuvo muy poco, tiempo. En 1904 se fue por el cli¬
ma político y social de la Unión: odio entre blancos y colorados; in¬
concebible odio que separaba las familias. Había dos cafés. A uno iban
exclusivamente los blancos: era “La Liguria”. Al otro iban los colora¬
dos. Igual cosa ocurría con los dos clubes sociales. Las familias sólo se
visitaban entre las del mismo pelo.
El señor Mourigán recordaba dos incendios de importancia en la
sección: uno en la fábrica de Arambure, en 1904. El otro, el mismo
año en la fábrica de fuegos artificiales, en el Buceo, entre Comercio
y la playa.
Viscayart estuvo en 1903 por poco tiempo. Cuando se fue vino
Mourigán a sustituirlo. Con éste fue uno de los comisarios que mejor
recuerdo ha dejado entre la gente de la Unión.
En 1904, don Leopoldo Platero, don Leopoldo como se le llamó
siempre, pasó de segundo comisario a primero. Hizo un excelente co-
58 -
misariato y ha dejado un imborrable recuerdo entre los hombres de
bien que lo trataron. Durante su gestión la comisaría fue la 12’, la 14’
y la 15’ en 1908.
Ese año llegó Manuel Lázaro Cuñarro, qüe no consiguió tener las
simpatías de sus subordinados. Era recto, pero de una rectitud severa,
que restó popularidad a su nombre.
Lo sustituyó don Blas Márquez, del cual conservo este recuerdo..
El 18 de junio de 1915 se cumplía el centenario de Waterloo. En
la tardecita se me acercó con un diario en la mano. Era “La Razón”.
Venía agitándolo doblado en forma que se destacaba un artículo. Yo
tenía 17 años. Y no era periodista. El creía que el artículo era de mi
hermano Leopoldo. Cuando supo que era mío, su entusiasmo no tuvo
límites, y me trató de señor. Desde entonces me saludó sacándose el
sombrero ante la insolencia de mi gorra...
Poco me duró el gozo. El pobre Márquez murió al mes justo, el
18 de julio de 1915, repentinamente, mientras desempeñaba su comi¬
sariato en el Parque Central.
El comisario Márquez era un hombre recto pero tenía enemigos,
y enemigos poetas, que es peor. Había uno que cuando hacía sacrifi¬
cios a Baco se ponía insufrible. Se ganaba la vida vendiendo en las bo¬
ticas las barras de azufre que él mismo hacía llenando los moldes, por
los que exigía tres centésimos. Cuando se pasaba, y pasado pasaba por
la comisaría, no iba más allá de la puerta, pues Márquez lo invitaba a
pasar al calabozo.
Esto le sugirió una venganza en verso, que tuvo un éxito enorme.
Como yo no lo sé de memoria, Angelito que está en cama estos
días en “La Liguria”, me sacó del apuro.
Pero como Angelito cuando empieza un verso, es como Farías en
acción, sólo he retenido tres cuartetas de las veinticuatro de que consta
el total. *
'‘Erguido en un zaino negro
con tu latiguillo vas.
Yo de verte no me alegro
y te rajo por detrás.”
Luego:
"Di que estás haciendo Blas
con tus facciones de inglés?
Y por qué no te llamás
en vez de Márquez, Marqués?
59 -
Hasta aquí todo a pedir de boca. Pero empezaba la zarabanda con
esta cuarteta dudosa:
“Montado en su rocinante
va un oficial inspector,
aguantándole los pasos
a ese gran emperador
No quedaba muy bien Maya con estos versos. Al final de los mis¬
mos, éstos que han pasado a la historia:
“Unión cubierta de hechizos
que simbolizas virtud.
Si en ella nacimos guisos
no tienes la culpa tú”
A Márquez lo sustituyó Enrique Aguiar, dignísima persona que
cumplió a la perfección las tareas que le estaban encomendadas.
Y por fin entró como primer comisario don José Bonino sustituyen¬
do a Aguiar, que murió en 1924. Bonino tuvo la gloria de terminar con
la banda de los Moretti, que habían efectuado el asalto al Cambio Messi-
na. Moretti chico se suicidó cuando se encontró perdido. Fue en 1928.
EL JUZGADO
NICIOSE este Juzgado como el de la 4 ? y 5 9 del Cerrito, en 2
de Enero de 1845, en la chacra del Cardal, que fue la Quinta de los
Olivos en la época de la Guerra Grande, y estaba ubicada en el Ca¬
mino del Campamento, hoy Industria y Serratosa, que fue en nuestros
días la quinta de Ferreño.
El primer juez del Cardal se llamó Francisco Farías, que actuó
hasta el año 1849. La chacra del Cardal estaba en el fondo de un te¬
rreno de veinte y cuatro hectáreas en el cual el coronel don Miguel
de Texada construyó una casona que recién fue demolida en 1950. En
1843 el general don Manuel Oribe, invadido el país por sus tropas fe¬
derales de Buenos Aires, inició la construcción de un caserío entre el
Cerrito y el Puerto del Buceo, donde está situada la Unión actual. En
la quinta de los Olivos, que después de Texada había cambiado mu¬
chas veces de dueño, había una capilla y una cárcel. Oribe decidió es¬
tablecer allí el Juzgado el año 45. En los cuatro años y medio que fue
Farías su juez, diligenció 472 expedientes judiciales.
La nueva población que se estableció en el caserío del Cardal, era
conocida desde un principio como “Restauración” por sus primitivos po-
- 60 -
bladores, pero recién le dio Oribe ese nombre por decreto de 24 de
mayo de 1849, desde el Saladero de Fariña.
Don Tomás Basañez reemplazó a Farías del año 49 al 24 de abril
de 1852 en su quinta establecida en calle del Colegio N 9 63, hoy La-
rravide y Timoteo Aparicio. La quinta tenía 13 hectáreas, desde Cabre¬
ra hasta Azara, con doscientos metros de frente. Utilizamos por como¬
didad la nomenclatura nueva. Allí, desde la calle del Colegio, toda plan¬
tada de naranjales y membrilleros, era un floreciente rincón, cubiertos
los muros por enredaderas .
En la primera pieza de su casa estableció Basañez su Juzgado.
Cuando lo dejó en 1852 debió hacerlo con pena, por no haber po¬
dido doblegar siempre la letra de la ley; por haber lastimado alguna vez
la apariencia de un derecho, o haber sostenido, obligado, contra el po¬
bre, la pretensión del rico torpe, que disponiendo de “la razón y de
la piedad”, sólo ejerció la primera porque la otra le pareció confinar
con el despilfarro o con la flaqueza.
Fue el juez de la primera época de nuestro pueblo. No hubo pro¬
greso local que se iniciara sin él. Subdividió su feudo, y en solares que
fueron suyos edificóse la zona urbana del pueblo. Regaló al gobierno
del Cerrito tres manzanas para Colegio, templo y plaza. Estuvo junto
a Larravide en la construcción del ruedo español; a Fuentes, su consue¬
gro, en la del camino que hizo correr los ómnibus; a don Lorenzo Car¬
dona en el molino de los fondos del templo. Salieron del homo suyo
los enormes ladrillos con que se levantó la Unión, y de su quinta de
la graseria el aceite de potro y las velas con que se alumbró tanto tiem¬
po la población naciente. La piedra para las calles de la Unión, desde
el 66 la arrancó Diego Martínez a la cantera de Basañez. No alcanzó
a ver, cruzando la villa, el penacho de humo blanco del ferrocarril a
Pando, pero sus esfuerzos a favor de esa mejora fueron infatigables.
El 26 de abril de 1852 firmó el último expediente del Juzgado.
El 28 fue elegido don Martín Cavia, mientras don Tomás pasaba
a ser Alcalde Ordinario. Poco tiempo estuvo don Martín en su puesto.
Apenas un mes. En junio de ese año lo sustituyó don Tomás R. Fer¬
nández. Parecía que el pueblo andaba desorientado en la elección. En
diciembre del 54 bajó Fernández, que fue sustituido por don Juan José
Segundo, quien estuvo de juez hasta 1859, en que fue subrogado por
don Modesto Díaz, quien duró un año en su puesto, hasta que en 1860
fue electo don Juan Antonio Bianqui, quien fue sustituido por don Ra¬
món Mata en 1861.
- 61 -
Por cinc» años se mantuvo el juez Mata en la Unión, que acaba¬
ba de nombrar en nueve años siete jueces!.. .
El año 64 lo vemos retratado a Mata en un grupo de blancos que
iba para Paysandú,y en cuyo grupo lo hemos marcado con una X. Te¬
nemos entendido que no llegó, pues a fines de 1864 Paysandú estaba
estrechamente rodeado por los sitiadores y no podía entrar allí “ni
una rata”.
En 1865 entró al Juzgado don Agustín Diez, que no usaba el ape¬
llido Sárraga, que le venía de la madre. Era de Montevideo nacido en
1812. Fue subteniente y luego teniente durante la Guerra Grande en
la que cayó prisionero, salvando la vida a pesar de haber usado la bar¬
ba unitaria en forma de U, según aparece en la foto de don Desiderio
Joenan, por haber poseído, según tradición familiar, en la que no creemos,
“por tener algunos conocimientos en medicina”. En la Unión, antes de
ser juez, fue dueño del Almacén del Toro, ubicado frente a la Liguria,
en la misma acera de ésta, en la cuadra anterior.
Una labor verdaderamente grande le tocó a don Agustín Diez cuan¬
do fue juez de la 1*, que este número tenía la seccional desde el año
1856. Así en 1865, doña Paula Fuentes de Pérez, viuda de don Juan
María Pérez, se presentó, por intermedio de don Andrés Morales, pi¬
diendo se practicara “una vista de ojos” en un monte situado en Ca¬
rrasco, perteneciente a la testamentaría del primero. Diez nombró a
Comparada y justificó que había cortados 3.757 árboles de álamos y
sauces que habían sido plantados veinte años antes por don Luis Da
Costa (a) Melones, cuyos perjuicios según Comparada, eran avaluados
en dos mil sesenta y seis pesos. El perjuicio de ese monte fue causado
por la caballería del Imperio del Brasil.
Diez tuvo que mandar a Comparada como veedor de los perjui¬
cios que la caballería de Timoteo Aparicio ocasionó en la quinta de
Magariños en el mes de noviembre de 1870. Envió con él una junta
de “hombres inteligentes” que comprobó luego de su vista de ojos”,
que el perjuicio de las caballerías de Aparicio significaban un total
de $ 2.330.
El juez don Agustín Diez de Sárraga murió el 17 de diciembre de
1873, muy poco tiempo después de abandonar el Juzgado.
Cuando se sintió grave pidió ser reemplazado, y fue sustituido el
año 72 por don Antonio Pedemonte, uno de los sobrevivientes de la
matanza de Quinteros. Fue juez de la sección de 1872 a 1876 y luego
de una pausa de seis años en la gestión judicial fue nuevamente juez
de 1882 a 1885, habiendo sido el primer juez de la 10* Sección Judi-
- 02 -
cial, que así se denominó el Juzgado de la Unión en 1884. En el in¬
tervalo 76-82 aparecen los nombres de Eduardo Horne, Martín Cavia
y Garzón, Manuel Solsoria y Antonio Zubillaga como jueces.
El año 1885 dejamos de extractar los expedientes .
*
O O
En 1908 llegó al Juzgado de la 10 ? el doctor Eduardo Artecona,
nacido en 1883, y cuya madre era maestra vareliana. De su adolescen¬
cia y juventud hay que destacar su lírica bohemia, tan propia dte los
ambientes de principios de siglo. En el “Polo Bamba” de Francisco San
Román, que se consideraba un parroquiano más de la rueda ilustre que
la formaba, se reunía con figuras de prestigio literario y artístico, co¬
mo Armando Vasseur, Florencio Sánchez, Alberto Lasplaces, Edmun¬
do Bianchi y Roberto de las Carreras, que formaban entonces una peña
famosa.
Pasados unos años el juez Artecona, que se había iniciado en el
Juzgado de Sayago siendo estudiante todavía, se arraiga definitivamen¬
te en la Unión al contraer enlace con doña Esperanza Poggi, hija del
antiguo y prestigioso vecino don Santiago Poggi.
Deja el Juzgado de la Unión el año 1919, donde queda un recuer¬
do imborrable por su sencillez innata y la justicia de sus fallos.
Recorre a partir de entonces todos los cargos de la carrera de ma¬
gistrado, desempeñando sucesivamente las funciones de Juez Letrado de
Rocha, Maldonado, Lavalleja y Flores, siendo designado Juez Letrado
de Instrucción de Montevideo el año 1927. Luego fue Juez de Correc¬
cional de 2 9 Turno, Ministro del Tribunal "de Apelaciones y por fin como
máxima culminación, el 17 de diciembre de 1944 Ministro de la Supre¬
ma Corte de Justicia de la que ocupa la Presidencia, cargo que desem¬
peña hasta mediados de 1953, cuando por llegar al límite de la edad
se ve obligado a jubilarse.
Su actuación como magistrado se caracterizó por un sentido espe- *
cial de la justicia, que más que emanar de frías conclusiones lógicas
parecería provenir de una intuición íntima.
Toda su vida fue de una extraordinaria sencillez que no era in¬
compatible con la seguridad y altivez de sus convicciones.
En el ejercicio de su gestión demostró siempre una gran indepen¬
dencia, no siendo proclive a ceder ante las múltiples presiones que de
distintas maneras se presentan en la vida de los hombres, para hacer¬
les torcer el camino bien elegido libremente.
- 63 -
De espíritu fervientemente democrático, sus últimos años se sen¬
tía profundamente adherido al mundo occidental, siendo adversario de¬
cidido de todos los totalitarismos.
O
P O
Por fip en 24 de marzo de 1925 fue designado juez de la 10® el
doctor Luis Bajac. Estuvo al frente del Juzgado hasta el 15 de noviem¬
bre de 1938, puesto que dejó para ocupar el cargo de Asesor Letrado
de las obras eléctricas del Río Negro. Fue despedido por nosotros, en
una inolvidable demostración, en el Parque Hotel.
Lo que hemos escrito sobre el doctor Artecona pudimos haberlo
escrito sobre el doctor Bajac. Fueron dos caracteres idénticos: la misma
sencillez, idéntica simpatía personal, sinceridad que se descubría sin
esfuerzo al primer contacto, igual devoción por los ideales democráti¬
cos, así fueron estos jueces que nos honraron con su amistad.
,, Al doctor Bajac le debemos los elementos de que se compone este
trabajo. El nos abrió las puertas del Juzgado de la Unión, para extrac¬
tar los expedientes de su archivo, siendo nuestras carpetas 4-5 la no¬
ción más exacta de lo que fueron los anales de nuestro pueblo.
El nos descubrió el primer paquete que yo inútilmente buscaba
hacía unos días. El que iniciaba el verdadero origen del Juzgado de la
Restauración. Tenía fecha 2 de enero de 1845, y era del Juzgado de la
4 ? y 5® Secciones de la Restauración. Serían las dos de la madrugada
de la tercera noche que buscaba ese origen .Lo encontró el doctor Ba¬
jac el 22 de mayo, y leyó en voz alta el mensaje lejano:
—“En el campamento general del Cerrito, a nueve de enero de
18 45 ... ”
Desde ese día pude llevar a nuestra vieja casa la reliquia más pre¬
ciada que soñáramos.
Ya lo estimaba mucho al doctor Bajac. Tenía razones para que¬
rerlo bien. Lo sabía casado con una hija de don Julio Mourigán, co¬
rrectísimo y caballeresco Comisario de principios de siglo. No sabrá él
cuanto guardo su memoria, por su bondad infinita y su generosidad
inagotable.
MI ESCUELA
£ A escuela de 2 9 grado número 20, en la que ingresé en 1902 ape¬
nas llegado del departamento de Flores, funciona en la Unión desde el
año 1877. Su primer local fue el de la comisaría seccional y su prime-
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ra directora era Erna Nano , después de la cual vino Adela Guixé, bajo
cuyo mandato la escuela se hizo mixta, y Desiderio Sánchez a cuya di¬
rección se cambió de local trasladándose a 8 de Octubre e Industria
donde después por muchos años mantuvo abierta su botica aquel vasco
español de mal genio don Ceferino Sánchez Urquijo. Con Gregorio Ur-
diaín de San Vicente se pasó en 1894 donde estuvo hasta 1946, a 8 de
Octubre N 9 154, casi Industria, junto a la Fonda del Jardín.
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Tierna y paciente, la madre tomó de la mano a su chico, para lle¬
varlo por primera vez al colegio. Tenía siete años y un extraño carác¬
ter silencioso y bravio, libre y propenso a las más arriesgadas aventuras.
Se le partía su vida en dos pedazos. El creyó que atrás quedaban
las bolitas, el balero, las partidas de pelota, las peleas en el grupo de
muchachos, que como él, esperaban sin un gesto el benévolo castigo
paterno, y como él, eran fieros y altivos.
Ahora iba a entrar en un mundo nuevo de disciplinas y trabajo que
íntimamente le asustaba. La madre trataba de calmarlo, sintiendo en
su mano, como una garra en un garfio, la mano infantil que se aferraba
a la suya. Es que en el fondo su hijo no era un niño, sino un guerre¬
ro siempre dispuesto al combate. La escuela no era la calle. Las maes¬
tras no eran los muchachos con quienes se podía dar de golpes, hasta
echar sangre por las narices ...
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Ese fue mi debut en la escuela de 8 de Octubre en mi Villa de
la Unión. El edificio tenía dos plantas y una escalera de mármol, que
después lo supe, fue construida en 1870.
Su gran patio de recreo llegaba a la calle Juanicó, desde donde
se veían los fondos de la enorme casa que se le regaló el año 88 al
general Cipriano Miró, del cual debió darme el doctor José Irureta Go-
yena, los diálogos que tuvo con él en la placita de la Unión. Irureta
tendría entonces de catorce a dieciséis años. Un glorioso trazo de his¬
toria que entonces no podía apreciar. Si no, cómo hubiera buscado con
los ojos la sombra del viejo heroico entre los árboles de la qiíe fue su
casa, o en la puerta por la que él tantas veces salía o entraba en los
días no lejanos de su vida lleno de recuerdos históricos! Pero a los sie¬
te años ni siquiera era una sombra.
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Más tarde me enteré que en 1902 hacía ya diez años que descan¬
saba en la tierra.
«
Doña Gregoria era la directora de mi primera escuela, a la que
concurría todos los días vigilado por los preciosos ojos de mi madre,
que desde el balcón de nuestra casa seguía mis pasos hasta que en¬
traba en ella.
Madre mía, maestra ella también, famosa por su belleza y dul¬
zura, que tuvieroñ siempre rendido el amor de mi padre!. ..
Si hubo una maragata que superase la célebre hermosura de las
mujeres del departamento de San José, fue aquella Pepita Fabregat, que
adorábamos tiernamente todos los Jiijos a pesar de nuestra indomable
índole de varones.. .
Las maestras, entre los diecisiete y los veinticinco años, eran Pato¬
ta Aramendi, que con su encanto de la juventud y su belleza impon¬
derable, adquirió un gran ascendiente sobre mí que al entrar a su cla¬
se preparatoria acababa de cumplir los siete años; María Cardona, maes¬
tra de primer año, que conserva todavía algo de la encantadora gracia
de sus primeros años; Panchita Viñas, mi maestra de segundo año, de
rostro permanentemente severo a la que un gesto conocido podía ser¬
virle de semi sonrisa; Eva Zenardo, hermosa y grácil como para ha¬
berme fascinado cuando fui su alumno de tercer año; y Emilia Cardo¬
na, de la familia más antigua de la Restauración, hija como María su
hermana, de Jaime Cardona y María Llambí, y nietas de Lorenzo Car¬
dona, uno de los fundadores del pueblo, que donó junto a Tomás Ba-
sáñez el terreno en que se levantó la iglesia de San Agustín. Ocupaba
el quinto año, en el salón de altos que daba a la calle y que fue maes¬
tra de mi hermana Quica.
Bajo el escolar reconcentrado, yo era un alma apasionada, a quien
rendían extraordinariamente las mujeres bonitas. Algo así como un Don
Juan unilateral y tímido, con la diferencia esencial de la sumisión y
el secreto. De ello me enorgullezco hasta ahora. La vanidad del hom¬
bre ante los favores de una mujer rebajan su varonía en vez de en¬
cumbrarla. Años maravillosos, en los que números y letras tuvieron pa¬
ra mí el símbolo cándido de un ensueño prematuro ante aquellas lindas
muchachas que ya enseñaban por medio de la pedagogía revoluciona¬
ria de Várela...
Mi madre que la ejercía sentía por ello un gran orgullo. Haber
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sido Maestra Vareliana equivalía a haber sido soldado en el ejército de
la libertad.
Las bellas maestras de la escuela de 2° grado número 20, hoy Es¬
cuela Sanguinetti, en homenaje a quien donó los nuevos edificios, se
fueron muriendo entre los años 1912 en que se durmió Potota, el año
1921 en que descansó Eva Zenardo, y el resto del siglo. Nos quedan
felizmente, María y Emilia Cardona, magníficas mujeres que conser¬
van todo su encanto en los ojos, a quienes visito todo lo que puedo...
Frente a la tumba de Potota yo pronuncié unas frases simples y emo¬
cionadas en febrero de 1912. Se me cerraba un ciclo de la vida en que
fui fuerte y feliz. Aquella maestrita hermosa y buena, ya no era más
que una forma inerte, sin su deliciosa gracia femenina que admiré tanto.
Bajo la tierra madre, las legiones del “gran sarcófago”, irían devorando
aquella carne de amor, en la oscuridad y silencio de la fosa inútilmen¬
te cubierta de flores...
Adiós, mis jóvenes maestras de la escuela de la Unión!. .. Tal vez
os encontréis con mi madre amada, y habréis sonreído de mis inmacu¬
lados secretos de niño. La vida luego, va transformando al ángel en un
ser sufriente y a veces demoníaco que os espantaría. Prefiero que el
más allá sea un sueño sin despertar ni descubrimientos. Dormid, como
quiero dormir yo también algún día sin nuevas auroras...
*
■* *
Evoco con fruición aquella época de mi escuela primaria... Las
penitencias alternaban con las diabluras, y una vez que le corté la tren¬
za a Carmen Aloia, que convirtióse más tarde en una verdadera be¬
lleza, aún extiende una riente dulzura por mi corazón. Aún recuerdo
la disimulada sonrisa de la directora cuando supo la causa de mi plan¬
tón en un rincón de la clase.
Ni la felicidad y el triunfo de mis hijos ahora, borran la huella de
los años cándidos en que despertaba a los más dulces episodios de la
vida. Cuando paso por la Escuela Sanguinetti, tan cerca de mi casa, la
melancolía actual se convierte en una serie de evocaciones dichosas.
Ojalá los muchachos de esta época de niños y escolares y estudian¬
tes batalladores, pudieran guardar para la madurez el inefable tesoro de
recuerdos tan puros!...
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MI CASA
C/ÜRMAND FOURCADE. Tarea intrascendente la de reunir la his¬
toria de una casa, las mutaciones de su arquitectura, el trasiego de sus
ocupantes, pero he logrado reconstruir la de una de nuestro pueblo, a
través del largo siglo que encierra el pasado de la Restauración.
Recién fundado el caserío entre el puerto del Buceo y el campa¬
mento, llegó hasta él desde Bayona, con las virtudes y defectos de los
vascos franceses, Noé Armand Fourcade, afincándose con talabartería
en un rancho de terrón que lindaba en plena calle Real con la tienda
de pieles curtidas de su pariente Recard. De inmediato volteó el ran¬
cho que le costara setenta y ocho patacones y edificó su casa, sin olvi¬
dar la mansión paterna, donde naciera treinta años antes: caserón de
piedra con tejado saliente y balcones florecidos, incrustado entre casu-
chas negras, cuyas callejuelas tortuosas lindaban con el campo.
Al construir modificó la arquitectura regional, dotando su hogar
de dos inmensos patios donde enraizó parrales.
Hombre sencillo y sin inquietudes, dejó sin embargo el recuerdo
de alguna rareza. Así, el deleite con que quemaba en la cocina de enor¬
me campana, gajos de retama blanca que mientras arden sueltan en
el aire tan exquisito como enervante olor; y ramas de higuera, que no
estando del todo secas, producen al quemarse un rumor como el de
las frituras.
Abundaba entonces el caserío en vascos franceses y españoles: Gu-
ruchaga y Basterrica, alejados de España a raíz de la derrota carlista;
Zabaleta, que fue el genitor de “Paysandú”, pelotari famoso; Arbole-
ya, Arriaga, Baigorri, Arrúe, tal vez el más letrado de ellos, ya que no
olvidaba invocar sin pretexto a cuanto compatriota honrara la raza, so¬
bresaliendo en cualquier rama del heroísmo: San Ignacio, Zulamacárre-
gui, Churruca y Elcano. Y luego Pedro Irigoyen y Fermín Bidondo,
herrero de obra que se distinguía por herrar los bueyes colgándolos con
fajas de una fuerte estaca colocada entre dos ramas-troncos que susti¬
tuían en la Blanqueada a los ombúes de doña Mercedes.
El imán que mantenía unido al grupo vasco del Cardal, estaba en
la capilla, el ruedo de toros o el frontón.
Hasta el 51 se reunían en el salón de Fourcade los oficiales del
Cerrito, y salían de él los domingos, en grupo hasta San Agustín, las
más empinadas damas del pueblo, vecinas todas de “la cuadra de La-
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rravide”, centro en toda época de un próspero negocio. Afincaron allí
José Bowers, con su “Sombrerería Americana”; Jaime Fonlladosa, bar¬
bero que nos llegó del Paraguay picaneado por la cólera del Presiden¬
te López; Netto y Cunha, establecidos con almacenes en la esquina
“del Indio”; José Roubaud, farmacéutico titulado que tenía su botica
junto a la pulpería de Cabrera, donde hoy está el “Cerro Largo”; José
María Azaróla, gran médico que se atrevió a desafiar la irritación de
Mariano Mazza; César E. Canessa, genovés orgulloso por su magnífica
platería; Martín Arriaga, el zuequero que desde el 43 colindaba con
Fourcade, y al que le nació el año 55 una; hija que acaba de morir cen¬
tenaria hace dos años.
Arriaga y Fourcade se toparon en 1869. Con palabras o a gritos
pueden entenderse los vascos. Cuando no lo logran suelen hacerlo can¬
tando. Pero no entonaron zortzicos los vecinos de puerta. Fueron al li¬
tigio. Los separaba un cerco a punto de derrumbarse por esa época,
un muro de enormes ladrillos unidos con barro. La medianera originó
el conflicto. No pudiendo conciliarios, el juez hizo medir la pared por
Fontgibell y levantar una nueva junto a la otra, ya que la singular sen¬
tencia rezaba: “Arriaga debe construir una nueva tapia a su costa sin
demoler la vieja”. Las dos paredes existen aún, sostenidas por la enamo¬
rada del muro que planté en 1927.
*
* *
Había crecido el poblado y ganaba incesantemente tierra al campo.
En el centro, las calles eran anchas y bien delineadas gracias a la maes¬
tría del ingeniero José María Reyes. Contra la del Asilo había una plaza
escondida entre el Colegio y la Iglesia y ya la Mauricia había clausurado
su campo santo de la calle Real volcando su osario en el Buceo, y lo
que el año 18 había sido el sueño de Larrañaga, lo había convertido
en realidad don Bernardo Berro el Presidente.
Las callejuelas de las orillas, más angostas, veían asomar algunas
casitas bajas, con algún portalón y rejas protectoras. Lo demájs, corrales
y huertos, por encima de cuyas tapias trepaban las ramas de los fru¬
tales. Más lejos aún, sembrados de trigo y de maíz, huertas flanqueadas
por olivares y sauces desceñidos.
De día, las calles sin empedrar eran sólo una nube de polvo o
un fango pegagoso. En el camino a Maldonado, trotaban desde el 53
las seis muías de los ómnibus ingleses que llegaban hasta la “Buena
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Moza” y volvían hasta lo de Larravide por el viejo camino bordeado
de pitas y tuneros.
En ausencia de luna, encendíase por la noche los faroles que hasta
el año 61 gastaron velas de sebo, y después de esa fecha querosene.
Mientras, desde el Buceo llegaban en grupos los pescadores, guitarra al
brazo y canción en boca. El eco de sus voces contrataba con el traque¬
teo de las carretas de bueyes, que desde el este traían hasta el centro
su zafra de sandías y zapallos. El silencio de la madrugada lo cortaba
el sordo rumor de la rueda del molino “del galgo”, que no se ha ex¬
tinguido en nuestro oído desde que lo cerraron definitivamente en marzo
de 1902.
En ese villorrio que había decaído visiblemente desde la paz de
Octubre, pudo ver Fourcade, la tarde del asesinato de Flores cómo sal¬
vaba su vida Basterrica, al trasponer sin prisa la puerta de su negocio.
La escolta del “cabo viejo”, en la cual sentaba entonces plaza de sol¬
dado quien llegó más tarde a ser el general Laborde, había llegado al
atardecer a prenderlo en la casa de Guruchaga, calle Maroñas, hoy
Juanicó, pero los gritos de la madre de Elosegui lo alertaron. Saltando
el cerco cayó en casa de Fourcade, y por su puerta desapareció del
pueblo el antiguo oficial del Cerrito.
No hubo tragedia. Pero la presenció dos años más tarde el francés
cuando asistió el 29 de noviembre del 70, a la batalla de la Unión,
entre las fuerzas del Presidente Lorenzo Batlle y el batallón de Estom-
ba.La lucha se entabló en lo que es hoy avenida 8 de Octubre, diri¬
giendo Batlle el combate desde la esquina de “La Liguria”, mientras el
artillero Carrión, negro retinto apuntaba desde la calle Asilo los caño¬
nes contra el edificio que hoy ocupa el Pasteur. La lucha duró muy poco,
pero el francés pudo ver en la tardecita, los doscientos cadáveres que
alinearon en el primer patio de lo que, desdq hacía diez años, se había
convertido en Asilo de mendigos.
Se lamentó la sangría, pero más tal vez el primer apagón traumá¬
tico de la hoy avenida: las balas de cañón habían fracturado todos los
faroles de que disponía el poblado en esa vía de tránsito. Tal vez a
Fourcade le desagradaron las candilejas con que el Consejo Auxiliar de
la época reemplazó los faroles por un tiempo. Lo cierto es que se fue
con rumbo desconocido.
Pero volvió, ya que habría de morir en su caserío, muy viejo ya,
el año 88, en una de las casas de Morteiro... ,
*
* *
- 70 -
DIAZ PLANTA SU TIENDA. — En la finca, que ya lucía el nú¬
mero 246, establecióse muy pronto con tienda. Servando Díaz, estan¬
ciero del interior, venido a menos en su fortuna. Isidro Díaz, su padre,
que había combatido-en Ituzaingó, sirviendo más tarde en la Guerra
Grande con el invasor, para ocupar luego en San José importantes pues¬
tos políticos, tuvo nueve hijos, a los que, con excepción de Servando,
conservó celosamente analfabetos. A ese hombre rudo y noble, apenas
lo recuerda algún centenario del pueblo. Le debemos, sin embargo, la
mejor ofrenda que pudo dejarnos. En la casa que historiamos le nació
un hijo, que habría de llegar a ser uno de los profesionales más desta¬
cados de nuestra ciencia médica. Se llamó César A. Díaz, y tuvo la
fortuna de recibir, en París la luminosa experiencia del famoso gastro-
enterólogo Ramond. Somos justos al afirmar que entre nosotros, donde
según el profesor Ricaldoni se ha contado con clínicos de la talla de
Andrés Crovetto y Pantaleón Pérez —asesinado en el cuartel el 11 de
octubre, cuando apenas contaba treinta años— la figura del doctor César
Díaz, cuya desaparición nos acongoja desde hace pocos meses, haya
completado la trilogía de los más altos y humanos de nuestros colegas.
EL MAESTRO MUTUBERRIA. - El año 85 la casa fue ocupada
por el “Colegio San Luis Gonzaga”, cuyo director don Ignacio Mutu-
berria había hecho unos años antes un viaje a Guipúzcoa, donde naciera
en 1833.
De ese viaje trajo la botella de vino tinto que no se atrevió a em¬
panar, pues quería lo escanciaran los hijos si llegaran a centenarios. El
último de ellos podría hacerlo, porque la centuria de ese botellón ven¬
trudo se cumplirá en 1971. Yo lo vi en manos de don Javier Gurucha^a,
en la amanecida del 15 de marzo del 44. No podría olvidar la fecha.
La noche anterior, una meditada imprudencia me había hecho perder
la Radio Carve, y mientras lo lamentaba de veras por los nobles amigos
que perdía, una llamada urgentísima me arrancó hasta los fondos de
mi casa, donde don Javier se debatía en la angustiosa asfixia de un
edema agudo de pulmón. La lucha fue larga, y regresé con el sol, tra¬
yendo en triunfo la espada del general Basterrica que Guruchaga me
ofrendó como máximo agradecimiento. Esa noche, mientras se recupe¬
raba, iba ofreciéndome el enfermo noticias de la Unión que no conocía,
el relato de la botella de las provincias, y sobre todo la hoja, de acero
que estuvo en la encrucijada de Quinteros, y yo utilizo a veces para
frenar a Sabiotti, siempre que intenta galopar arbitrariamente, en el ta¬
blero, sus inteligentes caballos amaestrados...
*
* *
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El colegio inicióse en la calle Larravide, frente a los galpones de
la barraca de Illa y Viamont. Uno de sus primeros alumnos, Vicente
Hernández, recordaba episodios de esa época en que en la esquina,
como un recuerdo triste, habían hundido como poste uno de los caño¬
nes de la Guerra Grande. El escolar de entonces guardaba el recuerdo
de algunos de sus compañeros, Manuel y Martín Aguirre y Braulio
Barea. A éste, el más inquieto, encargaba el maestro elegir en la quinta
de Basáñez, la exacta cantidad de varas de membrillo que él estimaba
necesaria para estimular, por una quincena, la memoria y atención del
alumnado. Luego el fosfolecín sintético era ofrecido por la casona de
Mancoperría, que tenía en la puerta un parral que atravesaba toda la
calle.
Cuando, con el índice izquierdo, donde lucía un aro para fijar el
cigarro siempre encendido, indicaba el maestro el pizarrón a una vícti¬
ma ya resignada, bien sabía ésta el destino que le esperaba a su ana¬
tomía.
Teniendo en cuenta la época, en que reinaban la palmeta y el lá¬
tigo, hay que reconocer que el acicate frutal de este colegio, represen¬
taba una pequeña ventaja para los inermes escolares. Así lo creían Ber¬
nardo Bidondo, Francisco Garmendia y Gregorio Antuña. José Hernán¬
dez que sigue meditando en las chacras de Carrasco, y afirma solemne y
melancólico: “Don Ignacio era tan justo como severo’*.
Antes de la revolución del Quebracho, a la que nuestro pueblo
contribuyó valgan los recuerdos de Javier de Viana, con la pujanza del
“batallón del pito”, el maestro español abandonó los altos de Larravide
para pasar a la casa que estoy historiando, donde murió en 1904.
Para el cambio lo atraía la enorme higuera que plantaron años atrás
en su puerta, que entonces era de cuarterones. No había en la época
exigencias reglamentarias para la plantación de árboles en la vía pú¬
blica, y así como Solsona adornó su frente con timbóes, Reggio prefirió
eucaliptos glóbulos, Arriague aromos y Capdehourat magnolias. Hasta
que en 1892 se uniformó la arboleda de 8 de Octubre, plantando alter¬
nados una cuadra de plátanos y otra de paraísos, desde lo que fuera
la azotea de doña Mercedes, en la esquina de Propios, donde nació
Pancho Tajes, hasta lo que ya no era quinta del general Díaz, sino la
casa de Solsona, donde el coronel Flores firmó en 1855 su renuncia a
la Presidencia de la República.
La Junta arrancó pues la higuera del colegio, lo que enmudeció a
la Muleka. Los alumnos de entonces capearon como pudieron la desa¬
zón de Mutuberría. Estos nuevos nombres contenía el registro: José y
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Alberto Scaltritti, Segundo Martínez Jauregui, Mario Fernández Latorre,
Martín Inchauspi, los Gazzo, Ignacio Vergara, y el inolvidable Blas S.
que ya había adoptado como suya la divisa de Sarmiento: “O soy lo
que debo ser o dejo de ser quien soy”. Ingresaron Juan B. Bazzano,
Carlos Filippini, Dodera, Nicolini, Angel Fernández y Alberto Dagnino.
★
★ *
Don Ignacio fue una rara mezcla de rigidez y bondad para sus
muchachos. Jugaba con ellos a la pelota, él con el pie, ellos normal¬
mente, y ganaba muchas veces el maestro, en el amplio patio donde
reina hoy una glicina de treinta años, bajo cuyas ramas ni de noche
dejan de cantar los zorzales. Los llevaba en procesión, caminando hasta
las playas cercanas, de donde volvía en los crepúsculos con una pro¬
visión de arena para sus pájaros y sus dispepsias, que combatía to¬
mando después de las comidas un vaso con agua en que disolvía una
cucharadita de arena dulce.
El 21 de junio había fiesta en honor del santo que daba nombre a
la escuela. Iban todos a la primera misa de San Agustín, y a mediodía
al pic-nic ofrecido junto a los muros de la plaza de toros, desde donde
se extendían al norte los bañados de Malladot, convertidos luego en
quinta de Parodi. Allí se honraba a una vaquillona, asada sobre una
reja de ventana, dada vuelta cuando estaba bien dorada de un lado, por
una horquilla de pasto. Por fin, la tarde que caía temprano, y luego la
noche, con la oración antes de sentarse para la cena, y luego, como
honesto fin de fiesta, el breve repaso a la gramática, el rosario, y la
cama.
*
* *
Uno de los pupilos de ese colegio se llamó José Irureta Goyena,
nacido en la Unión en 1874, en momentos que los ingleses se apres¬
taban a colocar los rieles del ferrocarril a Pando, en esa calle llamada
hoy Avellaneda, y que hasta 1805 fue el principio del camino a Mal-
donado.
Ese pupilo llegó sorpresivamente hasta mi casa un día de 1942.
Sin conocerlo personalmente, yo lo había visitado una semana antes en
su estudio de la calle Misiones, para obsequiarle —ofrenda mínima— uno
de los primeros ejemplares de mis “Aguafuertes”.
Acompañado por el doctor Daniel García Acevedo, venía ahora,
gentilhombre hasta el fin, a retribuirme la visita.
Yo no hallaba términos para significarle el insigne honor que hacía
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a mi casa, y cuando con palabra insegura traté de hacerlo, recorriendo
con la vista las viejas paredes de la sala, me dijo con una suave voz:
—“Estoy atesorando recuerdos”.
Presentí una confidencia, y él, recalcándolo con una sonrisa en que
se mezclaban regocijo y melancolía, agregó:
—“Entre estas paredes. aprendí a leer y pronuncié mis primeras pa¬
labras de latín”.
Y me ofreció recuerdos que en su voz parecían devolverme su in¬
fancia que no conocía. Sus correrías de muchacho caminador, por los
molinos que rodeaban el pueblo. Sus descansos en los abrumadores es¬
tíos que el gozaba en la placita recatadamente escondida entre la iglesia
y el Asilo.
Allí, a la escasa sombra de los arbolitos recién plantados, buscaba
la compañía del general Cipriano Miró, que en la epopeya americana
había luchado junto a San Martín.
Al retirarse me dijo:
—“Vuelva a verme, y le filmaré la visión que conservo del pueblo
viejo”.
Esas palabras, las sufro todavía.
Porque no lo vi más hasta ese 27 de febrero del 47, cuando acom¬
pañé por unas horas su cuerpo inerte, entre los pinos de Carrasco y
el rumor de las olas.
EL DOCTOR ANDRES CROVETTO
C' N los primeros días de julio de 1923 hice una visita que me ha¬
bía prometido hacía años. Fui a ver en su consultorio al antiguo y res¬
petado médico local, sobre el cual tenía la opinión del Profesor Rical-
doni que “era el más completo y brillante de los clínicos que había
conocido la Unión”.
Entré a la sala de espera donde esperaban al médico dos señoras.
Al cabo de media hora, llegado mi turno, entré al consultorio. Era el
más parecido al que debía instalar en mi casa, junto a la comisaría. El
mismo polvo en los muebles, igual desorden en la pieza, idéntica des¬
preocupación en todo, hasta en el calendario que marcaba el mes de
febrero.
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Crovetto me tomó, en esa primera visita, por uno de sus clientes
habituales. Y antes que le dirigiera la palabra, salió de la pieza a la
que volvió en seguida llevando en la cabeza una galera toda manchada
de sulfato, y en la mano una tijera de podar.
Salió aü patio, me acercó a una escalera al pie de una parra cen¬
tenaria, y me dijo:
—“Téngala firme”.
Me di cuenta inmediata de su equivocación. Al rato de estar en¬
caramado sobre ella podando el parral que cubría su enorme patio, mi¬
rando las enredaderas que subían por el muro, bajé un instante la guar¬
dia, lo suficiente para que la escalera se moviese.
Yo no podría decir la furia que lo acometió en el acto.
Lo que dijo no podría repetirlo. . .
Luego, más calmado, pero sin disculparse por la escena de que ha¬
bía sido protagonista, bajó y me llevó en silencio hasta el consultorio.
Entonces, como si recién me viera:
—“Bueno ¿qué le pasa?”.
Le expliqué, ocultando la hilaridad que me domonaba, que yo era
un médico recién recibido, y que esa era la primera visita que le dedi¬
caba al más antiguo y respetado colega del pueblo en que iba a ins¬
talarme.
No podría pintar la confusión que se apoderó del doctor Croveto.. .
Cuando le dije mi nombre se levantó del sillón de Viena que le servía
de asiento, y entonces le oí en medio de protestas sobre su carácter dis¬
traído, cuánto se reprochaba las cosas que me había dedicado cuando
estaba trepado en la escalera.
Yo le negué toda importancia al episodio, y un momento después
terminaba la primera visita que le hice, a los pocos días de recibir mi
diploma.. .
*
* *
*
Sabía por doña Virginia, heroica mujer que se convirtió más tarde
en mi madre política, la extremada bondad del doctor Crovetto. El año
98 había perdido a su marido, don Raymundo Páez, muerto repentina¬
mente en el teléfono de la jefatura al recibir un llamado telefónico sor¬
presivo. El 4 de julio el mayor Isasmendi había sublevado el cuerpo
de artillería de que era segundo jefe, pensando voltear al Presidente
Cuestas. Crovetto era el médico de la familia Páez. Después del hecho
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había seguido asistiéndola sin cobrar una sola cuenta a la pobre viuda.
Lo visité otro día en 1936. Ya era entonces mi amigo muy querido.
Lo había asistido por una bronconeumonia que lo tuvo a la muerte. Esa
tarde iba especialmente a conocer su vida para darla en “La Semana”
que dirigía el periodista Arturo Sylverio Silva. Entré en "La Semana”
seguro de poder satisfacer mi deseo. El día eestaba gris y la tarde era
de fría llovizna. Debía estar el doctor Crovetto en el consultorio, junto
a la estufa. El primer chasco de la tarde. Estaba en el fondo de la
quinta y recibía con naturalidad la garúa, jubiloso en su ocupación fa¬
vorita. Recorría las jaulas de los gallos ingleses, como un general en
una revista, la mano justa para la ración. Exacta la mirada evaluando
un estado.
—“Con este giro gané tres peleas”, me dijo al verme.
Es la distración que le queda después que prohibieron las corridas
de toros. El general Quintana, el coronel Faustino Laguarda, los her¬
manos Aguirre son los entusiastas que lo acompañan a la calle Larra-
ñaga, o la gallera propia que construyó en la calle Lindoro Forteza.
Le reñí afectuosamente.
—“Usted se ha olvidado de la bronconeumonia del año 34.. .” Se
sonrió. Era la suya una sonrisa de confianza. Su única defensa contra
el invierno lluvioso son los zapatos de goma y esa ropa de boyardo que
usa en la Unión y que le oculta la pechera.
Las gotas finas le siguen cayendo de su ropa empapada.
Atravesó la quinta. Le elogié los naranjos llenos de pequeñas bolas
doradas. Los cuida como cuida a sus faisanes y a sus perros.
Sus perros no. Que el “Mimoso” se le murió una madrugada des¬
pués de una noche de sufrimiento.
—“Está ahí, debajo de ese naranjo”.
Le queda el “Cuco”, de los dos perros de caza, con los que tantas
veces fue en las semanas santas, con el doctor Bacigalupi y el señor
Amoroso tras de las liebres y las perdices que después reparte entre los
amigos. Cuando fue a cazar el último domingo de mayo sufrió un per¬
cance: tuvieron los amigos que volverse en alpargatas, pues el doctor
Crovetto quemó todos los zapatos, a pesar de que era especialista en
secarlos, pues había llovido la tarde anterior.
—“En aquel rincón está la chirimoya que fue de mi madre .
Al pasar por las tinas del hall, acaricia las begonias y los heléchos...
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Sabía que si descubría a Crovetto mi intento de revivir su pasado,
fracasaría.
—“Yo ya me había olvidado de esa fotografía, que no sé de dónde
la desenterró”, me dijo al entrar al consultorio. Se refería al grupo que
publicó “La Semana” en su primer número, y en el que aparecen jun¬
tos los doctores Crovetto, Brusco y Fernández Espiro. Miré los cuadros
para disimular. En un rincón Galarza, en otro está él junto a la pal¬
mera y los perros. En la biblioteca su hija, Navarro, Gutiérrez Pouey.
Sobre el escritorio los dos bronces tan conocidos por los íntimos:
el perro de caza en acecho, y el orangután que examina atentamente el
cráneo que ha caído bajo su mano.
ESTUVO EN MERCEDES
En la incipiente Facultad de Medicina, en Sarandí y Maciel, se
recibió de médico en 1885. Se fue a Mercedes. Diezmaba la población
una terrible epidemia de difteria en la que se morían las familias ente¬
ras. Recién diez años después Roux entregó a la humanidad su «uero
prodigioso. En ese tiempo se curaba la difteria con albuminato de co¬
bre, disolviéndose el sulfato de cobre en clara de huevo batida, y casi
todos los enfermos morían. Recordaba la familia Imaz. Se vinieron del
campo a la ciudad, y en el campo iban dejando los hijos muertos. La
madre muriér al llegar al pueblo. El padre unos días después. Toda la
familia fue enterrada en una semana.
Crovetto se contagió. Estuvo muy grave; salvó a duras penas.
—“Pablo me mandaba todas las tardes la banda de su regimiento,
frente al Hotel Navarro, donde me hospedaba, para distraerme”. Pablo,
era el coronel Pablo Galarza.
Crovetto estuvo poco tiempo en Mercedes. Volvió a Montevideo,
donde fue médico de la artillería que comandaba el coronel de León.
VINO A LA UNION EN 1892
Instaló su consultorio en 18 de Julio, frente a la hoy farmacia Pa¬
ladino, en la casa que fue de doña Pepa Lepra, la misma en que veinte
años antes convaleciera el mayor Visillac de sus heridas que recibiera
en el combate de la Unión.
Su consultorio pasó luego frente a donde tenemos hoy el nuestro.
Pocos médicos tenía en ese tiempo la Unión. Paseyro, Romeu, Stábile,
Demicheri, Capdehourat. Estaba también el licenciado Lizazo. Después
vinieron Brusco, el padre de Marita, Nicola, el padre de Pancho, cuyos
- 77 -
hijos se casaron formando una pareja ideal, bien pronto víctimas de la
tragedia. Por fin el doctor Luis Paysée, dueño de una cultura francesa
realmente excepcional.
Nos cuenta el doctor Crovetto las peripecias de sus continuos -via¬
jes a las afueras, Carrasco, Chacarita, Manga, Toledo, sobre pésimos
caminos que nosotros hacemos sobre hormigón.
Tenía un cupé con un pozo donde él se sentaba siempre, que uti¬
lizaba para la ciudad y una victoria para los malos caminos. Me imagino
los sudores de Peluffo, su cochero habitual, y del hermano de Piolita
que suplantaban a veces al titular. Porque su bondad corría pareja con
sus nerviosidades y sus exigencias.
El año del centenario arrumbó su cupé y con gran asombro de to¬
dos compró un Buick. Luego arrancó su chapa de la puerta, una chapa
grande que lo había acompañado cuarenta y cinco años y se acogió al
descanso.
—“No hay hombre más trabajador que yo”, me dijo esa tarde. Y
terminó diciendo que no tenía más que decirme, “porque a él nunca
le había pasado nada extraordinario
Yo sé que le pasó una cosa extraordinaria, por haberla presenciado
con mis ojos y haberla oído por mis oídos.. .
Fue en el mes de enero de 1928.
Había entonces, a pesar de la diferencia de edades, plena con¬
fianza entre los dos. Yo lo llevaba en mi coche, cuando él no disponía
del suyo, tanto que uno de los gratos recuerdos de Pedrito, mi Ford
que vivió de 1927 a 1959 hasta que en la rambla de Carrasco murió
despedazado por un camión, es haberlo transportado a muchos lados,
a pesar de mi agobiador trabajo de aquellos tiempos.
Tenía el doctor Crovetto en sus manos a Juan Arrizabalaga, uno
de los mejores vecinos de la Unión.
Estaba en Malvín entonces.
Trató el doctor Crovetto con el Profesor Ricaldoni una consulta, y
a casa de Arrizabalaga llevé a Crovetto en mi coche.
La consulta fue larga, y apenas terminada nos reunimos, debido al
feroz día de verano, debajo de una higuera enorme.
Yo quise retirarme, entonces, pero me quedé ante un gesto de
Crovetto. Se encaró en seguida con el doctor Ricaldoni, y con aquel
tono de mando tan peculiar en él, le hizo esta pregunta que al prin¬
cipio no comprendí:
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—“¿Cuándo se va para Santa Lucía, doctor Ricaldoni?”
Ricaldoni tardó en contestar.
Al fin dijo en voz muy baja:
—“Yo no he pensado en ir nunca a ese paraje”.
Entonces excitándose, Crovetto habló en voz alta y ruda:
—“Pero no ve Ricaldoni, que si no va en seguida, sería demasiado
tarde?”.
Entonces el profesor Ricaldoni, tan respetado siempre, rompiendo
una breve rama de la higuera que mantenía entre sus manos:
—“Imposible doctor Crovetto. Tengo que apurar mi tiempo lo más
que pueda..
Seis meses después moría el gran profesor de clínica, habiendo em¬
pleado por última vez su estilográfica, en dedicar su primer tomo del
Instituto que dirigía el doctor Alejandro Schroeder.. .
*
* *
Murió el 3 de junio de 1943 en el Hospital Italiano, en el mismo
cuarto en que en 1929 murió Batlle.
Yo estaba entonces en la Radio Carve.
A las pocas horas pude balbucear en el micrófono unas palabras
sobre el gran amigo desaparecido...
Dije:
—“Alto y flaco, como una figura del Greco, con la pinta de sangre
americana necesaria para la anécdota inteligente que es como un sello
de raza, el doctor Andrés Crovetto, que acaba de cerrar los ojos para
su eterno reposo, fue uno de los últimos representantes de la Restau¬
ración.
Era mi amigo, y para este adiós que tal vez su espíritu esté reco¬
giendo ya dulcemente, sin la máscara de dura ironía con que gustaba
esconder la sensibilidad de su alma, necesito acorazarme un poco, por¬
que el doctor Crovetto fue mi amigo, y un amigo así, como él, es para
mí tanto como los muy amados seres de mi sanpre.
Cuarenta años se tendían, como un ancho camino, entre su edad
y la mía. Pero yo pude comprender bien a ese viejo rebelde ,con su mi¬
metismo de misántropo, cuyo corazón, de secretas blanduras, pude cui¬
dar como un hijo de la antigua usanza, indulgente y paciente, con la
culta sonrisa que tenían que arrancarme sus tercos caprichos, su pala¬
bra pintoresca, su bonhomía, disfrazada de rispidas agresiones verbales.
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Fue auténticamente, un gran médico, lo que llamamos a veces un ex¬
traordinario ojo clínico. Maestros de la talla de Ricaldoni y de Soca, re¬
conocían el rápido acierto de su diagnóstico, la segura sentencia de su
oído sobre el pulmón herido o el corazón lastimado. Tenía la áspera al¬
tivez de los solitarios, la secreta generosidad de esos buenos que no quie¬
ren parecerlo, como si la bondad fuera una tara de débiles.
Ah! viejo Crovetto, que yo quise y cuidé como a un niño malcriado,
de gran alma, de fino intelecto y gracia verbosa que tanto me gustaba
estimular, para el goce de oírle la réplica, con la certeza de una inteli¬
gencia bien cultivada.
Ya no es nuestra luz la que ilumina su frente, ni nuestro aire el que
le dará aliento para la charla vivaz y cáustica.
Ah! viejo Crovetto, viejo amigo, apresurado viajero como todos los
que pagan su óbolo a Caronte: desde esta orilla de la vida te grito mi
adiós último, con la garganta apretada...
Adiós, viejo Crovetto, a quien fui el último en alcanzar esta ma¬
drugada el vaso de la vida!
En la bruma del coma pudo reconocerme aún alguna vez, y su
mano flaca, como hecha sólo de huesos unidos por un atroz pellejo ama¬
rillo, presionaba la mía, rica de sangre, en una señal de reconocimiento.
Desde muy lejos, quizás ya en el tremendo vértice del límite, me
llegaba aún tu voz, casi irreconocible:
... Bonavita...
Me tuvo en su amistad, sus rabietas, sus enfermedades y su agonía.
Me tendrá siempre en el recuerdo triste...”.
EL DOCTOR FRANCISCO ALBERTO SCHINCA
A Restauración dio vida a grandes hombres durante el trágico pe¬
ríodo de la Guerra Grande. De esa época es don Agustín de Vedia, que
habría de tener el honor de viajar en la barca “Puig” rumbo a La Ha¬
bana. Martín Aguirre, principista que integró la Tricolor y fue herido
en el Quebracho. Domingo Aramburú que si fue grande como juez del
Crimen lo fue más como “Byzantynus”. José Romeu, que antepuso el
patriotismo al partido en 1903. Y Eduardo Acevedo Díaz, nuestro máxi¬
mo novelista.
80 —
Más tarde, cuando estaba a punto de caer el principismo ante las
bayonetas de Latorre, el Cardal nos entregó a José Irureta Goyena, a
quien traté muy poco, pero al que quiero como he llegado a querer sólo
a las grandes sombras de la historia, o a los seres que son, para mí, una
excepción inteligente y virtuosa, y por lo mismo un puro y alto ejemplo
para mis hijos.
Por fin en la casa que habitó un tiempo Joaquín Requena, el 9 de
marzo de 1883, la Unión nos ofrendó a Francisco Alberto Schinca.
*
* *
Entonces nuestro pueblo era un caserío, como la Aldea y como la
Aguada, unidas a la capital por un solo camino y conservando todas in¬
confundible fisonomía. La austeridad de las costumbres, la modestia de
los hogares, la hidalguía de aquellos varones cuyos hijos heredaban la
artesanía paterna, la rigidez de la patriarcal existencia familiar, hacían
de la Unión antigua, cuyas galas eran la capilla, el circo y la plaza de
toros, un verdadero remanso. No se conocía en ella sino lo que hace
noble la convivencia y lo que presidía su vida diaria era la confianza.
Pero la confianza no sólo en las tremendas cosas de dinero, en que la
única garantía era el conocimiento, sino en la palabra, ya que la ho¬
nestidad era proverbial en el pueblo de esa época. *
Lo que lo hacía respetable era la familia. Y la familia oriental, el
antiguo hogar de entonces en que el tronco italiano y el tronco español
habían modelado, al bañarse en la sangre criolla, una nueva raza, era
la fortuna de la República.
Se habla de esto con melancolía, añorando el momento que se fue
para no volver, aventando no sólo la juventud, sino los sueños. El país
sufre hoy de cosmopolitismo, en cuyo clima no se confía casi ni en la
palabra escrita.
Schinca tuvo la fortuna de gustar la otra época, en la que, en el
histórico caserío, vivían aún los últimos hombres que habían hecho el
Sitio Grande, y a pesar de la rudeza en que se vieron envueltos, supie¬
ron gastar un estilo de vida bien diferente del que sufrimos ahora.
Creemos percibir una parte del origen del cambio que llega hasta
un cambio en la sensibilidad colectiva. La crisis moral que padecemos
es profunda y consecuencia de las dos últimas convulsiones universales,
a las que no pudimos escapar, a causa de la inmigración de multitudes
que venían huyendo de la hoguera central.
- 81
¿Cómo no volver los ojos al pasado cercano, en que nos era fami¬
liar otra tónica de conducta?
Hay que pensar en lo que habrán padecido los pequeños pueblos
que no tuvieron hasta entonces más fortuna que una simple, primitiva y
feliz vida hogareña, sin oropeles y sin culpas.
La Unión de principios de siglo estaba unida a Montevideo por un
tren de caballos. Con su amigo Alberto Scaltritti, otro de los grandes
nacidos en nuestra aldea, Schinca, adolescente aún, esperaba todos los
días, en 8 de Octubre y Plata, el vagón que los conduciría a la vieja
Universidad, erguida junto al mar, que acunó antes el Fuerte de San
José y donde en 1726 desembarcaron las familias canarias que debían
poblar la península.
Ese tren a sangre representaba un progreso desde 1868.
Alguno de esos viajes de Schinca tuvo un sello singular: esperó solo,
de prosa con don Rafael, y el cochero, siempre el mismo a esa hora, no
alcanzando a ver al compañero, detenía unos minutos, tocando la cor¬
neta, hasta que salía Scaltritti, nervioso y apurado, lo que no le impe¬
día sorber, cebado por su madre, el último mate de esa mañana .
Se creía obligado entonces el cochero a sincerarse, por si viajaba
esa vez quien noguera un diario pasajero:
—Cómo no lo viá esperar, si estudia hasta la madrugada. ¡Hubiera
perdido el hospital...!
Esta era la idiosincracia de la época feliz en que no se conocía el
vértigo actual y en el que los obreros del transporte eran amigos de los
viajeros, y en una fraternidad que conmueve, los esperaban...
Más tarde, cuando luego del fracaso periodístico de “La voz del
pueblo”, periódico local de 1903, que alcanzó los doce números, ingresó
Schinca a EL DIA como meritorio, para ascender en seguida a correc¬
tor, obligado a llegar a la redacción de la calle Mercedes en horas de
la madrugada y no disponiendo de locomoción colectiva, nunca le faltó
quien lo transportara. Aparecían siempre, como respondiendo a una in¬
vitación, Teófila o Masacre, tamberos de rincón de Carrasco, o Piolita,
cochero de la esquina Larravide que gozaba de tan poco trabajo, que
cuando le llamaban el breack por casualidad, plumereaba los asientos y
les quitaba a plumero las telarañas...
Humildes hombres laboriosos de nuestra época de oro, ricos como
éramos en horas de sol y de ensueño...! Cómo no agradecerles, desde
la distancia y el tiempo, que tantas madrugadas hayan sentido el honor
- 82 -
de ayudar al modesto estudiante del que sabían ya que era una espe¬
ranza nacionall...
Lo era desde que se divulgó el triunfo que alcanzara cuando se
aprestaba a abandonar la blusa de escolar. Concurría entonces a la es¬
cuela de Rivera chica y Gaboto, donde efectuaban mensualmente un
concurso escrito. En esa fecha llamó tanto la atención el trabajo del
alumno Schinca, que la directora que sabía bien lo que podía esperar¬
se de él, preguntóle bruscamente, con aquella voz de fiscal del crimen
que tanto le conocía el colegio:
—¿Dónde la copiaste?
La hidalguía innata del niño se sobrepuso a su indignación. El no
era capaz de pretender lauros conquistados ilegítimamente. Contestó,
pues, sin molestia aparente por el agravio recibido:
—Cambie el tema y vigíleme.
Y así lo hizo la maestra que en 1877 había recibido su diploma
de las augustas manos de José Pedro Varela.
“Divagando”, fue el motivo del nuevo escritb elegido ante la ge¬
neral expectativa y mientras el sospechado lo desarrolló, la maestra si¬
guió atendiendo, sin perderlo de vista, los múltiples asuntos de su di¬
rección.
Cuando el niño presentó el trabajo sin que se hubiera secado en
él la última tinta, ella lo fue leyendo en silencio y sin esperar a ofre¬
cerle el premio de leerlo junto a la escuela reunida, abrazó a su mu¬
chacho con una ternura que no se le conocía, a ella, sabía hasta escon¬
der tras un semblante severo y una dura energía, la más exquisita fe¬
mineidad.
En su casa me contó hace diez años Aurelia Viera esto que tan mal
estoy transmitiendo. Me reveló el asombro que le produjo la página ela-
. borada ante sus ojos y ella conservó como una de sus más preciadas
reliquias.
Había auscultado el alma de Schinca, pero recién entonces com¬
prendía que se podía esperar de él la pronta revelación como scritor
de genio. Así lo anunció, emocionada hasta las lágrimas, a la escuela
que era en ese momento un clamoreo, en el que sobresalía en el entu¬
siasmo, un grupo formado por Carlos María Sorín, Justino Jiménez de
Aréchaga, Pedro Manini Ríos, Melitón Romero, Romildo Risso.
¡Con cuánta razón pudo escribir hace veinte años Genovese, en una
euforia generosa, que “quizá no haya tenido la Unión una vida paralela
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a la de Schinca!”. Olvidaba el autor de “Orión” a José Irureta Goyena
y a Eduardo Acevedo Díaz. ¡Qué trilogía para nuestra modesta gloria
pueblerina!...
*
* *
Después Schinca, con sagrada humildad, entró al periodismo. Ya
tenía por Batlle una admiración que rayaba en idolatría. Y fue su diario
la única hoja que recogió su firma, y en cuyos últimos años nos regaló
la página del “Duendecillo Fas”.
La militancia política debía llevarlo fatalmente a la oratoria. En
esa disciplina no conoció otra lucha que la difusión del verbo de Batlle.
En ese aspecto puede afirmarse de él lo que un periodista de Mar¬
sella dijo de Briánd, destacando su voz soberbia, “que no era un vio-
loncello, sino más bien el órgano que resuena en la catedral”. Comparó
así sus discursos con una marcha nupcial que apenas se oye en el co¬
mienzo, porque entonces, tímida o fingiendo cortedad, entra la novia.
Luego la voz va alzándose y su sonoridad llena el corazón de los que la
escuchan. Ha recobrado, al fin, el dominio de sí misma. Entonces Briand
la toma y la lleva al altar.
Así era el dominio de este hombre cuyas manos en la tribuna es¬
taban siempre abiertas, como si no se atreviera a cerrarlas. También las
de Schinca se tendían, llamaban y de pronto, transformándose, fustigaban.
Yo no he conocido a nadie que fuera más dueño de la palabra que
Schinca. Era nervioso, y antes de hablar estaba siempre inquieto. No
quiero expresar que de él pudiera afirmarse lo que de Amicis dijo de
Castelar, a quien, sin conocerlo, acompañó de lejos a las Cortes. Lo vio
ansioso, sin parar en ningún sitio, entrando a la Cámara y saliendo lue¬
go sin motivo aparente, vagando por los corredores, sintiendo que no
podría hilvanar dos palabras, por haber olvidado lo que ya había im¬
preso en su pensamiento. Hasta que luego de subir a su escaño, pálido
como un condenado, lo vio de pronto abrir y adelantar su mano y decir
esta sola palabra: “Señores”, y de Amicis que no lo había visto ni oído
nunca, comprendió, por el tono con que dijo esa palabra única, que
Castelar estaba salvado, y lo estaba, y lo estuvo siempre que usó de la
palabra para adueñarse de su auditorio, porque su valor se reponía ins¬
tantáneamente apenas se sentía en contacto con su público y su discur¬
so se rehacía como un aire olvidado. Y las Cortes no oían otra cosa
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que su voz inconfundible, no sentían más que la llama que lo abrasaba,
y la fuerza que lo elevaba, transformándolo...
Exageraría si aunara a estos dos oradores en esa timidez del co¬
mienzo y su deslumbramiento inmediato. Pero si no en la dimensión es
segura la identidad anímica ante la prueba que comenzaba.
El doctor Schinca era partidario de improvisar la forma en sus dis¬
cursos. Reflexionaba maduramente el tema, pero al subir a la tribuna
dejaba fluir su inspiración. Creía que el preparar la forma literaria era
una esclavitud para el espíritu. Tal vez recordara que Poincaré, dota¬
do de una memoria prodigiosa, escribía sus trabajos palabra por palabra
y aprendiéndolas luego maravillaba con sus seudo improvisaciones. Reu¬
nía todas las dotes del orador: actitud amplia y envolvente, voz de em-
pastamiento incomparable, gran precisión de lenguaje, desdén por la
declamación, y difícil sencillez, que parecía eliminar el esfuerzo. Todo
lo hacía apto para lograr una rara facultad de orador Repentista, que lo
hacía dueño de ese don superior de adaptación que permite al alma
del tribuno modelarse sobre el espíritu de su público. Se le ha llamado
a esto adueñarse por derecho de los discursos de táctica. El sabía que
con un cerebro como el suyo, dueño de la encantadora cuitara france¬
sa, puede desafiarse siempre cualquier arranque improvisado.
Rectifico una afirmación anterior: algo le faltaba para ser el ora¬
dor perfecto: la estatura. Pero Irureta dijo de Lloyd George que tal vez
no haya habido en la libre Inglaterra, “un orador tan chico del mentón
para abajo, ni tan grande del mentón para arriba”.
DON SAMUEL
* OLVEREMOS a nuestro pueblo, apenas recuperado. Hemos viaja¬
do un tanto con el lector, por las viejas rutas de la Restauración. Tene¬
mos por ellas, por lo que queda aún del tiempo antiguo, zaguanes que
en lo alto muestran dintel en arco, rejas con rizo al centro, muros bajos
con cicatrices disimuladas por madreselva y guaco, tanta ternura escon¬
dida, que no es pose confesar que nos duelen como tajos las agresiones
que el progreso les dirige todos los días. Hace cuatro años casi nos de¬
molieron el “Molino del Galgo”. Se salvó, porque un grupo de vecinos,
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entre los que nos contábamos, visitó al Intendente Barbato, amenazándo¬
lo con una pueblada, apenas se advirtiera la primera cuadrilla asesina.
Entonces, muy poco antes de que descansara, visitamos una de las
reliquias que conservábamos. Don Samuel cumplía ese día noventa y
seis años y hubiera llegado al siglo si una complicación no lo arrebata¬
ra a nuestra estima.
Lo evocaremos hoy, como lo hicimos hace algún tiempo, pidiéndo¬
le a don Samuel entonces, que no prestara importancia excesiva a lo que
pudiéramos decir, porque siempre el pasado es de por sí doloroso, tanto
que nadie se atrevería a revivir su vida anterior. El transcurso de los
años es, en general, fastidioso, y si a veces agrada evocarlo, es porque
el alma descansa en el recuerdo, pero hasta esa dulzura es tristemente
dolorosa.
Le conocimos a don Samuel hace cincuenta y siete años, cuando
llegábamos a la Unión trayendo el campo en los ojos, porque veníamos
de las orillas del Marincho, puros de alma, y con una sencilla ingenui¬
dad campesina.
Ocupamos en la calle principal del pueblo, la casa que hasta en¬
tonces fuera de don Pablo Amaya, y que en 1921 la sucesión la ven¬
diera al Dr. Berrutti, que murió poco después jen ella. Podremos olvi-
dhr cualquier acontecimiento de los tiempos cercanos, no lo que se re¬
fiera a la manzana de nuestra primera casa de Montevideo. Su perímetro
está marcado por 8 de Octubre, Comercio, Asilo y Gobernador Viana.
Sobre la primera, esquina Comercio en 1836 instaló Pijuán su char¬
queada, hasta que una incidencia con Basáñez obligó al primero a disol¬
ver la sociedad incipiente.
Donde estuvo Pijuán vivía en ese año de 1902 un señor atildado,
estampa de un lord inglés, a quien veíamos pasar por nuestra puerta,
después del almuerzo, rumbo a La Liguria, donde se reunía entonces
lo más selecto del pueblo, expansión que se concedía antes de tomar
el tren de caballos que le llevaba hasta su despacho de aduana, donde
enterraría treinta años de su vida ejemplar. Estampa de lord inglés de¬
bía tener. Su abuelo paterno fue John Stedman Horne, de Birminghan.
Su tío don Carlos Ridgel Horne, natural de Baltimore, fue un ca¬
ballero de ilustre origen, por sus dos ramas, que estableció en la Ar¬
gentina, donde en 1846 adquirió la vieja quinta de Mackinlay que en¬
tonces daba a la calle Reconquista donde construyó su residencia. Para
eso introdujo en el país multitud de árboles auropeos, y entre otras plan¬
tas la célebre rosa de Francia. La caída de Rosas produjo la suya. Era
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muy amigo del Restaurador, y la batalla de Caseros produjo su ruina.
Le confiscaron sus bienes y lo persiguieron hasta hacerlo huir a Monte¬
video. Y sin embargo, Home fue un protector de los unitarios .Los ba¬
jaba por la quinta al río, y los embarcaba en las balleneras. Rosas dis¬
cutió con él, pero no tomó medidas contra su persona. Entonces estaba
casado en segundas, nupcias con Mercedes Lavalle. Apenas llegado a
nuestra capital se presentó a la firma naviera de Lamport y Hort, de
Liverpool, hasta su muerte en 1884, teniendo 83 años. Los Horne La-
valle residieron en Montevideo, donde dejaron excelente nombre.
La confiscación de sus bienes no fue rigurosa, tanto que pudo vol¬
ver a Buenos Aires, vendiendo su quinta a Lezama. Este es el origen de
la famosa quinta de la capital porteña.
Hacía ya veinte años que se afincara en la Unión, habiendo nacido
en las Piedras en 1856, el mismo mes y año que en un molino de la
Aguada, viniera al mundo José Batlle y. Ordoñez.
Mozo todavía conoció a Ulpiana Amaya y se casó con ella. Se con¬
serva todavía en Lindoro Forteza y Juanicó, la casa que protegió sus
primeros amores. Entonces empezó a vivir su vida. Vio nacer casi el
pueblo que el año 80 todavía era idéntico a la Restauración (Sel Sitio:
plaza de toros, hornos de ladrillos cuyo fuego se alimentaba con cardos,
saladeros, velerías, cafés de engalerados con zapatos de charol y puños
duros, barberías donde jabonaban a la víctima con los dedos y usaban
una nuez para conformar la mejilla de los flacos, reñideros, pulperías
de palenque, como la de Chichón; con lotería, como la de Cufré; sin
lotería, ni palenque, como la del Cerro Largo, más aristocrática.
Don Samuel conoció pues, la Unión, pocos años después que la
tomara por asalto el pardo Aparicio, cuando en 1870 estuvo a punto de
derrocar a Don Lorenzo.
Pueblo blanco, como fundado por Oribe, en él se guardaba como
en una urna, el recuerdo del vencedor del Cerro.
Francisco, padre de don Samuel, le había dado al partido como
todos los hombres de ese tiempo recio y firme, lo mejor de su esfuerzo,
su sangre, su bolsa y su descanso.
Fue jefe de la artillería en la batalla del Sauce, a la que no se re¬
fería nunca sin decir que “los cañones revolucionarios quedaron ente¬
rrados en la tierra arada”.
El hijo habría de ver y vivir la tragedia del 11 de octubre: vio
correr la sangre de las víctimas: Adramantino Fernández, los Cordones,
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el pobre muchacho Estela, fusilado frente a la casa en que vivimos al
venir de campaña; los bronces de la puerta de calle, estaban todos agu¬
jereados por las balas de Julio Herrera. Vivió también don Samuel, pero
de lejos, la tentativa de Isasmendi para voltear a Cuestas: si “el vas-
quito fracasó fue porque el coronel Laborde avisó a tiempo a Domín¬
guez la salida hacia el centro de la artillería. ■
Fuera de esas incidencias trágicas, la Unión era, para sus mora¬
dores, un remanso. Los hombres envejecían allí plácidamente y llegaban
a cobrar aspecto de patriarcas. Cuando lo visitamos en su casa, hacía
muchos años que no lo veíamos en nuestro pueblo. Se había apartado
de él un cuarto de siglo antes, y la arterieesclerosis le había hecho per¬
der la vista. No le podíamos aconsejar que volviera a él ni de paseo.
Teníamos la certidumbre que cuando se fue, debió sentir hondamente
el cambio.
De volver, las cosas, las personas, y los lugares familiares, le hu¬
bieran ofrecido de pronto, una extraña novedad desapacible. Las losas
rústicas de las veredas que durante tantos años sufrirían sus pisadas, gra¬
ves por la fatiga o el cansancio, no le reconocerían... La Unión le hu¬
biera parecido una población extraña y lejana. El la llevaba entera, den¬
tro de sí mismo. La poblaba él solo: al irse se le desvaneció de golpe.
Los hombres se sienten arraigados a las cosas, por lazos invisibles,
que no pueden romperse sin angustia. Habría de sentir, al retomar, una
inquietante desazón por la ciudad que ya no era suya; por las viejas
losas y los añosos árboles que vio plantar cuando Montevideo festejaba
el cuarto centenario de América. No, es mejor que no vuelva. Que no
recuerde de pronto que cariño secreto, inconfesado, guardaba para esa
tierra aldeana, en la que sufrió tribulaciones sin gravedad, y algún goce
tranquilo.
“No vuelva” don Samuel, le decía al fin, sin palabras. No hallaría
en la Unión comercial y cosmopolita de hoy, ni la gracia, ni la humildad,
ni la paz antigua. No encontraría a Crovetto, ni a Laborde, ni a Acha,
ni a Linares.
Con sus noventa y seis años, don Samuel era uno de los lazos vi¬
vos que nos unía a la Aldea, cuando esos vecinos eran jóvenes y fuer¬
tes, y nosotros niños aún. De volver, no comprendería muchas cosas,
ni siquiera el idioma que hablan nuestros vecinos de ahora.
El vecindario. — Esa noche tomó de pronto otro giro la conversa¬
ción. Recordamos pues, con travieso espíritu, deseando distraer a Don
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Samuel, trayendo a la liza un montón de veinos, algunos de los cua¬
les habían muerto hacía sesenta años.
El rincón español de la esquina, donde Araújo abrió, no un vento¬
rrillo, sino un puesto de verduras. Ahora el ruedo de toros estaba ce¬
rrado desde el año 11. Peluso había muerto; era el miura que hizo de
España la travesía de ternero, y se aquerenció con el picador, hasta
el punto de comer en la mano el manojo de avena. Era un espectáculo
arrancar furiosamente contra el torero, y amansarse de golpe, para co¬
mer en la mano el pasto que se le tendía.
Ahora sólo tenía en su comercio carteles antiguos, en que aparecía
clavándole el fierro a la fiera, y sosteniéndolo. Convidaba con manza¬
nilla, tocaba en la guitarra una jota desafinada, y se enfurecía luego si
el diente no aceptaba “el perejil de ñapa”.
Al lado de Araújo vivía Pepe Bruñé, tan bueno como cambiante
de genio; luego los Vásquez, uno d'e los cuales, el mejor, Domingo, lle¬
vaba marcado en su destino, el de morir a manos de su hermano. En la
mitad de la cuadra, la mejor casa del pueblo, que fue de Urtubey, es¬
tuvo habitada unos años por el cotizado médico don Carlos Demicheri.
Cuando éste compró la casa propia de 8 de Octubre y Larravide, Gas-
cue, escribano de mérito, caído en España donde se conserva su cuer¬
po, formó con Chucha, verdadera belleza de la época, hija de don Juan
Raissignier, un hogar como había pocos en el pueblo; su casona se abría
siempre, para ofrecer en los hermosos patios cubiertos, los más esplén¬
didos bailes del verano.
Luego venía Delfino, que cuando apenas llegamos al pueblo, era
joven, y tenía una sola distracción: era el único tambero de la Unión
que hacía entrar las vacas por el zaguán, contoneándose. Don Francis¬
co Bellini fue el panadero más antiguo de la zona. Estaba empapado
siempre en los recuerdos de su Génova, y en treinta años de trabajos
de sol a sol, sólo se permitió una vez salir con su hijo Bartolo y su per¬
diguero “París” a cazar martinetas, que él encontraba tan buenas como
las que sorprendía entre la nieve en plena Liguria.
Quedaba una familia con fama de maniática: descendía de un
alto oficial del Cerrito, los Home Pérez, que se destacaban por las lar¬
gas siestas que dormían; la última duró diez años .Cuando desaparecie¬
ron, habitó la casa reconstruida, aquel médito notable por tantos con¬
ceptos que se llamó Martorell. En la esquina vivía Spotti, el mismo que
no quiso comprar en cincuenta pesos, la casa que habitó cuarenta años
- 89
y acaba de venderse en veinticinco mil, y eso que Manuel Aguirre, el
gallero, le arrancó una pieza para convertirla en reñidero.
*
* *
Vecinos de importancia y personajes humildes, pero tan superio¬
res todos, en alma y en sensibilidad, a aquellos con los que nos rozamos
todos los días, ahora que no trepamos al granado del fondo, ni a los
almacenes de la calle, porque hemos crecido, y sólo nos queda el con¬
suelo de recorrer con Eduardo las calles de las orillas del pueblo, año¬
rando los tiempos que se fueron...
Don Samuel conoció la aldea, la vio crecer, cambiar su tierra en
cuña, su cuña en hormigón, desaparecer a los viejos amigos, con pena,
ascender a muchos con alegría... No cambió, salvo en su aspecto físi¬
co. Conservó hasta el fin su gallardía, y siguió siendo lo que siempre
fue, el hombre más sencillo, el que se hacía querer, y al que había
que respetar. Conservó también su gesto sobrio, su aire de altivez que
no chocaba, su inteligente candor.
Es posible que a pesar de haber envejecido bien, le haya ganado
alguna vez la desesperanza. Había venido al pueblo, cuando en él ha¬
bía farolero para las lámparas de petróleo, como antes lo hubo para
encender una a una las velas fabricadas en la graseria. Conoció la Li¬
guria, cuando los parroquianos llevaban una oveja para calentar sus pies
mientras jugaban al gofo o mentían al truco, y cuando el comandante
Toledo entraba a la sala de billares sin bajar del caballo, y tomaba su
vaso de caña rompiéndolo contra el suelo como en las películas rusas.
Unión de la retreta y los paseos de Mondino, capa al hombro y
comunión en ristre, y los entierros en tranvía y el primitivo cine que
pasaba seis meses seguidos “La hija del guardabosque”, hasta que Obiol
temía quedarse sin sillas cuando el frenesí se apoderaba del público,
porque el héroe conseguía al fin saltar la ventana para salvar a la don¬
cella. ..
Unión de Estades y de Pepe Olivé, de las tertulias en el Centro
comercial, de los dúos de Perico Starico y Muleka Mutuberría, anun¬
ciados con gran nerviosidad: “silencio; ahí viene “non tornó” mientras
se sentaba para aplaudir a los artistas, que bisaban todos los números
sin que nadie se los solicitara nunca...
*
* *
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Era monótona la vida pueblerina. Los sábados por la noche, la
reunión evngélic. Lito sacaba el primer Ford de bigote que hubo en
la Unión, y en él se repantigaban don Samuel, Jacinta, don Pedro y
Enrique el alemán con su tos asmática que se hacía fatigosa cuando
subía la escalera de la calle Juanicó.
Todo el progreso del pueblo, don Samuel fue recogiéndolo, asimi¬
lándolo, perdonándolo, orgulloso sin decirlo a gritos del adelanto lento
pero firme del villorrio al que conociera recién nacido.
Aquí estaban sus mejores recuerdos, aquí le nacieron sus hijos.
¿Cómo no quererlo, si aquí fueron muriendo uno a uno sus viejos ami¬
gos? Conservó hasta el fin, en la cartera de bolsillo dos retratos, el de
su padre y esa trilogía de niñas con que engalanamos la página.
*
* *
Vida ejemplar como pocas, le acercamos aquella noche a don Sa¬
muel el homenaje de nuestro cariño, en momentos que tan lucidamente
se acercaba al siglo, al que no pudo alcanzar. Esa noche lo que siem¬
pre recordamos, y está en no sé cuál de los libros de nuestra biblioteca:
“Y sobre todo, no vayas a desear la juventud: cree en los viejos,
muchacho”.
DON CARLOS
^ N Dieppe, hermosa ciudad de Normandía, nació en febrero de
1859 don Carlos Racine, hijo de horticultores. Tenía que atraerle la
tierra, ya que tenía a su alcance la Escuela Nacional de Horticultura,
creada por el Rey Sol en Versailles. Cumplía los diecisiete años cuando
ganó el concurso que lo habilitaba a estudiar la carrera elegida, donde
después de tres años de estudios alcanzó el título que el gobierno le
cambió por el de Ingeniero Horticultor. No tenía treinta años cuando
marchó al Istmo de Panamá, donde empezó su fama de ingeniero pai¬
sajista. Lo premiaron con la fiebre amarilla que hizo convalecer en el
clima de Caracas. Ya en París lo sorprendió don Francisco Vidiella que
sabía de su preparación y lo trajo a su Cortijo de Toledo, donde dejó
su parque. Fue la primera visita a nuestro país. De vuelta a Francia
partió en seguida para Sucre, donde se encargó de los jardines de don
- 91 -
Francisco de Argadoña, quien murió sin verlos terminados. Su muerte
decidió a sus amigos aconsejarle el viaje a La Paz, donde se dirigió en
un penoso viaje de siete días a lomo de muía. Conoció a los indios ayma¬
rás, y en la provincia de los yungas ocupó tres meses en la pesquisa del
árbol de la goma.
Ya en Montevideo se encontró con don Antonio Lussich, el valien¬
te marino, inspirado poeta de los árboles, quien concibió el proyecto de
transformar su campo en Maldonado, entre la Laguna del Sauce y el
mar, en la maravilla de Punta' Ballena. Ya no deja el país. Aquí dejará
su último aliento.
Hay pocos paseos montevideanos que no muestran la elegancia de
su estilo. Desde la Plaza de la Unión, que plantó en 1895 con su her¬
mano Ernesto y el Parque César Díaz creado por el fervor del coronel
Debali, hasta el Parque Batlle y Ordoñez, con cuya magnífica planta¬
ción dio un toque mágico a la quinta de Pereira. Dejó su arte en la
Escuela de Tiro, en la Escuela de Veterinaria, en la Facultad de Me¬
dicina, en el Hipódromo de Maroñas, donde en el 70 tuvo su campa¬
mento Timoteo Aparicio y en la Plaza Independencia. Son suyas las
plantaciones del Bulevar Artigas y del Parque Fernando García.
Salió afuera. Trazó y ejecutó las Plazas de Dolores, Meló y Pay-
sandú. No encuentro, en la nota que dejó su mano, referencia a la Plaza
Zabala. Será tal vez la única que no le debe algo a su acción incansable.
EL PRADO
Es la obra de aliento de Racine, el Jardín Botánico.
Los nombres que no han de dejarse de mencionar cuando se es¬
criba su historia, y figuran al lado de Racine son los de José Arechava-
leta, Cornelio Cantera y Daniel Muñoz. Arechavaleta concibió el pro¬
yecto; Cantera cedió, para él, el primer plantel de árboles indígenas;
Muñoz fue un propulsor extraordinario en los momentos difíciles del
comienzo. Racine fue el cerebro y brazo de la empresa.
En 1904 un diario de la época se lamentaba de que Río de Ja¬
neiro tuviese un hermoso jardín tropical; Buenos Aires su magnífico
jardín de aclimatación; Valparaíso su Consevatorio de Plantas con ejem¬
plares de las tres zonas y que Montevideo careciese de un rincón que
demostrara su verdadero adelanto en horticultura, representado exclu¬
sivamente por la iniciativa privada.
El proyecto fue aprobado en 1902 disponiendo la Municipalidad,
junto al Miguelete, de veinte hectáreas aparentes. Para la flora acuá-
- 02
tica, terrenos bajos; para la gran mayoría de nuestras especies foresta¬
les, costa de arroyo; tenía también extensiones arenosas, partes en que
abundaba el humus, lugares altos y secos. Variedad de terreno admira¬
ble para la visión urbanizad'ora de un espíritu como el de Racine, que
había venido de Versailles. Tenía otras ventajas' todavía. Del lado del
Oeste estaba el Prado, el paseo más concurrido en aquella época; al
Este se levantaba el Observatorio Municipal con la ayuda inapreciable
de sus estudios meteorológicos.
En 1906 “ERASMO” visitó el jardín, en momentos en que no es¬
taba Racine. Había ido a Buenos Aires en misión de intercambio con
el jardín argentino que dirigía en ese momento el señor Thays. “Eras-
mo” elogió el rápido adelanto de la obra.
La flora indígena estaba admirablemente representada. El Iberá-Ró,
de hoja colorada en la primavera; la caoba criolla, de rápido crecimien¬
to y flores medicamentosas; el higuerón, decorativo como pocos, pero
de malos instintos; el camboatá o sarandí colorado, soberbio y raro en
la pompa de su follaje; el molle resinoso; el ceibo rosado y el colorado,
legendario de nuestra tierra; el timbó,, oreja de negro, cuya sombra es
de égloga virgiliana; el quebracho, útil sobre todo en construcciones
sólidas.
Una nueva visita permitió al señor Racine declarar a “Erasmo” que
el jardín contaba ya con quinientos mil árboles en cultivos, la mayor
parte en tierra y las demás en maceta. Ahora sí, había de todo. Tipas,
jacarandáes, olmos, palmeras, castaños, robles, fresnos, acacias, álamos
que fueron plantados por primera vez en el país, en la quinta de los
olivos, en 1818, por el Padre Larrañaga. Y sobre todo pinos y eucalip¬
tos que introdujo Tomkimson en 1853.
Todos esos ejemplares engrosaron paulatinamente en la arboleda de
la ciudad, que había abusado del plátano, casi exclusivamente, variedad
que el señor Racine entendía que debía sombrear todas las carreteras.
Con una gran batalla de flores inauguróse la Rosaleda en 1912.
Don Carlos triunfaba. Entonces, como un estímulo, y cuando ya se acer¬
caba a los sesenta años, se le separó de la Dirección de Paseos que
era su obra casi exclusiva, y que había convertido en un legítimo orgu¬
llo para el Uruguay.
EL PARQUE NACIONAL DE CARRASCO
Así, despojado de su cargo técnico, como premio a su extraordina¬
ria labor realizada, cumplió Racine los sesenta años. Y en ese momen-
- 93 -
to la sucesión de don Doroteo García donó al Estado una faja de are¬
nales de trescientas cincuenta hectáreas, cruzadas por bañados e insa¬
lubres pantanos y tembladerales, con el Plata al Sur y el bañado de
Carrasco al Norte. Y se pidió a Racine que lo transformara en un gran
Parque Nacional. Y ese hombre extraordinario, no vaciló.
Al hombre nacido en 1859 en la Normandía, extraordinario en todo
sentido, estando enfermo y amargado, se le dio ese páramo, para que
lo convirtiera en lo que es hoy. Y para eso se le concedió veinte peones
y un capataz...
Su reconocida capacidad técnica unida a una voluntad inquebran¬
table, realizaron el milagro prodigioso. Muy pronto su espíritu creador
concibió el proyecto aprobado de inmediato, y sobre cuya base empezó
la gigantesca lucha contra la naturaleza.
Las jornadas eran agobiadoras, ya que las arenas impulsadas por
los fuertes vientos reinantes, cambiaban constantemente la topografía
del terreno, tanto que con un intervalo de veinticuatro horas, el lugar
que ocupaba un médano era sustituido por una laguna.
La desecación de los pantanos y trazados de caminos se hizo siem¬
pre con Racine en primer término, e infinidad de veces con el agua
por encima del tobillo.
|Y ese hombre era gotoso!.. . |Y era bronquítico crónico!.. .
Se comprenderá fácilmente las dificultades prácticas de la empre¬
sa, si se tiene en cuenta que el personal con que contaba no era toda¬
vía competente, y él lo formó. Sólo era digno el capataz Francisco Co-
lombo que lo siguió desde el Prado.
El seis de setiembre Racine plantó con sus manos el primer árbol
del futuro Parque, un eucalipto, para el que don Carlos tuvo siempre
ternura de padre. Ultimamente lo recordamos en el Rotary con emo¬
ción, tributándole un aplauso a su hijo el doctor René Racine, que lo
recibió como un homenaje póstumo y tardío al gran luchador que fue
su padre. En ese momento no había un solo arbusto en la enorme ex¬
tensión desolada. A los dos meses había plantados cincuenta y dos mil
árboles...
Ya estaba en marcha el proyecto gigantesco. Luchando lo indeci¬
ble contra los elementos se construyeron trece kilómetros de zanjas y
canales para la desecación de las lagunas, hoy casi invisibles entre la
exuberancia de la vegetación.
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Así transformó Racine lo que tradicionalmente se llamaba Laguna
Larga, en lo que él llamó pintorescamente “mi Holanda”.
Extraordinariamente hermosa Holanda casera, con verdes de sau¬
ces y plateado de álamos dibujándose sobre la plata de los canales.
La lucha era diaria, contra la arena invasora que él fijaba por
medio de plantaciones científicas; contra el terreno árido en muchos
lugares; contra las sequías del verano y contra las inundaciones y con¬
tra el viento, ese aliento quemante del mar y contra el fuego.
Una vez —el viejo luchador lo recordaba con tristeza— murieron
dos mil pinos, retorciéndose en convulsiones epilépticas, enrojecidos,
ahogándose en humo y llama. El seguía la lucha. Así, del inmenso mé¬
dano, surgió el Palmar.
Dos mil palmeras en enorme herradura nos llevó, en una de nues¬
tras visitas, al recuerdo oriental de Lotí y de Farrére.
Bosques enteros, salpicando las arenas calcinantes. Selvas de robles,
plantados y mantenidos en estado floreciente a pesar de las opiniones
que se alzaron para advertir que el roble necesita el abrigo cálido y no
la inclemencia del mar.
Montes de ceibos, arrojando manchas rojizas en extensión ondulan
te. Enorme variedad de eucaliptos y coniferas estratégicamente coloca¬
dos para hacer resaltar sus características, forma, color, tamaño. Toda
una obra titánica que trasunta la energía del luchador. Lo que Racine
marcó en el plano, está en el terreno, realizado.
Una avenida de circunvalación de cincuenta metros de ancho por
ocho mil cien de recorrido, un gran palmar de dos mil plantas, una ave¬
nida central e infinidad de caminos y junto al mar veinticuatro hec¬
táreas destinadas a torneos atléticos o puerto de aviación.
Todo esto, disponiendo para adquisición de útiles, acarreos, com¬
pra de las plantas que no se producían en el vivero del parque, la suma
de cinco mil pesos anuales!!
¿Y cuántos guardianes había para cuidar ese tesoro?
Ninguno.
El presupuesto nunca habló de guardianes...
*
* *
En la administración del Parque, en medio de tantos detalles de¬
corativos, un gran cuadro dejaba ver la vigorosa cabeza de Clemenceau.
* ¿Templaba Racine su energía en la contemplación diaria del severo ros-
- 95 -
tro del Tigre? Es muy posible. Todo lleva allí la marca de una enérgica
dirección. Racine volcó en su obra su corazón y su cerebro. Su cora¬
zón, que tanto sentimos junto a nosotros, en medio de las callejuelas
aldeanas de lo que era entonces la Unión, en la que don Carlos Racine,
fue una de las primeras figuras si no la primera de su tiempo.
DON SANTIAGO EL BUENO
año 1842 fue una alborada para los pueblos del Plata. Ese año
C' llegó del Brasil el General José Garibaldi, acompañado de su fiel
Anita, que debían casarse muy pronto en la iglesia de San Francisco.
Poco después llegó a estas tierras un voluntario peninsular, que se unió
a él llevado por su fama y su bondad.
Volvióse a Europa, después de haber sido un garibaldino de la
legión italiana, y de haber combatido con la fe que dan las convicciones
bien asentadas.
Regresó al hogar poco después de 1850, y se radicó en la Blan¬
queada, en la calle del General Artigas, exactamente donde ahora está
la Escuela al Aire Libre, hoy 8 de Octubre entre Larrañaga y Abreu.
Presenció pues, en 1858, un proceso extraño. Era un domingo de mañana
cuando de pronto se notó inusitado movimiento en el lugar. Grupos de
muchachos se dirigían apresuradamente en dirección al centro. Cercano
ya se veía avanzar por el camino un grupo de jinetes. Grupo importante.
Brillantes uniformes sobre pingos regios. Se cubrieron de mozas las rejas
florecidas. Salieron a la calle las familias de los contornos, las de Reboledo,
Buxareo, Becar, Davison, Pedemonte, Tajes. La comitiva avanzaba en
zig-zag; se hundían en el lodo los caballos. Frente a la quinta de Peña
los detuvo el pantano. Un tordillo negro encabezaba el grupo. Lo mon¬
taba un hombre joven, arrogante, correcto; treinta años a lo más. Fino
látigo apretaba su puño enguantado. La mano de su corcel no alcanzó
a chapotear en el pantano. Conociendo o previendo su hondura, su
jinete lo guió hasta la vereda. Subió por ella y pretendió avanzar, esqui¬
vando así el obstáculo por la senda imprevista, abierta al conjuro de su
voluntad. No pasó. Inesperadamente una dama acababa de tomar las
riendas a su caballo.
Un duelo el diálogo corto.
—No esperaba, señor, que se cometiera el atropello de pasar por
esta vereda, sin mi permiso.
- 96 -
—Se lo pido, señora, con todos los respetos.
—Tengo el gusto de negárselo, señor.
El personaje, que lo era, fijó su atención en el semblante enérgico
de la dama. Insistió:
—Le ruego paso señora .
La voz correcta, recobraba ya un ligero acento de autoridad.
—Vamos al Colegio, señora. No llegaríamos dignamente si pasára¬
mos por el pantano.
—Por mi vereda tampoco es posible.
Había soltado las riendas. Comprendía que su mirada y su voz eran
la más segura manea para las manos del tordillo que espumada en el
freno.
—Señora... —casi gritó el jinete de traje impecable. Soy el Ministro
de las Carreras y voy al Colegio en representación del Superior Gobierno,
a presidir un acto oficial.
Rápidamente, como si hubiera esperado estas palabras, halló res¬
puesta la dama bravia, que - no pensó posiblemente al salir del viejo
maciso de su casa, ser la heroína de tan singular rebeldía.
—Con mayor razón le negaré el permiso, señor Ministro. El Go¬
bierno es el culpable del estado de este camino.
La proverbial gentileza del doctor de las Carreras, su don de gen¬
tes, su diplomacia, le ganaron la turbia partida.
—Mañana mandaré componer el pantano, señora. Déjeme pasar por
su vereda. A mi vuelta pasaremos por el pantano.
Una exquisita reverencia femenina. Saludando pasó la comitiva,
esquivando el hondo charco, para sufrirlo enteramente a su vuelta.
El Ministro cumplió su palabra. Veinticuatro horas después de la
incidencia, se descargó frente a la quinta de Peña, la tosca y el pedre¬
gullo con que las cuadrillas de peones saldarían la deuda contraída por
el apuesto jinete que no quería enlodarse. Así se compuso por primera
vez el camino que estaba casi frente a donde se construyó, a principios
de siglo, el palacio de Rubio el más magnífico que ha habido en todo
tiempo en la Unión.
Días después un grupo de vecinos del pueblo, la élite de la época,
llegó hasta la casa de la señora María Serrudo de González, a testimo¬
niarle su agradecimiento. Lo que ellos no habían conseguido después de
inútiles pedidos, lo había obtenido ella por la energía de su actitud.
Formaban en el grupo don Tomás Fernández, don José Antonio
Pedemonte, don Tomás Basañez, don Manuel Larravide y don Tomás
Poggi Linares.
- 97
Este don Tomás Poggi fue el padre de don Santiago. No tardó en
formar un hogar con su prima Blanca, los dos oriundos de La Liguria.
El continuó labrando la tierra y formando una quinta de la cual hizo
su medio de vida. El matrimonio tuvo cuatro hijos: María, que fue
señora de Decía, Carlos bohemio y aventurero; y los mellizos Santiago
y Catalina, que fue la señora de don Luis Schinca.
Lo que nos interesa es la vida ejemplar de don Santiago. Cuando
terminó la edad escolar, el padre lo llevó a la tienda de don Pedro Sta-
ricco, que era su compatriota y a quien conocía de la península. Hasta
el año 1884 fue su empleado y hacia el año anterior fue su gerente. En
agosto de ese año adquirió la tienda de 18 de Julio hoy 8 de Octubre
y Lindoro Forteza llamada hasta entonces General Flores. Hasta ese
momento fue de don Angel Fernández. Don Santiago le puso a esta
tienda el nombre de “La Unionera”. En 1893 se trasladó a la esquina
de 8 de Octubre y Larravide, a un edificio de su propiedad.
En los primeros años de su funcionamiento, la villa contaba tan
sólo con cuatro comercios de ese ramo: “La Legalidad”, de Salvador
Rocca; “Del Romano”, de Pedro Staricco; “La Estrella”, de Francisco
Brundi; y la “Tienda Sívori”, de Juan Sívori.
Fueron colaboradores eficientes de don Santiago en aquella época,
Leopoldo Bonci que lo acompañó treinta años en sus tareas, y después
lo fueron en igual forma y por mucho tiempo Luis Lúgaro, Américo
J. E. Decía, Francisco Bonino, que fueron más tarde comerciantes en
actividad. Y Félix Schinca, Angel Cusano, Raúl Castro, Angel Testori,
José Díaz y Enrique Maya y Silva que dejó la casa cuando se recibió
de médico veterinario.
En 1920 expropió la propiedad el Banco de la República que des¬
de entonces tiene allí su sucursal, siendo su primer gerente aquel noble
señor llamado don Benito Señorans. El Banco pagó por el edificio veinte
pesos el metro. Eso fue posible por un notable escrito del doctor Fran¬
cisco Alberto Schinca. Si no el Banco hubiera pagado por el aforo de
la propiedad, que estaba entonces en cinco mil pesos. El escrito de
Schinca lo subió a dieciséis mil pesos. Fue la venta mejor de esa época,
en que las casas no valían nada en la Unión.
Después de vender su casa, don Santiago reabrió “La Unionera”
instalándose donde hoy está la Farmacia Paladino. En 1925 se trasladó
a la esquina 8 de Octubre y Gobernador Viana, último local de la tienda
de don Santiago que cerró a los pocos años, donde trabajó hasta el fin
rodeado de sus hijos.
*
# *
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“El pasado es la ciudad muerta en la geografía de cada alma. En
el andar de cada existencia que se aleja, como una desterrada, de los
años ya vividos, todo aquel que recuerda, lleva alguna remembranza a
guisa de una estatua, de un vaso antiguo o de cualquier otra reliquia
de las horas desaparecidas. El recuerdo es la aurora en que florece la
noche del pasado; y como ante la alborada salen de los nidos los pája¬
ros campesinos, ante su claridad salen de su sombra secreta las imáge¬
nes de cosas y criaturas que ya no son del espacio de la vida”.
Esta es la hermosa página de “La Esmeralda”, que escribió el gran
poeta Guzmán Papini, desaparecido hace dos años. Parece escrita para
recordar a don Santiago Poggi, el hombre más bondadoso para los hu¬
mildes que haya nacido en la villa de la Unión.
DON JUAN
K A demorado esta crónica sobre la vida de un justo. La deseába¬
mos completa, mostrando todas las facetas de esta alma orientada
siempre hacia el bien, y a la que nosotros, que no conocimos a don Juan
profundamente, gustamos evocar en la actitud de un sembrador o de
un evangelista.
—“Se familiarizó con el bien; llegó al heroísmo en la práctica de
las virtudes humildes y prodigó a manos llenas la fundamental gene¬
rosidad y el noble altruismo de su espíritu”.
Así resumió la vida de Raissignier, alguien que lo conoció en la
profundidad de su humanismo: Francisco Alberto Schinca.
Señaló en el pórtico el pedido vecinal de una calla para su nom¬
bre, el pensamiento de Meterlink, “que nos habla del heroísmo cotidia¬
no y anónimo, exaltándolo como una de las manifestaciones más sub¬
jetivas de la grandeza humana”.
Justificaba con ese pensamiento, el homenaje “de los que convi¬
vieron con él, y sufrieron en una doble comunidad: la del dolor, que
es patrimonio de todos los nacidos, y la de la esperanza, confortadora
en los días mejores que vendrán”.
O
« O
La vida de don Juan Raissignier resume la historia de la comuna
de la Unión. Muy joven ingresó al puesto de secretario de la Comisión
Auxiliar, en el que después de casi cincuenta años, lo sorprendió la
- 99 -
muerte en 1919. Todas las épocas dejaron en él un recuerdo. Presidie¬
ron ese medio siglo de gestión en que esos hombres van turnándose
en el esfuerzo.
Juan Francisco de los Santos crea el primer puesto de serenos de
la localidad, y firma en 1870 con don. Lorenzo Batlle el contrato que
había de levantar los corrales de abasto en el antiguo camino de los
Sierra. Manuel Solsona consigue instalar el alumbrado a gas sobre 18
de Julio. Juan Manuel de la Sierra abre hasta Goes la caUei de la In¬
dustria, y Pablo Amaya hasta Progreso la del Asilo. Se instala luego la
primera clínica gratuita de la Villa.
Es un torneo. Alberto Giménez abre pozos y entierra en ellos los
primeros árboles de la plaza, mientras José L. Bruné exige y consigue
respeto hacia la comuna, de parte de la Dirección de Salubridad que
hasta entonces párete no haber visto en la misma más que una cor¬
poración de siervos. Juan José Debali reivindica para la plaza del pue¬
blo el nombre de César Díaz, mientras espera un cuarto de siglo su
creación del parque. Llega luego Andrés Crovetto, magnífico clínico de
la época, Ramón Mora Magariños y José Nicanor Risso. Con éste desa¬
parece la Comisión Auxiliar. Es el año 1919 y como si la Comisión ex¬
plicara su vida, con ella muere Raissignier, a mediados del año.
Muere en su puesto de secretario, del que nunca salió, porque para
él no hubo jamás un ascenso. No habría de haber tampoco jubilación.
Podría pensarse que don Juan no ascendió nunca por falta de méritos.
No. Su foja de servicios no tiene un sumario, ni conoce el agravio de
una observación. Una vez solamente su irresistible inclinación al bien,
le causó una seria molestia en su empleo.
Era jefe del Cementerio del Cementerio del Buceo el señor Come-
lio Cantera, singular espíritu, tan unido al del talentoso naturalista Are-
chavaleta.
Una llamada urgente de Cantera a Raissignier: “Preséntese en el
acto a aclarar un asunto que afecta su buen nombre de funcionario.
Tranquilo, ensilla don Juan el moro “Recuerdo” y se presenta ante
el jefe.
Cantera lo recibe severo. Se ha producido una seria irregularidad.
Acaba de llegar al cementerio un cortejo lujoso.
Cuatro caballos tiran del coche fúnebre; hay tres berlinas de due¬
lo; se cuentan por docenas las coronas.
Don Juan no alcanza el sentido de esa enumeración.
El jefe del cementerio explica: para burlar al Estado de los de-
- 100
rechos que cobra por el luto de las inhumaciones, esa gente ha gestio¬
nado carta de pobre!...
Y la ha obtenido... Allí está. Luce al pie una firma. Y esa firma
—dice Cantera con indignación— es la suya.
Don Juan comprende al fin. Más que un engaño a su buena fé,
eso es un agravio a su. corazón. No conocía casi a esa gente que ha
sido capaz, por unos pesos, de comprometer su buen nombre de fun¬
cionario. Lo que canallescamente otros quisieron eludir, don Juan lo
pagó de su flaco bolsillo. Sin una queja para los impostores volvió a
su hogar. No traía rencor. Solamente —él lo dijo después— “un poco de
tristeza... ”.
<1
Nosotros conocemos recién, después de haberlo ignorado 28 años,
otro gesto de don Juan, en que tampoco procedió con la inflexibilidad
que exigía su cargo.
Había muerto en 5 de Marzo de 1912 uno de los vecinos más ho¬
norables del pueblo. Por honrado, por bondadoso y por justo, dejaba
a su familia, el único patrimonio de su nombre.
Los hijos chicos; la humilde casa hipotecada. Había en el despa¬
cho de don Juan, un montón de recibos de impuestos no satisfechos.
Uno de los hijos del vecino fallecido concurrió al despacho de Raissig-
nier. Iba a pedir se les concediera el pago en cuotas. No podrían pa¬
gar de otro modo. Recién entonces don Juan se enteró del nombre de
la familia deudora. Pocas palabras tuvo. Su comprensión apenas le dic¬
tó éstas: “Tenía que morir pobre!... Qué hombre bueno, inteligente y
noble!...” Sin prisa sacó luego del viejo cajón, el montón de recibos.
Luego dejó caer estas palabras: “Qué hermoso legado les deja a uste¬
des que llevarán su nombre.
Las quince boletas estaban sobre el escritorio. Don Juan continua¬
ba callado, con la mirada lejana, el noble pensamiento en' acecho. De
pronto tomó uno de los recibos y lo rompió. Luego otro. Y otro. Caye¬
ron todas las boletas anuladas y don Juan tendió la mano al hijo: “No
se atrasen más. No podría defenderlos”.
Así se saldó esa deuda.
La que no se ha saldado es la de nuestra gratitud.
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Si esa era la bondad de don Juan, ésta era su honradez. Se pre¬
sentó un día en la Tesorería Municipal. Se le hizo un pago y se habían
equivocado. Raissignier pagaba las planillas del pueblo y manejaba can¬
tidades apreciables.
El empleado que lo atendía negó rotundamente el error.
—“Sí señor. Se han equivocado conmigo. Me ha entregado usted
en el pago último.. . quinientos pesos de más
Desorbitáronse los ojos del empleado. Se hizo un arqueo. Era exac¬
to. Faltaban $ 500.
Don Juan no dió importancia al asunto. No lo hubiéramos conoci¬
do si el libro de actas de la J.E.A. que se conserva en el archivo, no
hubiera abierto abierto sus páginas para nosotros. Esta anécdota no es
única. Remontémonos a la época en que la gente hacía depósitos en
manos amigas sin comprobantes.
Murió en el Manga el señor Baramendy vasco muy conocido en la
Unión. La noche del velorio concurrió Raissignier a la casa mortuoria.
Se le recibió con el afecto de siempre por parte de los familiares que
conocían el alto grado de amistad que lo había unido al extinto.
El asombro del hijo mayor, llamado aparte por don Juan fue enor¬
me. Ellos no sabían que su padre había depositado en sus manos cua¬
tro mil pesos. Era lo que en esas tristes circunstancias venía a devol¬
verle. Y el hijo de Baramendy, hoy vecino de Toledo ,nos hacía notar
que lo que más recordaba desde entonces del noble gesto, era la voz
sin jactancia de don Juan, aquella voz grave que no se permitía la me¬
nor emoción.. .
Era colorado. Y en la noche trágica del 11 de Octubre, en que
la sangre del doctor Pérez manchó el piso del tercer cuarto del Cuartel
en la calle Porvenir y la de Adram antino Fernández y los Cordones
padre e hijo regaron las calles de la Unión, salvó a dos amigos blancos.
Cavia y Elostegui de una muerte segura. No solamente les envió el
aviso salvador: sus caballos, el moro “Recuerdo” y el malacara “Gau¬
cho” los dejó esa noche a salvo, en un rancho del Cerrito.
No se fijaba este hombre si el que le solicitaba el bien era digno
de recibirlo. Cuando S. después de traicionarlo necesitó su ayuda, la
obtuvo. Fue con su dinero que lo llevó Lepra, en un viejo coche hacia
el temible Lazareto de aquellos tiempos.
O O
0
- 102 -
Pocos lo saben. Pero don Juan abría su comedor para los ancianos
pobres.
¿Lo supo Batlle? Nosotros mismos lo ignoramos. Lo cierto es que
un día bajó don José Batlle y Ordóñez de su carruaje y penetró en
la casa de Raissignier. Desde hacía mucho tiempo recibía al pasar por
nuestra avenida rumbo a Piedras Blancas, el homenaje de don Juan y
otros vecinos, que se honraban esperando su paso, en el mediodía, ofre¬
ciéndole desde la puerta un saludo respetuoso. Lo contestaba Batlle, to¬
mando el de Raissignier, no como una cortesanía, sino como inteligen¬
te y noble adhesión. Poeo a poco fueron sumándose los admiradores.
Batlle recibía al pasar por ese rincón del pueblo que fundara Oribe,
una diaria ovación del creciente número de amigos que rodeaba la pa¬
triarcal figura de don Juan Raissignier.
Un buen día, ante el asombro del grupo fiel, paró el carruaje fren¬
te a la vieja casona que había sido de don Julio Corta, y antes todavía
de don Francisco Xavier de Acha. Batlle bajó pesadamente y entró en
la casa. En el patio, el arriate con el naranjo, y el pozo de balde con
azulejos.
Junto a él, el galpón donde Acha componía “El Molinillo”, y que
se conserva todavía en la Tienda Badano.
Los que presenciaron la escena recuerdan los detalles. El visitante
no esperado, explicó el motivo de su llegada. Deseaba conocer al due¬
ño de casa. Se había informado sobre la identidad del consecuente ad¬
mirador. Quería saludar en él al “Padre de los pobres” de la Unión.
La grande, accesible y bondadosa alma de Batlle, había compren¬
dido la grandeza de alma de Raissignier.
LUCIANO
^T) INTORESCAS las mudanzas de los alrededores de la Unión de fines
de siglo. A parihuela las cumplían los humildes. Uno de los de¬
canos del sistema era un moreno, fino, anguloso, un halo en sus ojos
descoloridos; popular su figura casi centenaria. Encuadraba su cara la
barba blanca; a lo largo del cuerpo colgaba vacía la manga izquierda.
El brazo lo habían enterrado un día de 1865, con otros despojos heroi¬
cos, en la Paysandú de la leyenda. Se lo amputó un sablazo, o un tiro
de cañón. Que también se dijo que una bala brasileña le había birlado
el brazo al manco Fonseca. Era, de cualquier manera, un mutilado glo¬
rioso y cobraba su pensión de inválido.
- 103
En 1901 el manco Luis perdió su nombre. Se convirtió de pronto,
y eso hasta que Lepra ensilló una yunta negra, en el padre de Luciano.
Este detalle nos dirá mejor que las palabras qué rol debió jugar Luciano
en la orilla del pueblo. Del pueblo de la Unión; de vida tan propia y
tan típica, como para que no se le haya confundido nunca, con ninguno
de los pueblos vecinos de la capital.
0
0 0
El salón del pardo Luciano Fonseca era conocido en muchas leguas
a la redonda. La finca estaba ubicada en Plata y Nueva Palmira. Había
pertenecido al codificador don Joaquín Requena esa faja de tierra, in¬
crustada como una cuña entre las antiguas chacras de Manuel González
y de Antonio Baraldo, adquirida la primera a don Manuel Solonaa en
1886.
Los sábados y domingos abría sus puertas la academia y entraba por
ella la bravia clientela. Bartolo era el portero, portería escapada a un
fresco de Goya. No vendía entradas; cobraba en la mano los veinte cen-
tésimos, sin tarjeta. Sólo los hombres pagaban sin excepción. Bartolo tra¬
ducía su satisfacción con un gruñido. Se le podía arrancar con habilidad
alguna palabra. Nunca una sonrisa. Las parejas dejaban atrás al cancer¬
bero y penetraban en el salón. En los ángulos dos biombos. En uno se
revisaba a los hombres; en el otro se palpaba de armas a las mujeres.
Desempeñaba Matilde la última tarea, especialista como era en el tacto
rápido y exacto de las ligas de las ninfas. Este inocente relato no debe
hacer pensar al lector sobre la posible condición equívoca de la concu¬
rrencia femenina. La gente de los comisarios Márquez, Aguiar, Platero
y Maya tuvieron que ver alguna vez con ellas. Pero en los pergaminos
de este salón famoso no hay ni el rasguño de una puñalada. Por otra
parte siempre fue negativa la revisión de armas. Es posible que esto se
deba a que pocas puertas más allá del salón, se ahuecaba la cálida y
perfumada guarida de la turca. Caían en sus armarios los puñales y las
pistolas, y eran retirados después del baile, sin que jamás se perdiera un
arma. Ni ladrones ni asesinos entre la clientela de Luciano. Lo recalcaba
él orgulloso. Hubo sí, en su casa, entreveros y trifulcas terribles. Pero
no se clausuró el salón nunca ni se canceló un permiso. Hay que decirlo
de una vez. No sólo había siete cuadras entre el salón de Luciano y
el Puerto Rico. En éste campaba el hampa.
- 104 -
Con un pequeño cisne corregían las damas algún defecto de su em¬
polvado: disimulaban la pequeña cicatriz de arma blanca y se retiraban
luego hacia el salón, satisfechas por la respuesta del pedazo de espejo
de la pared del sur. Ellos estiraban su bigote y estilizaban su jopo.
Religiosamente hacía entrada la orquesta, a las once, apenas ter-
binada la lotería previa. Sólo quedaban fuera los desheredados, agrupa¬
dos junto al mostrador de don Juan Debernardis, en la esquina de Fi-
gueroa.
Los felices abrían el baile con una cuadrilla. Se turnaban luego la
cuadrilla y el milongón hasta la madrugada. Desde lejos llegaban los
bailarines de fama. Se bailaba por el placer íntimo de la danza, pero se
organizaba concursos bastante a menudo. Por el honor. Cuando el negro
Maciel traía un tapado, lo echaba a la rueda con el mismo ademán im¬
perioso y seguro con que por la tarde había arrojado al reñidero un
giro de Minas.
Tenía un animador el baile. Era Arturo, apodado Cerrazón, negro
conocidísimo en el pueblo, criado en lo de Amaya y en lo de Horne,
siempre disfrazado de negro, dejándose el traje y la pintura durante un
mes, ordeñando así la vaca en las mañanas, y llevando a Lito y a Pan¬
cho al colegio de la tarde, hasta que inevitablemente, llegaba el mes de
Abril, plantaba la colocación y se enrolaba como guardia civil del coro¬
nel Viscayar.
Sin contaminarse desfiló por el salón de Luciano la juventud de
varias generaciones de nuestro pueblo. Fueron hasta él alguna vez por
lo menos, distinguidos elementos de la sociedad local, graves modelos
de corrección. Una noche con asombro general, llegó al baile una dele¬
gación de la Comisión Auxiliar de la Villa. Don Samuel, don Leopoldo,
don Juan, don Casto, don Antonio M., don Francisco. La comuna daba
una subvención de treintas pesos al baile de la orilla, y el grupo iba a
hacer efectiva la entrega, y a conocer el ambiente. El orgullo invadió
a la reunión. Pero pronto la delegación se sintió molestada. Se les obli¬
gaba a ser jurados de concurso de esa noche. No fallaron. Las caras no
tranquilizaban, a nadie. Preferían volver el sábado siguiente... La im¬
portancia del fallo exigía esa demora lamentable... Ganaron así la puerta.
La puerta, por la que no entrarían más, por los siglos de los siglos.. .
•
» •
Wilfrido y Martín compitieron una noche en concurso, cada uno con
su pareja. Rompió Martín el fuego, en medio de un apretado círculo si-
- 105 -
lencioso. Se enlazaron los cuerpos hasta confundirse en un trompo solo.
Les concedía el juez, un pequeño espacio del que no debían salir. Ca¬
brían en él nueve baldosas grandes. Merecieron un cronista de gacho re¬
quintado, las maravillas derrochadas en quince minutos del duelo singular.
Un afiligranado derroche de taco, quebrada, punta y cadera. Sobre
el talle se crispaba la mano, y el gesto del hombre se endurecía. Bebían
los testigos la emoción de la escena. Se quejaba el acordeón y se abrían
un camino hasta los naranjales de Risso los sollozos de las guitarras. Ten¬
taba el premio, una fina hoja que Debernardis exhibía desde la mañana.
Después de la labor estupenda, el juez, temeroso decidió que un sol o
número ahorrara una posible injusticia.
Sobre la palma rugosa de Luciano cayeron las miradas. Un grito...
Ganó Martín.. . Resbaló entonces el puñal hasta su mano sudorosa.. .
Cayó también sobre ella la mano ruda del perdedor. Su apretón fue un
noble zarpazo que la concurrencia apreció, aplaudiendo. Las palabras
de Wilfrido se elevaron sobre los gritos: “Ganaste bien, hermano”. Pero
la gente no veía más que a Martín. Casi con delicadeza había levantado
apenas la falda de su dama. Así, a la vista del gentío la condecoró,
envainando en la liga, la hoja del puñal conquistado en común.
El hombre inteligente y culto que presenció hace cincuenta años la
escena, nos confesaba hace poco que en ese ambiente le chocó esa no¬
bleza. Esos hombres merecían otro escenario. El alma de la gran raza
gaucha les dictaba actitudes que tal vez no comprendieron del todo los
malevos presentes.
ft
O O
A veces llegaba al baile un hombre morocho, rostro fino picado de
viruelas; musculoso pero ágil. Paso elástico de parejero a punto. Vestía
de gala rea. Pañuelo blanco, traje negro, zapatillas blancas, gacho os¬
curo, doblada el ala corta sobre la sien izquierda. En el brazo un pon-
chito, que usaba no como abrigo, sino como broquel. Sería en la topada
sangrienta, el escudo donde había de morder primero la daga del con¬
trario. La suya, de mango de plata asomada siempre a la manga del
chaleco, pronta al relámpago, no entraba con él. La turca la mimaba,
guardada sola debajo de su almohada, hasta la salida.
Era el guapo. Pero un guapo auténtico. De una guapeza sin neu¬
rosis, hecha de desprecio a la vida o de temor a no ser macho...
Para comprender a Pedro Barca hay que recordar bien la época
bravia. Los deportes de de entonces eran una revolución, el cobro de una
ofensa, un duelo criollo, el rescate de una hembra.
- 106 -
Guapo de hombros cuadrados, de pecho saliente, como sin temor
a una punta. Debía descender de un pardo tipo Aparicio, o de un pri¬
mitivo molde Goyo Geta.
«
» *
A las tres cesaba la danza; la hambruna de los músicos decretaba
el descanso. Eran tres o cuatro los músicos, Bachicha y Horacio Torres
guitarreros; Ataliva Galup al violín; Huesito al armoniun; el negro Ben¬
jamín al acordeón...
Les acercaban a un ángulo de la pieza, junto a los cortinados de
puntilla recogidos con moños de coco, una mesa pequeña. Devoraban
en silencio la alta costilla que llenaba el plato, el par de huevos fritos
y el pan, con cuyo último trozo limpiaban el plato, mientras resbalaba
el carlón dejando un surco en la barba de cuatro :días y el dorso de la
mano lo nivelaba... Desaparecía la mesa, se empuñaba otra vez con
nuevos bríos los instrumentos y el baile culminaba. A no ser por el
mondadientes que asomaba a los músicos por un rincón del labio, nadie
hubiera creído que ya fueran las tres.. .
«
« *
No era Luciano un caudillo político. Pero la necesidad “destar bien
con la autoridá”, lo llevaba a reunir, en vísperas electorales, 30 ó 40
balotas que depositaba luego en manos del comisario. Era una manera
de cumplir los consejos del viejo Viscacha. Cuando don Antonio tuvo la
malvada ocurrencia de pensar que Luciano debía pagar cuarenta pesos
como patente de un baile público, el pardo se asombró: “Pero éste es
un Centro Social, don...”
Insistió el rígido representante de Impuestos Directos.
“¿No ve?”.. . explicaba Luciano y mostraba la lista de socios.
Era cierto.. . Toda la aristocracia de la orilla figuraba en los re¬
gistros: Pulguita, la pecosa, Mañito, el zorro, el macaco, la Lila. La pri¬
mera vez que vió el registro don Antonio se enfureció, y arrastró a Lu¬
ciano ante don Eduardo, el juez. Perplejo oyó éste la palabra del par¬
do, aprendida de boca de algún ave negra local: “Insolvente”. Se le
mandó cerrar el salón. Pero las muchas órdenes de desalojo no se cum¬
plieron nunca. El montón de balotas que Luciano llevaba a la policía
en la primera quincena de Noviembre, abría las puertas, sobre todo las
de la academia de la calle Plata. Eran una fuerza, fuerza que se hacía
centrífuga cuando llegaba hasta el umbral con los recibos de alquiler
- 107 -
Tomás, el hijo del dueño de la casa que oía por fin: “Tomás, vos sos bue¬
no”. .. Y como para demostrar que no era malo, volvía Tomás a la
casa paterna, jugando con el montoncito de recibos atrasados...
*
En su academia contempló una vez Luciano la escena extraña. Un
cabo de artillería entró al salón una noche con aire sombrío. Por el
extremo de la bota algo que podía creerse fuera el mango de un látigo.
No era eso. Un punzón con mango de madera. Lo puso al fuego.
Cuando el metal llegado al rojo blanco, lo tomó por el mango protector
y saltó al salón.
La mujer vió la barra y la cara' del hombre, gritó espantada, y pre¬
tendió huir. Las dos puertas vieron escapar en segundos a la alegre re¬
unión. Quedaron la orquesta en un ángulo, Luciano en el otro, la mujer
en el centro. Ramuncho la había apresado por la muñeca, mientras es¬
grimía el hierro con la mano libre.
La mujer cerró los ojos. Pero no llegó el golpe. La voz ronca se
elevó apenas en una orden breve al ángulo:
—{Toquen!
Cuando subían ya las primeras notas de un milongón, la mujer
abrió sin prisa los párpados azulados. El la soltó violentamente recha¬
zándola.
—jBailá!—, dijo secamente. La voz era cortante, recontrada.
La, Carlota no distinguía en su espanto más que una garra crispada
sobre una punta roja.
Comenzó a bailar.
En la calle la multitud se agrupaba en los huecos. Hasta el mujerío
guardaba un raro y pesado silencio.
Se dijera un ensayo. La mujer danzaba con la cara contraída por
el terror. En un momento dado llegó junto a su hombre. Era una her¬
mosa muchacha, morena, bien formada y casi elegante. Vivía con Ra¬
muncho desde Masoller que lo devolviera con una pequeña cicatriz
en la mejilla izquierda, que no lo afeaba y que, por el contrario,
había contribuido a la conquista de la hermosa. Ni una nube, hasta el
momento que a ella se le ocurrió conocer esa noche la academia, mien¬
tras Ramuncho cumplía su guardia en el cuartel cercano. Ahora lo veía
junto a sí, pero su rostro la espantaba.
- 108 -
¿Pensó de pronto que aún podía atraerlo? La danza traducía un
pensamiento hondo y él la quería. Llegó la mujer hasta casi tocarlo.
La música se hacía lenta, y ella aprovechó para sonreirle.
De un brusco manotazo el soldado le arrancó la blusa. Saltó ella
hasta el rincón, sorprendida, en un silencio en el que no encontró valor
para gritar su miedo.
Avanzó él un paso, uno solo, y repitió en voz baja la orden: —
¡Bailá!
No podía apartar los ojos de la barra.
Cuando muchacha había ayudado a su padre en la herrería de la
Curva. Valoraba los cambios de color en el hierro ¿ándente. El punzón
había dejado escapar al principio algunas chispas, y virado luego al
rojo crudo, al cerezo, al azul, y al negro. No humeaba pero ella sabía
bien que aquello era terrible aún.
Siguió bailando. La camisa escotada se había corrido sobre el hom¬
bro, y el seno mostraba apenas el pequeño punzón oscuro.
Un segundo manotazo del bruto arrancó su camisa a la bailarina.
Ella era una perdida, pero al sentirse desnuda, cerró los brazos so¬
bre el pecho, y entornó los ojos. Siguió bailando. No era Salomé con¬
quistando la cabeza del Bautista y trastornando al tetrarca. Era una
pobre mujer de la orilla del pueblo, Carlota, defendiendo su vida.
Siguió bailando y a cada manotón del bruto caía una nueva prenda
íntima. Había ella desprendido sus trenzas, y la cascada oscura en¬
marcaba su rostro angustiado y protegía el seno indefenso.
Luciano desde su rincón, miraba. Lo invadía poco a poco un sen¬
timiento nuevo, que él mismo no podía definir como un matiz raro de
la piedad. Calló la orquesta de pronto. La mujer estaba en el centro
de la pieza, inmóvil y desnuda. Ramuncho tiró el punzón vistiéndola
con una palabrota:
-“¡Perra!...”
Y salió.
La escena había durado escasos minutos.
Luciano cerró las puertas, corrió a la pieza contigua, su dormito¬
rio, donde podía verse un gran retrato de Aparicio Saravia, y regresó en
seguida.
La Carlota seguía de pie. Sollozaba muy por lo bajo. El la cubrió
con el abrigo grueso. Era un capote. El mismo que lo había acompa¬
ñado tantos años, cuando era sargento de la policía de Minas.
O
* P
- 109 -
Cerró sus puertas la academia de la calle Plata en 1919. Luciano
se encontró entonces como descentrado. Había sido cochero de algunas
familias antiguas de la Unión, de la de Morteiro, entre otras ,que guardó
siempre como reliquia el viejo coche de uno de los viejos guerreros del
Cerrito. Después había entrado a regentear su salón. Su salón que fue
realmente, el precursor del cabaret. En él ejerció Luciano, singular tipo
de hombre, una autoridad que nadie osó discutir. Impresionaba su se-
siedad. Correcto como siempre era parco en palabras. Sus órdenes no
se pesaban ni se discutían. Se cumplían simplemente. Es posible que haya
existido en él, bajo su severo gesto antiguo, la pasta de un caudillo.
Luciano fue un caso curioso de autoridad indiscutida en el ambiente
bajo en que actuó. Tenía fama de guapo. Pero ningún compadre se
atrevió a poner a prueba la legitimidad de esa fama. Su hombría era
un axioma. Por eso, sin alardes de guapeza, supo mantener inalterable,
a través de los años, esa autoridad suya, tan característica, y que él se
esforzaba siempre en disimular.
Después de estas anotaciones al carácter de este hombre, no se
asombrará nadie si le decimos que la juventud de la Unión de todos
los tiempos, aún la culta, la que iba de paso al salón en su afán de
cosas desconocidas, distinguió a Luciano con una simpatía casi afectuosa.
Se explica, pues, el dolor de las orillas, cuando el pardo Luciano Fon-
seca, obligado por los nuevos tiempos, arrancó el farol de la puerta, y
se fue.
Se fue hacia el este. La civilización lo arrastraba.
Abrió una fonda frente al Parque Rivera, y arrojó en ella los aho¬
rros de su fiesta galante. Vegetó unos años y pareció amoldarse al fin
a su nueva vida. Pasaría una vejez tranquila, aburguesada. No. Lo mor¬
dió la uremia. Nos llamó una tarde de 1932. Había mirado por primera
vez sus piernas y en el edema de la tibia quedaba la marca de su dedo
grueso y moreno.
Le ocultamos el sombrío pronóstico. Estaba solo en la vida, y nadie
• nos acompañó hasta la verja con una pregunta ansiosa. Aceptó sin que¬
jarse, el único bien que la vida podía ofrecerle. Una cama en el Hospi¬
tal Pasteur.
Poco después murió.
Acompañamos su cuerpo al camposanto. Tres coches. En el de los
dolientes, donde se nos concedió un sitio iba una mujer. Era la Carlota.
- 110 -
EL ALMACEN DE CUFRE
UENTA Brousson que en sus diarias caminatas por los adoquines
del viejo París, encontrándose una noche France y Jules Soury que co¬
mulgaban en los mismos altares: los de la tradición.
Al separarse Soury se confesaba entre lágrimas:
—“Me he pasado la vida arrancando las flores del lindo rosal de
las leyendas. Soy un miserablel Ahora tengo sed de lo legendario, y lo
científico me da náuseas. La ciencia, cualquier pedante puede fabricar¬
la mientras que la floración de las leyendas es milagrosa. Nacer sin que
uno sepa como del grano llevado por el pájaro para florecer en el fron¬
tón de un templo!”
Y el anciano gemía, reconfortado ahora ante la aprobación de
France:
—“Dadme leyendas, por piedad! Leyendas! Leyendas! Tengo sed
de leyendasl...”
*
* *
Yo también la padezco toda vez que consigo olvidar un tanto la
historia...
Por eso vuelvo ahora a envolverme en la atmósfera del viejo al¬
macén de Cufré, donde en 1883 inició su comercio don Rafael para
descansar recién cuando lo cercaba el sepulcro. Sesenta años, al fin de
los que empezó un día a visitar sus más antiguos clientes, para despe¬
dirse de ellos, al revés de los duelos que antes agradecían los dolientes
con una tarjeta en la puerta del templo. Porque un duelo constituyó el
cierre del “l.er almacén de los amigos”.
En los últimos tiempos la gente concurría allí no a comprar, sino
a empaparse del pasado. La esquina donde se alzaba era el sitio donde
la tradición se había refugiado, como si buscara el calor del hornillo
con que el anciano se defendía de los inviernos. Pasaba por allí todo
lo que había sido y ya no era: el descalzo' pie de Máximo, la oxidada
sonrisa de Tomasita, el dolor de Martín.
Detrás del mismo mostrador de madera dura se mantuvo sesenta
años el hombre a quien vi envejecer, mientras yo mismo me endurecía.
El sabía bien qué hombres había hecho nacer la Villa: Eduardo Aceve-
do Díaz, José Irureta Goyena, Agustín de Vedia, José Romeu, Pancho
Tajes el fusilado en Quinteros, Francisco Alberto Schinca, Alberto Scal-
- 111 -
tritti, Regino Olivera, el doctor César Díaz que vino al mundo en la
casa que estoy escribiendo esta crónica.
Sesenta años son muchos, pero don Rafael no se sintió nunca fati¬
gado de su clientela. Yo conocí bien la de principios de siglo, cuyos mu¬
chachos tenían todos cara de viejos y pedían cosas inverosímiles: cas¬
carilla, chuflas, velas, algarrobas, orozú de palo, mazos de “Grimaud”
para, el gofo, o “Ciervo” para el monte, tabaco suelto, en hebra, o en
cuerda que se picaba con navaja y se estiraba en la palma...
Parecía que fueran los mismos que rodeaban el matadero para lo¬
grar achuras en el corral de piedra de la cuchilla, donde el bearnés Le-
grís faenaba para la tropa federal.
Cuando hace veinte años rebautizaron la calle que hoy se llama
“General Félix Laborde”, me recordó Cufré que desde 1867 era la calle
“Plata” .Yo le apunté que fue “Pantanoso” desde 1849, “Reconquista”
desde 1846, y que los primeros hombres del Sitio la conocían como “ca-
llecita de la luna...”
Ante mi erudición se arquearon las cejas de don Rafael, compara¬
bles a las de Cassoni, o a las de Leonardo... Se le hubiesen caído
de haberle dado todo lo que sabía de esa esquina entre cuyos muros
se encerró el “Almacén del Sol”, frente al cual, el 7 de marzo de 1848,
se fusiló en efigie al doctor Florencio Varela. Le adelanté que la mues¬
tra era un sol que cubría la pared, desapareciendo bajo las riendas y
cabezadas, guitarras y ponchos, suecos con suela de sauce, que en atre¬
vido vanguardismo Caballero colgaba del muro, todas las mañanas, sil¬
bando. ..
—“El también?”, me preguntó, satisfecho de haber seguido, incons¬
cientemente, la tradición. Porque a la lista de don Prudencio, él agre¬
gaba nuevos adornos que realzaban el muro heroico: mates atados entre
sí, por miedo a los ladrones, mandolines, pantallas hechas con hojas de
palma arrancadas junto a la tahona de Sico.
El negocio no tenía vidrieras y el ingenio del dueño debía suplir¬
las. Exhibía pues, no sólo en el muro sino en el techo y eñ los arcos
que separaban las piezas, jaulas, molinillos, artículos sanitarios que son¬
rojaban a las damas que distraídamente miraban hacia arriba...
Bertolini sacudía los altos con una larga vara en cuya punta unía
las plumas que en verano arrancaban a los alones de “Espartero”.
Espartero era un avestruz que habían amaestrado desde charabón
para vigilar los billares, en los que, al principio, se cobraba “según la
gentita”. Servía también de pizarra, pues los contrarios contaban de
memoria las carambolas que llegadas a veinticinco hacían una raya. Y
- 112 -
una raya era un aro metálico azul o colorado, al pescuezo de Espartero.
El perdedor pagaba o no, pues cuando la carga excitaba a la pizarra,
ganaba ésta a buen tranco la callecita que fue de la luna, para detenerse,
temerosa, en los bañados de Malladoc, en cuyas verdosas aguas refle¬
jábase, en las noches de luna, la sombra de la plaza de toros.
*
* *
Mirabas veces le dimos ocasión a nuestro amigo para dejar fluir
sus recuerdos. Sólo cuando lo dominó una emoción sabía reconcentrar¬
se, enmudeciendo. Así, cuando dosificando para Emilio los cinco kilos
de azúcar que “mi santo” transformaba en jarabe, podía sentirse cómo
ponía el alma en la pesada, por el temblor de las cejas y la crispación
del pelo que conservó a lo Humberto desde la guerra de Abisinia. O
cuando el tambero Moreira venía a gustar su vino catado siempre de
sobremesa .Para el español era un rito. Lo terminaba por un zapateo
de zuecos y un intraducibie chasquido de lengua, y entonces había que
ser lince para percibir el efecto que le producía la pose a don Rafael
que lo vigilaba impunemente. De no contenerse, se concedía unos se¬
gundos en la trastienda, pieza de cuatro por cuatro que no tenía dos
baldosas iguales, y a la que prohibió siempre la entrada “por los pe¬
rros, que son peligrosos”... Lo que guardaba la trastienda, en realidad,
era el globo de la lotería de cartones, a la que Moreira concurrió sólo
una vez porque “se daba demasiada confianza a la clientela y no se
revisaba los cartones”. El hecho no era exacto. Quien cantaba era el
negro Garrido, y éste exageraba la fiscalización.
Mientras don Rafael seguía diariamente su guardia de diez y ocho
horas, con su túnica corta y la alegría de un corazón sencillo.
De cuando en vez esa serenidad se derrumbaba, como cuando sin¬
tió el disparo con que en el cuartel ultimaron al doctor Pantaleón Pérez,
o cuando temió por la suerte de su amigo Isasmendi, en la madrugada
del 4 de julio.
Vida noble y sencilla, sin choques emocionales, porque apenas po¬
día molestarlo Eduardo Schinca cuando pretendió franquear una carta
en la tardecita, “sabiendo, el muy granuja, que me comprometía” .Por¬
que él era buzonero y se guiaba por la ordenanza del 86, que no le
permitía vender estampillas después de la puesta del sol...
Ni José Pedro, que vino una mañana a comprarle elástico para
su onda.
—“Trajo permiso escrito de su padre, m’hijo?"
- 113 -
Claro que no lo había traído.
Y don Rafael, al contar el atrevimiento del futuro padre de “Ni
vencidos ni vencedores”, agregaba, crecido:
—“No le vendí nada”.
Una aclaración, para los que no sean del pueblo. A José Pedro y
a Gladis le nació el último 8 de Octubre un muchacho y a “Gastón” le
pareció que habiendo nacido ese día, en la Unión, ese mozo no podía
llamarse sino de una manera. Los padres, sin ninguna cultura histórica,
le pusieron Miguel Angel. Desde entonces “Gastón” no los saluda, y
cuando se refiere al hijo de los que fueron sus amigos los llama “Ni ven¬
cidos ni vencedores”...
*
* *
Así era este hombre recto hasta la exageración, tanto que caía a
menudo en lo pintoresco. Recuérdese los incidentes previos al noviazgo:
El año 90 había conocido a una linda moza en la Blanqueada, a
la que no encontró más que un pequeño defecto: su abuelo, magnífico
artesano de la Restauración en el ramo de herrería, y un verdadero Ote¬
lo para su nieta. Bidondo vivía en la calle Real, frente a la pulpería de
Chichón, junto a los ombúes de doña Mercedes y al consultorio que
acababa de abrir allí el doctor Américo Ricaldoni.
¿Cómo civilizarlo?
—“Le encargué seis frenos, m’hijo, y don Fermín me los hizo...
pero reforzados...”
Y agregaba, mientras le brillaban los ojos: “Cada uno pesaba como
un caballo. Eran de aquel fierro de 3/8 pulgada...”
Con ellos dentro de la carreta de Preliasco, boyero lírico que ador¬
naba sus animales con gajos de enredaderas, volvió don Rafael a su
esquina, los colgó del techo, y allí quedaron cincuenta años, pues pudo
deshacerse de a poco de todo lo que había almacenado en vida: moli¬
nillos de estilo, trampas de cotorra con el piso ondulado, fuentes de cuar¬
tel, barras de azufre casero de las que lo surtía el poeta local Agustín
Anza, legítimas cuentas romanas de guitarra, botellas de Pernot de las
que me aseguró una noche Airaldi :“Una de ellas pude saborearla antes
que el hígado me traicionara.”
Pero los seis frenos que le abrieron los brazos del abuelo, en el
techo quedaron hasta el duelo de la última venta...
Eso lo supe por él, y doy fe de mis recuerdos.
Para que me trasmitiera la historia de su casa, le ofrecí una noche mi
pobre conocimiento. El vivía en la centenaria pulpería que se llamó “Del
- 114 -
Sol” en la Guerra Grande. Entre sus gruesos muros tomaron desde el
43 su caña y su carlón los soldados de Oribe, que lanzaban al viento
su grito de muerte y federalismo contagioso. Al lado, en el “Café de
los federales” jugaron muchas partidas de truco, como pareja insupera¬
ble, Trápani y Lavalleja, y peleó veinte veces Ignacio Oribe su gallo
“El gaviota”, al que retiraron invicto de los reñideros de extramuros.
Pero él no ignoraba su continuidad. Después de algunos años, entre
esas paredes donde podía verse todavía, como insignias del pasado pa-
lampalanes y culantrillos, se refugió el “almacén de los catalanes”, y lue¬
go el del “Cerro Largo”, así llamado porque uno de sus dueños, Olivé,
era de Meló, y de allí venía también el otro, Francisco Vilaró. El, re¬
cién en 1883 entró como dependiente de Rafael Alvarez, luego fue su
socio, por fin su sucesor, y entonces le puso al negocio, “l.er. almacén
de los amigos”, con un letrero que ocupaba todo lo alto del frente, y
en el que los palos de la N y de la S estaban al revés...
Lo hizo para que no lo confundieran con el homónimo de Bruzzo-
ni, un buen hombre, que se levantaba a las siete. El, abría con el alba,
y con el alba entraban por la puerta partida 1 en dos. Masacre y Teófi¬
la, tamberos del rincón de Carrasco, que llegaban a saborear su café
humeante y su copa de anís...
*
* *
Era de presumir que en el ambiente aldeano en que por una cen¬
turia desenvolviéndose sin estridencias el negocio, en un pueblo que va
desapareciendo empujado por el progreso y la inmigración del centro
de Europa, la maciza puerta de recios cuarterones no fuera sacudida
por un viento de tragedia. El legendario almacén tenía, sin embargo,
sus enemigos: lós soldados francos del cercano cuartel de artillería,
amantes del casín y la 31, y ansiosos siempre de enloquecer del todo
a Espartero. Cuando algo los separaba violentamente, don Rafael sa¬
bía como atemperarlos. Los coroneles Buquet y Laguarda lo habían
aleccionado: un soldado no se entrega nunca a la policía.
De ahí que en cierta ocasión, ante una violenta disputa, don Ra¬
fael pidiera a Torres fuera en busca de la guardia, y en minutos y al
trote, ya el primer milico se había ido contra el buzón. La guardia en¬
tró a la pieza de los billares abrazando la escena. Y el Jefe levantó la
mano y con voz que hubiera envidiado Gigli bramó:
—“Entrieguensén...”
Resignados, tres de los aludidos se apartaron. El otro, arrollándose
el saco en el brazo desnudo, gruñó:
- 115 -
—“.. . viá a entregar...”
Y sacó la daga.
Frente a él estaba Ramuncho, cabo del regimiento, a quien por
su coraje, le permitían los oficiales tirar con ellos la esgrima. En dos
segundos arrinconó al contrario, que por instinto saltó detrás de una
columna.
Ramuncho decidió terminar y con el sable de punta le dirigió un
golpe capaz de atravesarlo.
Instantáneo el esquive... y la tragedia. Delante de Ramuncho sólo
quedó aquello que pareció columna, y el empuje del arma produjo la
hecatombe: un caudaloso chorro de aceite empapó la casaca del agre¬
sor, haciendo trizas la serenidad de don Rafael, que vio cómo el de¬
fensor del “almacén de los amigos” había ensartado una lata de aceite
“Corneta”, puro de oliva, sin pizca de maní ni de girasol.. .
Esa noche don Rafael, que no fumaba ni tomaba, en vez de ape¬
lar al efecto sedante del agua de los Carmelitas, transó con tres Ferrio-
los y un Lola. Y es fama que por seis meses no descolgó el jacquet con
que asistía ceremoniosamente a los velorios de la Villa, y concurría en
Enero a Marañas, unas veces en la volanta del doctor Brusco y otras
en el cupé del doctor Crovetto...
¿Quién podría describir el estado de espíritu con que algunas no¬
ches, luego de dejar a “Pedrito” en el garaje que han construido don¬
de floreció el naranjal de la quinta del ministro Antonio Díaz, sentía
yo la necesidad de acercarme al “almacén de los amigos”, donde más
de medio siglo don Rafael montó la guardia enhorquetado en el ban-
quito que le reforzó Belloni, pintoresco carpintero aldeano a quien apo¬
daban “Buonamorte” por su afiligranada especialidad en la prepara¬
ción de ataúdes?
Como si se tratara del Coliseo iba yo a defender los muros del
“almacén del sol”.. .
Hablábamos, entre otros temas, de la próxima alza del costo de
la tierra, pero a la menor insinuación de don Rafael de vender su pro¬
piedad, le escondía celosamente mi temor. v
—“No lo venda”, le rogaba con una voz especial, en la que insi¬
nuaba que el alza vendría, pero todavía estaba lejos...
El me agradecía en silencio el desinteresado consejo que no me
había pedido. Lo hacía entrecerrando sus ojos que desaparecían bajo
las cejas, y haciendo más firme el apretón de su sarmiento cálido.
Nunca llegó a entrever cómo defendía entonces mis últimos re¬
cuerdos de infancia.. .
- 116 -
CENTENARIO DEL ASILO
C/ N plena Guerra Grande el general don Manuel Oribe concibió el
proyecto de construir un seminario en la Restauración, ya que el te¬
rrateniente don Tomás Basañez le había donado al Estado, en el mis¬
mo centro de la población que nacía, 6500 metros capaces de conte¬
ner el seminario, la plaza y la capilla.
Empezaron la edificación Netto y Cunha, habiéndola terminado en
1849. Pero como al final de la Guerra no pudiera pagarla Oribe, es¬
crituró a los contratistas el establecimiento, quienes exigieron, para to¬
mar posesión de, él, el previo desalojo de las oficinas policiales instala¬
das en el mismo.
Tan satisfecho estaba el General con la construcción del edificio,
que cuando lo visitó en 1848 el norteamericano Samuel Greene Arnold,
le ofreció cigarros a él y a su criado, y le escanció generosamente
el vino.
—“Me mostró los planos, y con justo orgullo habló de él como de
una obra duradera para su país, concebida y terminada durante la
guerra”.
En el Colegio inició sus sesiones el 4 de marzo de 18&0 la Aca¬
demia de Jurisprudencia, que terminaron con la paz de octubre.
Por fin, el 19 de agosto de 1860 se inauguró el Asilo de Mendi¬
gos, entonces de una sola planta y la torre. Presidió la ceremonia el
Presidente de la República don Bernardo P. Berro, ante inmenso pú¬
blico, entre el que se contaban autoridades civiles, militares y eclesiás¬
ticas de la capital, y lo más representativo de la época.
La ceremonia de la mañana consistió en un tedeum en San Agus¬
tín, oficiando la misa el sacerdote don Juan José Brid, y pronunciando
un discurso el doctor Magesté. Del templo, la concurrencia que des¬
bordaba hasta la plaza, pasó al Asilo. Se bendijo allí la imagen de San
Francisco de Assís, apadrinándola el Presidente de la República y su
esposa. Tomó entonces la palabra el Presidente de la Junta don Luis
Lerena, e historió el edificio, recordando que la idea se remontaba a
1818 y que la concretó ante el Cabildo de la época, solicitando al rey
de Portugal, por intermedio de Larrañaga y Bianqui, la construcción
de un asilo para ancianos y desvalidos. Hizo notar, al término de su
discurso, como languideció por espacio de cuarenta y dos años la ini¬
ciativa.
Sus palabras fueron contestadas por el Presidente de la República,
- 117 -
declarando que sería el timbre más puro de su gobierno la inaugura¬
ción del asilo, por quien velaría doblemente, como Presidente y padrino.
Casi ciego, “con varita y antiparras” —como se satirizó en una
cuarteta— alzóse Francisco Acuña de Figueroa, improvisando un verso
muy bien recitado por un niño, que disimulaba así su afonía, en que
exaltaba al Presidente, a Lerena, al doctor Acevedo y a Villalba.
Se pasó en seguida al comedor. Sentados en dos largos bancos es¬
taban los trece asilados que iban a inaugurar el asilo. Se les sirvió la
comida, la primera que iban a gustar en su nuevo hogar. Les partió el
pan el Presidente y sus Ministros lo imitaron.
De esa manera quedó terminada la ceremonia de la inauguración.
Las primeras finanzas fueron del todo insuficientes, a pesar de que
una Comisión de vecinos tomó a su cargo, mediante cuotas voluntarias,
el velar por el sostenimiento de tan humanitaria obra social. Organizó
dos loterías, efectuó una rifa de cedulillas, y las principales niñas y
mozos del pueblo realizaron una notable función de beneficencia cuyos
nombres lamentamos no poder ofrecer.
Al fin se nombró una Comisión de Vigilancia del Asilo, siendo su
primer presidente don Tomás M. Fernández, actuando como vocales los
señores Juan Pijuán, Tomás Poggi Linares, Hermenegildo Fuentes,
Luis Queirolo, doctor Pedro Capdehourat, Jacobo Rivas y Clemente
Linares.
El Presidente Berro recogió en realidad los honores de la inaugu¬
ración del asilo. Pero fue durante el gobierno de Pereyra que se dic¬
taron los primeros decretos sobre el mismo. Noviembre 22-1858: “De¬
sígnase la parte norte del edificio llamado del Colegio a los efectos en
ella designados.” - PEREYRA. Antonio Díaz. 25 de Octubre 1859:
—“Adjudícase para el establecimiento del Asilo de Mendigos la sección
solicitada del Colegio de la Unión, asignándosele además, y por una
sola vez, la suma de mil pesos fuertes, con el que el gobierno contribu¬
ye para su instalación”. —PEREYRA. De las Carreras.
Inaugurado con trece ancianos, contaba con varios cientos a los
ocho años, contra los que conspiraban las epidemias de esa época sin
antibióticos. En 1868 sufrió la Unión una terrible epidemia de colera.
En ese tiempo el doctor Gualberto Méndez, calificado médico de Mon¬
tevideo, vivió accidentalmente en nuestra localidad, en la calle Comer¬
cio a cuatrocientos metros de 8 de Octubre, en la amplia quinta de
don Hermenegildo Fuentes, que más tarde pasó a ser de los Rodríguez
Cubiló. El doctor Méndez era yerno del extinto presidente Pereyra, por
haber casado con su hija Josefina. La pareja había pasado a nuestro
— 118
pueblo huyendo del contagio de la peste, pues el cólera había cobrado
varias víctimas en la quinta, cuyos portones se abrían en Rivera y Bou-
levard Artigas, y a la que habían concurrido el general Oribe y el co¬
ronel Flores, a ofrecerle a Pereyra, en enero del 56, la Presidencia de
la República.
Con Méndez vivían en la quinta de Fuentes, el doctor Adolfo Ba-
sáñez, casado con una hija del dueño de casa, la hermosísima mucha¬
cha Mercedes de la Fuente, y Antonio N. Pereyra, que grabó en las
páginas de “Recuerdos de mi tiempo” muchas incidencias personales,
y anota en esos días trágicos que recién habían sido asesinados Berro
y Flores, habiendo el doble y tremendo crimen político hecho más in¬
tensa la tensión de la ciudad, demasiado acongojada ya por la morbi¬
lidad de la epidemia.
Precisamente esa noche sintieron a la una de la madrugada un in¬
confundible tropel de caballos. Un carruaje con varios militares paró
frente al portón y empezaron a sentirse en seguida fuertes golpes en
la puerta. Venían en busca del doctor Méndez, pues el coronel Monte¬
ro, edecán de Gobierno, se moría del cólera.
La Unión perdió la décima parte de sus habitantes, en esa epi¬
demia. Tenía cinco mil, y murieron cuatrocientos cuarenta y ocho. De
ellos, murieron 323 de cólera,, que entre enero y marzo hizo estragos
entre los viejos. Empezó la cuenta, Albano, cocinero del Asilo y lo siguió
la lavandera del establecimiento. Cuarenta viejos cumplieron con la
peste. Fue el año terrible. En él terminó su vida un sacerdote famoso
por su oratoria sagrada, el cartujo español Antonio María Castro, que
escapó al contagio, muriendo de neumonía, bajo la solícita asistencia
del médico alemán doctor Wonner, más aficionado a la filatelia que al
recetario.
Contra la enfermedad no pudo ni el arte de curar del licenciado
Lizazo, que escribía las recetas en las puertas, y sustituía desde el 66
al portugués Taborda en el asilo, ni la piedad y abnegación de las
religiosas, hermanas francesas, que cuidaban a los ancianos desde el
67 por un decreto de Flores. La hermana Gabriela fue la primera di¬
rectora del Asilo.
En 1861 sacó la grande un asilado, Benito Mayo; había compra¬
do un cuarto de billete de lotería con el número 3795 que sacó mil
patacones. Cobró el ecónomo del asilo, don Miguel Errasquin, que re¬
dujo en el juzgado el premio a una letra de cambio, con la que se fue
a la Coruña. Debemos el dato al doctor Luis Bajac que nos permitió
en 1939 copiar todo el archivo de la décima.
- 119
La prensa ofrecía frecuentemente noticias sobre el asilo.
En “La República”, de enero 25/1861 hay ésta: “Los ancianos tra¬
bajan, limpian lana, utilizan pita para hacer cuerdas, abren estopa”. La
abrían para hacer almohadillas para los duros asientos de la plaza de
toros.
“La Idea” que dirigía don Eduardo Flores en agosto 5/1874 dice
que el príncipe italiano Tomás donó $ 300 a la compañía Zuany, agra¬
deciendo la función que le fue dedicada en el Solís, y un tercio de esa
suma le fue entregado al Asilo.
En febrero 27 ofrece una nota desagradable. Desalojan el asilo...
para convertirlo en cárcel. Es la tercera vez que eso ocurría.
En febrero de 1858 el Colegio sirvió de alojamiento a los sobre¬
vivientes de la hecatombe de Quinteros...
En 1861 ocurrió lo mismo con el exceso de penados que se ha¬
cinaban en el Cabildo. Así ocupó la cuadra de presos el canario Andrés
Cabrera convicto y confeso de haber asesinado por la espalda al direc¬
tor de “El Comercio del Plata” a quien no conocía... Quedó en nues¬
tro pueblo hasta 1866, en que lo ultimó una hemoptisis.
El 74 le correspondió al gobierno de Ellauri volver los presos a la
Unión. La Comaisión se encontró el año 1872 con un presente griego.
Cuando las fuerzas revolucionarias de Aparicio sitiaron a la capital, es¬
tablecieron su hospital de sangre en el Asilo de la Unión, ocupando sus
camas, su despensa y su botica. Cuando se fueron dejaron una deuda
de pan, $ 270.04, suministrada a sus heridos. La comisión pasó nota
al Ministro de Gobierno, general Juan Pedro Rebollo, recomendando
su pago.
Tres años antes hubo otro contratiempo. Una protesta de presos
que se quejaban de la comida. Era el año 69. En ese momento había
25 presos en una de las cuadras de la cárcel, y 12 en la otra. Dos pie¬
zas amplias que daban sobre Larravide y Cabrera, local que había ser¬
vido de policía, primero bajo Visillac y luego bajo el coronel Salvador
García. A inspeccionar la cárcel y contestar la protesta, fue enviado el
doctor Brunnell; llegó al almuerzo.
—“No comían hígado y corazón”, como decían los quejosos sino
puchero del mejor, enviado de la fonda vecina. Lo que impugnó Brun¬
nell fueron las ventanas microscópicas, “tanto que si no se abrían de
par en par, los presos habrían de ahogarse”.
La señora de Casaravilla, nacida en nuestro pueblo, recordaba que
antes de colocarse el pararrayos a la Torre, había en su lugar una bola
de cristal. Era un error. El vecindario recibía más de un rayo perdido,
120 -
por su causa. Recuerdo de ellos tenían la Veneciana y la Liguria que
cumplió hace poco noventa años.
*
* *
En 1895 el contratista Foglia ensanchó el pabellón de los hom¬
bres, y en 1902 el ingeniero Adolfo Shaw inició la reconstrucción y am¬
pliación del pabellón de mujeres.
EL ULTIMO ENAMORADO DE MANUELITA
Allí cerró los ojos para siempre Ignacio A. de Sorrondeguy, el úl¬
timo galán de la que jugó una comedia con Lord Howden.
Era un vasco español que había sido maestro bajo Sarmiento, y
luego de la derrota de Cepeda, salvó apenas de caer prisionero y pasó
el Uruguay en fecha imprecisa. Decía haber conocido a Manuelita en
el templo del Pilar en 1850, según sus escritos novelescos:
—“Al principiar el oficio divino se sintió por la puerta de la sa¬
cristía, el roce aristocrático del raso y la seda que pide permiso para
pasar, y se vio que un arcángel entraba al Templo y ocupaba la al¬
fombra predilecta, cubierta de flores: Manuelita Rosas.”
Palabras textuales de lo que don Justo titula “Un rasgo de perfil
de una americana que representó el Angel de la Bondad, en el pala¬
cio del Nerón Americano”.
Don Justo era una figura familiar en el Montevideo de fines de
siglo, donde se destacaba su persona inconfundible, baja y pulcra, en
el paseo de la tarde en la calle Sarandí.
Lo pinta de esta manera el doctor J. M. Fernández Saldaña, a
quien tanto echan de menos los lectores de este Suplemento, en una
verdadera semblanza en blanco y negro:
—“Blanco el bigote, blanca la redonda barba cerrada, blanco el
cabello, blancos los papeles que siempre llevaba en los bolsillos. Ne¬
gros los ojos, de una notable dulzura, negros la mitad de los pelos de
las cejas, anormalmente crecidas, negro el pañuelo del pescuezo, negra,
con reflejos verdosos, la media galera.
Cuando a raíz de un derrame, una hemiplegia lo hizo ingresar en
el Asilo de la Unión, ofreció su verdadero nombre. Hasta entonces su
cerebro de paranoico lo hacía llamarse Justo Rosas, en homenaje a su
- 121 -
adorada. En el Museo Nacional, un óleo del catalán Emilio Más, lo
presenta bajo el segundo nombre.
Murió el 27 de noviembre de 1912.
Su amargura, su dolor y su inconsciente tristeza feliz, condensan
toda la amargura y dolor del Asilo de Mendigos, que cumplirá dentro
de cinco días, el primer siglo de su existencia.
EL MOLINO DE AGUA
F
-*■ UE en 1790 que nació en Montevideo don Juan María Pérez, que
cursó su doctorado en Charcas y volvió a su ciudad natal a tiempo para
ocupar un asiento en el Cabildo artiguista de 1815. Vio caer luego a
Montevideo en manos portuguesas, enarbolar en la Ciudadela el pabe¬
llón imperial del Brasil, nacer la República, sesionar la Constituyente
en que formó parte y gobernar al presidente Oribe, en cuyo serio y
honrado Ministerio de Hacienda prestó grandes servicios al país. En
la vida privada fue comerciante, agricultor, viñatero, plantador de árbo¬
les en los bañados de Carrasco; tuvo diecisiete saladeros, hornos de
ladrillos, atahonas y molinos.
El que ha llegado hasta nosotros es su molino de agua de Malvín.
Lo hizo levantar cuando ya la ceguera había arrojado sobre su rostro
un velo de melancolía, como lo consigna don Raúl Montero Bustamante
al recordar su magnífico retrato pintado por Gallino.
El terreno en que lo levantó lo había adquirido en mucho mayor
área por compra al Estado del campo conocido por Rincón del Buceo
y Carrasco, denominado “Chacarita de los Padres”, en escritura auto¬
rizada en 18 de febrero de 1834 ante Juan León de las Casas. Inme¬
diatamente levantó su molino junto al arroyo. Desvirtuamos, pues, una
crónica aparecida hace años, que atribuye a Balbín Vallejo la propie¬
dad del mismo y la versión que haya dado albergue en 1807 al invasor
inglés que tomó por asalto a la ciudad fundada por Zabala.
El edificio es de dos plantas, de piedra la primera. Tuvo luego
tres agregados que fija Horacio Arredondo por el examen de la cons¬
trucción y el distinto tamaño de los ladrillos.
*
* *
Apenas instalado comenzó a funcionar, usando la fuerza del arroyo
cercano, nacido entre los médanos junto a la primitiva senda que se
- 122 -
llamó “Camino al Paso de Carrasco”, luego “Aldea” y hoy “Avenida Ita¬
lia”. El hilo de agua surge frente a la laguna del Parque Rivera y se
echa en el río junto a la enorme rueda de madera del molino de Pérez,
pero con poca fuerza para moverla. De ahí la construcción de la re¬
presa para embalsar las aguas.
Ignoramos quiénes trabajaron allí hasta 1887, en que firmando con¬
trato con José Ordey, entró Accossano en él como inquilino, hasta 1895,
en que el establecimiento industrial dejó de trabajar bruscamente.
Describiremos la catástrofe de ese día de marzo. |
Lo que hoy es el lago del Parque Rivera era entonces la laguna del
amplio campo que el ebanista Durandeau había adquirido sin pensar
que un día habría de llegar hasta él el paisajista Carlos Racine para
animarlo con sus magníficas plantaciones. Trabajaban diariamente en la
laguna hasta ochenta lavanderas que ofrecían_hermoso aspecto al agreste
lugar. Pero ese día de marzo no trabajaron. Tampoco los quince días
siguientes, en que en esa quincena de diluvio no se detuvieron nunca
las lluvias. Montevideo asistió entonces al desborde del Miguelete y
del Pantanoso. También salió de cauce la laguna de Durandeau, ya
que creciendo vertiginosamente no pudieron los más altos médanos fre¬
nar la fulmínea creciente. Está registrada esa inundación en los diarios
de la época, anotándose que los vecinos de Carrasco temían por sus vi¬
viendas amenazadas. Tanto fue así que llegó un momento en que deci¬
dieron abrir un boquete, un gran surco en los médanos, por el cual se
precipitaron las enloquecidas aguas que ganaron el curso del arroyo,
para echarse al fin, salvajemente, sobre la represa del molino, destro¬
zando la enorme , rueda que hacía girar los mecanismos interiores, descar¬
nando los cimientos del piso bajo, para ganar altura inundando el se¬
gundo, que fue desalojado ya mediada la tarde. La catástrofe había
durado una hora, pero marcó el fin del molino de agua que había tra¬
bajado por más de sesenta años. La familia de don José Accossano pasó
la noche en carpas a cincuenta metros de las ruinas, sobre la barranca
que marca hoy el límite de la cantera.
Esta recién fue abierta en 1918, para extraer de ella la piedra que
rellenó la rambla costanera.
Pero Accossano quedó. No sería molinero, pero la extensión de las
tierras de Pérez llegaban hasta donde hoy se abre la calle General Paz
y él tenía hijos que podrían laborarlas. Fue, pues, arrendatario de - la
sucesión desde 1895 hasta 1910, en que asociándose a Mir, Nava y
- 123 -
Carrau, compró las doce hectáreas que englobaban el viejo molino de
agua. Con una de las hijas había casado Rovira y es uno de sus mu¬
chachos quien nos acerca estos datos fidelignos.
“—Las dos higueras no tienen sesenta años. Las plantó mi abuelo
a fines del siglo” —nos dice siguiendo nuestra mirada, que de su añoso
tronco baja a las dos ruedas que miran el mar desde la tahona.
JAVIER DE VIANA EN LA UNION
fT) EDRO B. Casamayou, Víctor Arreguine, Juan Chavrier, seudónimo
J- de Juan de Anfora, Juan A. Estomba, Etoro Vollo, Eugenio Garzón,
Saturnino Alvarez Cortéz, y Carlos María Ramírez, publicaron el año
1886 después de la fracasada revolución del Quebracho, sus recuerdos
personales sobre el combate.
Javier de Viana, joven de veinte años, dejó una crónica que co¬
menzó a publicar en folletín el diario “La Epoca”, tomando forma de
libro recién en 1943, siendo la más nutrida contribución sobre recuer¬
dos del Quebracho.
Extractamos aquí una parte del tomo, porque señala en sus pági¬
nas el aporte que del barrio de la Unión recibió el general Arredondo,
quien distinguió especialmente a los muchachos que formando el “bata¬
llón del pito” reunían las características de la juventud del barrio de los
molinos: indumenta pintoresca, disciplina y camaradería, amor a la taba
y a los gallos, idolatría por la baraja, la guitarra y el mate, y sobre todo
“una invencible inclinación por las polleras...”.
“Vestían bombachas de color, botas ordinarias de cuero de perro;
al cuello llevaban de golilla un pañuelo blanco o celeste, y sobre la ca¬
beza bien peinada un gacho de alas pequeñas colocado sobre la oreja
derecha.
Lo que daba el nombre al batallón, era una pipa de yeso terciada
en la cinta del gacho.
A ese conjunto de jóvenes llegados a Buenos Aires el 86 desde
la lejana Restauración, habría pertenecido el soldado Oribe, sobrino nie¬
to, según voz corriente, del Jefe del Sitio de Montevideo.
- 124 -
LOS BARBEROS
c
UENTA don Isidoro en su “Montevideo antiguo” de los barberos
de antaño. Poco dice, apenas qué’tenían una bacía de lata colgada
de la puerta, dos o tres sillas de vaqueta ,un lavatorio de morondanga, sus
útiles de trabajo entre los que no olvidaba el asentador de palo de pita.
No ofrece nombres, ni las mañas que deben haberse multiplicado en
estos tiempos.
Yo, sí, utilizaré algunos nombres básicos en el pueblo de hace me¬
dio siglo, viniéndome a la memoria la frase de Paul Gsell sobre uno
de los famosos cuentos de Grimm, que refiriéndose a un barbero mañoso
que afeitaba una liebre corriendo, agrega que eso es un juego de niños
comparada con el prodigio de que fue testigo.
No dice cuál era pero doy testimonio de otro que en 1919 lo dejó
lejos.
El barbero era don Pedro Ignacio Schinca al cual lo vi afeitar a
un muchacho en dos minutos. Bartolomé Bolívar acababa de llegar y
le rogó acariciándose la barba con toda la mano:
—“Don Pedro, ¿antes de que se me escape ese tren?”
El tren era el 38, que venía por 8 de Octubre y Artes, dos cuadras
de la esquina de la Liguria, en Agricultura, donde le daban vuelta el
troley para regresar al centro.
Don Pedro no dijo nada, pero en menos tiempo del que se necesita
para contarlo, ya lo tenía perfectamente jabonado, echado en el asiento
el cuello Mey que aguantaba dos semanas sin lavar. Recuérdese lo que
se decía de don Pedro, que atrasaba el reloj para que no se le escapasen
los clientes apurados que debían tomar el 54 para la Chacarita. Perfec¬
tamente jabonado, la partida estaba ganada. Cualquiera creerá que ni
chistó, pero le sobró tiempo para preguntarle a Bolívar como iba en la
Asistencia, si había visto a Lino Perdomo y si estaba algo mejor del hí¬
gado Angel Luis Olivera Ferrando.
Cuando salió de vuelta el 38 para el Centro, ya estaba sentado en
él Bolívar, leyendo la revista “Germinal” que publicaba mi hermano Leo¬
poldo.
Un segundo antes, el fígaro había hecho una reverencia y expresado
el sacramental:
—“Servido, caballero”.
125 -
El querido amigo, a quien leí el presente artículo el miércoles pa¬
sado, ya no existe; murió el sábado de la misma semana.
Conocí a don Pedro en 8 de Octubre 173 casi Agricultura, junto al
Capítol de hoy, donde desde 1869 existe peluquería. Don José Mare-
xiano, que tenía allí una zapatería, le alquilaba en tres pesos mensua¬
les al barbero Antonio VillanueVa. La descendencia siguió cobrando una
miseria a Schinca, hasta que se jubiló en 1933, honrando de esa ma¬
nera la casa en que aquél empezó su fortuna.
Decía don Pedro a menudo:
—“Yo no soy de esos que gastan más los dedos que la brocha”.
La voz del público decía otra cosa. Y era verdad que jabonaba con
los dedos. En 1925 un diario de la tarde confundió al diputado Schinca
con nuestro barbero, publicándole una caricatura con una cuarteta de¬
bajo, que como no la guardé, la reemplazo con estos versos de Angelito:
“—Mas el capricho alocado
de un satírico burlón
al poeta diputado
le cambió la profesión.
Un barbero que tenía
el apellido de usía
y jabonaba a presión
con sus dedos afilados,
forjó los datos fraguados
de esta absurda confusión.
El poeta era el diputado Schinca, que hizo famoso en este diario
el seudónimo de “El duendecillo Fas”.
Sabía distinguir y tenía sentido de las calidades. En su peluquería
había perfumes distintos para la clientela. Houbigán, Loubín y Coty pa¬
ra la gente de pro. Agua Florida, para los “canarios”.
Fue dueño, al principio de ejercer su oficio, de seis u ocho sangui¬
juelas que habían dado la vuelta al pueblo entre los ,hipertendidos. —
Recuerdo el nombre de “Manuela”, “Petronita” y “La Cordobesa’, que
eran las más populares—, Don Pedro las echaba en la ceniza cuando
venían repletas. “La Cordobesa” era muy glotona. Todavía se recuerda
que casi le costó la vida a Cardozo que se durmió con ella y las otras,
prendidas del pescuezo. '
- 126 ,-
Hacía trabajos en trenzas y bucles. En el interior tenía un letrero:
—“Se trabaja en pelo”.
Fue en realidad el único peluquero que hubo en la Unión.
Treinta pesos le costó la peluca que se hizo estrenando el oficio.
Y veinticinco la que le preparó a un capitán de guardias nacionales del
cual no doy el nombre para no incurrir en violación del secreto profe¬
sional. Más de una vez, abierta la puerta de la sala de espera, sorprendí
los ojos de mis enfermos pendientes de la aguja de ese cliente, que
se cosía los desperfectos de su peluca en mi consultorio “por ser el lugar
más tranquilo”.
Usaba, para rellenar la mejilla de los flacos, la colección más com¬
pleta de nueces de todos los tamaños. Las usaba con mucho tino, pues
cierta vez le sacó cuchillo Fullana por lo desmesurada que le tocó la
suya.
Don Pedro debe ser considerado uno de los barberos más profun¬
damente queridos de la Unión. Murió a los sesenta y seis años, en calle
General Villegas y Piccioli.
*
* *
Estupiñán era un hombre alegre y sin rarezas, que dejó el oficio
cuando Parraviccini en un desgraciado accidente de tránsito, le mató
dos hijas frente a la tienda de Poggi.
O
O «
Farramallada encontró al final de su vida un árbol frente al rincón
de las ánimas para colgar el espejo donde terminó afeitándose en la
calle, ya que escaseaban los “marchantes’’.
No conocí a Espinosa que estilaba unos bigotes ampulosos a quie¬
nes les daba por la noche cosmético rigurosamente de viernes a lunes,
ayudándose con una bigotera. Tenía el local en la pulpería de Chichón,
de palenque y cancha de bochas, en la esquina de Propios, frente al
taller del vasco-francés Fermín Bidondo y del consultorio del doctor
Américo Ricaldoni que ya apuntaba las condiciones sobresalientes que
le transformaron en el gran clínico insuperado.
- 127 -
Unicos los hermanos Miguel y Luis Corrales Artigas, establecido
el primero frente a la 15* y el segundo en Joanicó y Navarro. Tenían
algunas estridencias, entre las cuales se comentaba mucho su obsesión
de atar siempre un perrito al sillón del cliente, con lo cual, cuando pa¬
saba cerca una perra el sillón se bamboleaba.
Seguía una fingida guerra con Martincito, y tenía un oficial, Gali-
leo, que pasaba por loco, por no usar sombrero. Luis, después de jabo¬
nar al cliente, a menudo sentía despertar en el oído el aire de una mi¬
longa que había olvidado: iba al ropero y sacaba la guitarra mientras
el jabonado esperaba sentado.
Cufré contaba como cosa, cierta, y presentaba como testigo a uno
de los Bertolini, que en campaña conoció un barbero que afeitaba los
milicos en serie, jabonándolos con brocha gorda en una tina, y luego
los rapaba en hilera.
Los nombres de Marmo, que había sido barbero del Hotel Lanata
y en él conoció a Rubén Darío de quien mostraba la fotografía a los
clientes; de Beto Castro y Víctor Álvarez son demasiado conocidos y
respetados dentro del pueblo.
En 8 de Octubre e Industria estaba Domingo Cereza que traba¬
jaba con un mono. Mientras el mono distría a la gente. Cereza termi¬
naba su tarea sin apremios. Era hermano de Francisco, el decano de
los rematadores, que cena todos los martes con Angelito y el Toto, por¬
que lo atrae el ambientado arte que ha sabido darle a “La Liguria” el
autor de “Cardal Azul”.
Novísimo es Pereyra, que llegó de Minas trayendo todos los es¬
quiladores del pago a los que convirtió en oficiales de su barbería, pues
como afirmaba:
—“El que sabe esquilar debe salir buen barbero”.
Empezó a trabajar en el garage de “La Liguria” pasando luego a
una de las piezas de la magnífica casa que fue de Juan Pascual Már¬
quez Guichón.
Preguntándole a don Jesús como era, contestó:
—“Sólo una vez me afeité con él. Me jabonó, y antes que me hicie¬
ra la primera pasada, había tomado varios amargos y me había echado
a la cara el humo de un cigarro”. Usaba en la cintura un cuchillo de
mango de hueso, por si acaso tenía que intervenir si el cliente lo con¬
tradecía.
- 128 -
Don Javier Guruchaga conoció a Quintana, hombre flaquito, me¬
nudo, que ocupó primero un local en 8 de Octubre y Comercio, al lado
de la panadería de Manrupe, en la casa que fue de Fernández de León.
Allí lo conoció también el poeta Francisco Acuña de Figueroa, quien
le hizo unos versos cortando la polémica a que le amenazaba Quintana:
“—Desisto pues, sin enojo
de refutar versos vanos,
pues debo bajo sus manos
poner la barba en remojo.
Y aunque es pequeño y flauchín
como está cerca el Cerrito,
temo recuerde el maldito
las sonatas del violín”.
Con estos versos de la página 190 de sus “Poemas diversos” cortó
el vate del himno la versada del barbero y suponemos también que
cambió de barbería. Se mudó Quintana el año 72 a lo de Rubini donde
empezó su oficio Ureche, que se hizo barbero antes de ser dentista.
Vio a Peláez alquilando una pieza de la herrería de Letra donde
herraban los caballos de Oribe. Era cojo y le ganaba partidas al billar
al doctor León Capdehourat.
Los recuerdos de Guruchaga llegan hasta Locría con salón en lo
de Burla, de quien no puede darnos datos personales de interés.
O
Para conocer la pre-historia de los barberos de la Unión, hay que
recurrir al “Defensor”. El año 48 aparece un aviso en cuarta página,
anunciando “que en el pueblo de Restauración, calle del general Ar¬
tigas, está la barbería de Damián Gortari, frente a la tienda de don
José María Baena”.
Don Jaime Fonlladosa llegó en 1848,, a caballo del Paraguay, hu¬
yendo de la cólera del Presidente López, el que transformó en remanso
el destierro de Artigas. Se había dejado decir que era un maniático; que
cuando usaba un bonete blanco estaba de buenas, y cuando usaba el
negro era peligroso; hablaba pestes de él y de la mujer. López lo supo
- 129 -
y Fonlladosa también. De ahí que pusiera distancia entre ellos, y se
viniera del Paraguay a Minas, y de Minas a Montevideo, según Ilde¬
fonso A. Barmejo en sus “Episodios del Parauayg”. Apareció en la Res¬
tauración, y puso barbería en la calle Real frente a los almacenes de
Larravide. Era el único que tenía la “famosa pomada de grasa de aves¬
truz, león y oso”, según avisa en el “Defensor”. Después se pierden sus
huellas para nosotros.
O
* *
El último que sobrevive es Luis Mangini, que ha pasado los ochen¬
ta años. Fue el sucesor de José Antelo que murió en la Unión deján¬
dole a su viuda, Catalina Jorge, la brocha, tijeras, navajas y asentadores,
y un apodo que sólo la muerte pudo quitarle: “la barbera”.
La barbera le vendió a don Luis Mangini los instrumentos de tra¬
bajo y éste se instaló en donde estuvo en la Guerra Grande el registro
de José Pringles, avenida 8 de Octubre 3908, donde vivió últimamente
el doctor Martínez Jauregui. En la pieza lindera, de piso de ladrillo,
Mangini arregló para salón de baile para sus amigos; bailaban lanceros,
mazurkas, cuadrillas, valses, polkas.
Después salían a los bailes de las chacras y las curtiembres. Pero
como en un baile de éstos, las mozas no salían sino con ellos, los mozos
locales se enojaron y los pusieron en la puerta. En la Jardinera de An-
tuña, que los traía de vuelta por un real, terminó la última gira.
Después Mangini, que tuvo dos magníficos oficiales en Varelita y
Juanicó, se hizo barbero militar en la artillería, donde afeitó primero
al coronel Adolfo Pérez, y terminó por atender en su casa de la calle
Rondeau al general Domingo Ramasso.
El último es Iván, el barbero de Minas, que ocupa como su pa¬
dre, en la calle del Miguelete, la pieza donde velaron el cadáver del
doctor Pantaleón Pérez, vilmente asesinado en el cuartel de artillería.
CARNAVAL
r
<5 *- / A Unión de fines de siglo tenía sus carnavales particularísimos. A
evocarlos tiende esta crónica, que tendrá sabor local para los que
conocieron aquel ambiente, o fueron de nuestra aldea.
130 -
Era el remado de la máscara suelta y de la comparsa. Todos los
años la Unión tenía su comparsa. Una sola. Compuesta por los mismos
muchachos del año anterior. Algo nuevo, pero idéntico núcleo.
El año 92 organizó “Los hijos de Momo”. El 93 “Los Cupidos”.
El 94 “Los Negritos”. El 95 “Los tenebrosos”. El 96 “Los dragones dél
porvenir”. El 99 “Los cotorrones”.
“Los cocineros modernos” son del nuevo siglo, del 903 o 904.
En 1895, festejando el año en que nació el cronista en la campiña
de Flores, se organizó “Los tenebrosos”, con ayuda de una comisión de
vecinos respetables, don Félix, don Nicolás, don Bernardo, don José.
La comparsa tenía un único fin: enterrar el carnaval. Salía pues,
a la calle, el último domingo, y sólo ese día. La componían los mucha¬
chos cuyos nombres podrán leerse al pie dé la fotografía que acompaña
estas líneas. Como número de atracción figuraban cuatro ratas. Eran
Segundo Martínez, Pedro Staricco, Santiago Poggi Rocca y Juan Carlos
Decia. De la casa de uno de ellos salía la comparsa en la tardecita del
último domingo de carnaval. Al frente el estandarte; en el centro una
parihuela. Descansaba una asadera en ésta y un lechón en la asadera.
En los ángulos cuatro rondines orgullo del homo que ya tenía en la
calle Juanicó al decano don Pepe Maggi. Esos rondines tenían un metro
de alto y estaban adornados con guirnaldas. El itinerario de las visitas
se fijaba con toda prolijidad antes de salir a la calle. La comparsa se¬
guía los rieles del tren de caballos. De pronto llegaba frente a una de
las casas graciosamente fijadas para cantar. Una pequeña parada, y con¬
versión izquierda. Y se precipitaban por el zaguán, el estandarte, la
parihuela, el lechón y los muchachos. Pocas presentaciones. Iba a cum¬
plirse un rito, y se cumplía. Las 25 voces y las vocecitas de los cuatro
ratas, poblaban el patio.
El dios Momo ya murió,
lo llevamos a enterrar,
envuelto en una mortaja
de ajo, pimienta y sal ...
Así empezaba la canterola del año 92.
Se agrupaban encima del brocal del enorme aljibe —el brocal de
todos los aljibes de la Unión era siempre grande— los vasos de limonada
con soda, y concluidos los 360 versos, la comparsa se iba; y posiblemen-
- 131 -
te la familia levantaría los brazos. Pero ese gesto de alivio era precedido
por la entrega de una corona de papel destinada al activo del estandarte.
El presidente tosía, y los 28 victimarios se retiraban sonrientes y jadean¬
tes por el esfuerzo de la versada. Cien metros más allá se husmeaba la
guarida de otro hugonote. La misma conversión. El mismo saludo con
el estandarte... y la escena se repetía. Así todo el itinerario se cumplía
sin un olvido. El final se preveía. En la última casa donde entraba la
comparsa, no había oyentes ni víctimas. Sólo una mesa larga. Pan, cu¬
biertos, vino. El lechón desaparecía como por encanto. El carnaval aca¬
baba de ser enterrado. Bien enterrado...
O
O 6
Negritos somos; no lo negamos;
pero tenemos la pretensión
que ningún blanco podrá igualamos
ni en nuestro tango... ni en el amor.
Estos que se tenían tanta fe eran “Los Negritos”, que recorrieron
las calles de la Unión del 94, bajo la dirección de Regino, que no había
demostrado todavía sus inclinaciones extractivas...
O
6 «
Los versos de “Los cotorrones’ del 99’ los escribió un muchacho
que habría de ser muchos años después el literato de garra que firmara
sus últimas producciones con el seudónimo de “El duendecillo Fas’, cuan¬
do era director de “EL DIA”.
El coro entonaba una invitación realmente halagadora.
Vamos compañeros gustosos a trasnochar,
pero con sigilo, que nos pueden sorprender.
Más qué nos importa. Para eso es carnaval...
Pues entonces a la farra , a la farra y al placer...
Uno de los más conspicuos cotorrones era Eloy Riaño. En una au-
- 132 -
dición que dieron en 18 de Junio e| Industria, en lo de Rocca, al re¬
tirarse la comparsa faltó a la lista un cotorrón. Se le llamó a voces. Era
Eloy. Un ruido hizo levantar la cabeza a la cofradía. Por la escalera ba¬
jaba algo, tropezando en cada escalón. Aterrizó el bulto con terror de
los cotorrones. Como contestación algo tardía, al último grito que lo
llamaba por su nombre, Eloy, sentado en el suelo, abrió los brazos con
majestad, y dijo: “Aquí estoy”... Un pase de amoníaco por la nariz,
mejoró rápidamente el estado del cotorrón caído...
El verdadero animador de los carnavales de antaño era don Angel
Estades. Don Angel organizaba las comparsas, hacía los versos, les po¬
nía música, encargaba los trajes, dibujaba el estandarte, nombraba las
autoridades... y era el dictador de la Comisión Directiva. Los corsos
se organizaban bajo su mirada. Por el 96 estrenó una zarzuela: “El en¬
cuentro de dos amantes” y “El golpe de un pobre viejo”.
El lector juzgará de la factura de la zarzuela, por estos versos que
recitaba ruborosa la jovencita M... a quien no nombramos porque he¬
mos cometido la indiscreción de dar 1 fechas:
“Yo soy la pobre aldeana que espera sin cesar,
llorando en la mañana, por mi querido Alvar”.
\
Como tocado por un resorte salía a escena el “querido Alvar”, con
una prisa realmente impresionante, y clamaba:
“Cielo santo, esta es su voz;
me ha acabado de llamar;
abre pronto, abre, por dios,
que no puedo más penar”.
En ese momento y cuando “la pobre aldeana” buscaba desespera¬
damente el pestillo para despenar al querido Alvar, salía el viejo de
adentro, se daba cuenta del peligro que corría su pequeña, y caía al
suelo, redondito. El golpe del pobre viejo, justifica todo el título de la
zarzuela. Lo que no justifica es la longevidad del autor, a quien vincos
hace unos años felizmente reviviendo la leyenda del Fausto...
EL CAPITAN MONDINO
7V 70 habrá entre la gente vieja del pueblo de la Unión, quien no re-
■1 Y cuerde al capitán Mondino, simpático peninsular que alegró tan¬
tas tertulias pueblerinas, con su sana alegría y su contagioso optimismo.
- 133 -
Era bajo, delgado, de amplia cabellera flotante, poblado bigote y
una gran barba que con los años fue convirtiéndose en blanquísima.
Lo evocamos para esta semblanza que de él haremos, como se nos pre¬
sentó en .nuestra infancia lejana, • en una de las primeras visitas que hi¬
cimos a su pulcro cuarto de solterón sobre la avenida.
Era magro, de ojos azules, y su barba no alcanzaba a esconder su
perpetua sonrisa bondadosa. Su mirada ingenua, y sus manos cuidadas.
Así se mostraba en sus paseos a pie por el pueblo, con su gran capa
azul con forro rojo de terciopelo, terciada sobre el hombro. Se puede
evocar así, porque Mondino era siempre igual; se vestía siempre de la
misma manera y sus costumbres eran inmutables. Así era, cruzando el
pueblo, y aligerando su cansancio con aquella tregua obligada del cuar¬
tel, donde se sentaba con los jefes, que según las épocas, eran el coronel
Ramasso o el coronel Cuestas.
Poseía el capitán Mondino una simple sicología. Era bondadoso,
tranquilo y normal. Tenía, es cierto, algunas debilidades que lo carac¬
terizaban.
Una de ellas se manifestaba en Carnaval. Los carnavales de la
Unión no eran muy diferentes uno de otros. El tablado frente a La
Liguria, la iluminación de cuatro cuadras sobre la avenida con farolitos
venecianos, Farías disfrazado de oso, algún baile familiar y, sobre todo,
el infaltable desfile, del capitán Mondino, la última tarde, la del en¬
tierro de Carnaval.
Tomaba la mejor volanta descubierta, tirada por dos regios caba¬
llos negros de funeraria y lentamente hacía la tardecita el recorrido
por 18 de Julio de Comercio a Pan de Azúcar, ida y vuelta,, tirando
flores y confetis a las muchachas de las aceras y haciendo un ceremo¬
nioso saludo a los vecinos más prestigiosos del pueblo, que se colocaban
allí precisamente esperando su llegada.
Ese homenaje estaba destinado a las vecinas únicamente.
Donde generalizaba la dádiva o la gentileza era en la comunión.
¿En qué consistía la comunión de Mondino?
Mondino salía a pasear por las tranquilas calles del pueblo todos
los días, por la mañana, la tarde y la noche. No abandonaba para esas
giras diarias el jacket, el bastón y el amplio sombrero de fieltro.
Recordamos su manera particularísima de usar el bastón.
Lo revoleaba, dejaba caer la punta al suelo, se detema apenas, y
en esa como indecisión, que no lo era, le imprimía un gracioso movi-
- 134 -
miento giratorio, que le transmitía desde el puño invariablemente. Lue¬
go emprendía de nuevo la marcha apenas interrumpida.
De pronto se encontraba frente a un muchacho o muchacha, que
lo miraba humildemente. No necesitaba oir la segura petición. Se le¬
vantaba con la mano derecha la falda del jacket, conservando el bastón
en la izquierda; tomaba la pastilla que acababa de extraer entre sus
dedos amarillentos, la ponía al muchacho en la boca ya entreabierta, le
daba una palmada en la mejilla y sellaba la comunión con estas pa¬
labras:
—Hosteum dómine nostrum, requien etemun. Amén.
Pasaba luego el bastón a la derecha, le imprimía al puño el pri¬
mer movimiento giratorio de la primera vuelta, y reemprendía la mar¬
cha que sería interrumpida veinte pasos más allá, frente a otro candi¬
dato a la comunión de menta.
Tendríamos más o menos doce años, cuando visitándolo en su cuar¬
to de soltero, en casa de la familia Leal, donde le alquilaban la pieza
de la calle, nos llamó la atención la pulcritud con que colocaba sobre
la almohada el kepi y sobre la colcha la espada. Lo conocíamos seis
años antes, pues viviendo enfrente, junto a la comisaría, éramos abo¬
nados viejos a las comuniones de Mondino.
—Nos han dicho —empezamos— que usted fue a la guerra del
Paraguay...
Nos fulminó con la mirada, que de esa manera mostraba la indig¬
nación ese hombre de maneras tan dulces, y empezó a hablamos con
aquella voz suya tan baja, tan tierna, medio en idioma italiano, entre
el que mechaba palabras nuestras.
Vino a decimos algo así como:
—Tengo el honor de haber hecho toda la campaña...
Luego tomó una pose digna, y abriendo con su llave un ropero,
apareció bajo nuestros ojos la colección de medallas y condecoraciones
que él lucía sobre la chaqueta en sus paseos de la tarde por el pueblo,
y que se ve en la foto regalada de esa época a la señora Angelina Brus-
ciani, esposa del dueño de la Fonda del Jardín, que le llevaba el al¬
muerzo a domicilio, en cuyo reverso se leía:
“Como recuerdo y manifestación de aprecio: el original.”
“Enero 19 de 1907.”
Ese escamoteo del nombre era modestia pura...
La que se destacaba entre todas las condecoraciones, era la que le
habían regalado en Buenos Aires, adonde había ido con la artillería que
- 135 -
mandaba el coronel Sebastián Buquet al entierro de Bartolomé Mitre,
y que el capitán Mondino mostraba a sus amistades en los comercios
locales, en lo de Rafael Cufré, en lo de Airaldi, en La Liguria, en el
cuartel, en lo de Bellini y en lo del torero Araújo, que tenía sus sim¬
patías por el coraje personal.
De esa visita de 1907 tenemos un recuerdo muy vago; la entrada
medrosa en la casa, la alfombra impecable en su cuarto, las ventanas
de tul y de gasa, la mirada alterada da Mondino ante la pregunta ofen¬
siva, el recuento de las medallas, y lo mejor que quedó en la retina por
más de medio siglo: el uniforme y las armas en la cama blanquísima...
El paseo a pie por las callejas de la Unión no pasó del año 1912.
Antes lo vio el pueblo montado en un rocinante flaco, elegido pre¬
cisamente para él, porque el caballo gordo no le gustaba por lo brioso
y porque no era seguro para su integridad personal. El último que mon¬
tó, según el Toto Bruno, fue una yegua tordilla que le preparaban en
la comisaría seccional, la 12 9 , la 14* y por fin la 15 ? , donde el coman¬
dante Delgado tenía especial cuidado en su cabalgadura. Salía monta¬
do con su jacket y un poncho que lo resguardaba del frío. Fue soldado
de caballería en el Paraguay...
El poncho se lo regaló un día en Plata y Nueva Palmira a un mo¬
cito que había conocido en Minas, donde ocupó la plaza de sargento.
Luciano Fonseca se llamaba. Fue con ese poncho que vistió a Carlota,
desnudada bajo la amenaza de un punzón calentado al rojo vivo, por
una cuestión de celos...
En uno de sus viajes a Europa trajo a través de los mares su bus¬
to vaciado en bronce, y lo llevó, naturalmente, al Centro de Guerreros
del Paraguay. Allí fue depositado en una pieza y, en ella, según el ori¬
ginal, no se le rendían los honores debidos. Para ahorrarles olvido, el
propio Mondino le llevaba al busto, todos los sábados en el tren de
caballos, ramos de flores naturales y coronas. Esto nos lo contó más de
una vez aquel viejo vecino que fue don Pedro Staricco y nosotros lo
narramos, claro está, haciendo confianza en él.
Esto no era más que una debilidad disculpable.
Otra debilidad de Mondino era la oratoria. No perdía a dos tiro¬
nes, la oportunidad de decir su discurso. Esto le acarreaba, de cuando
en vez, algún inconveniente.
Cuando se inauguró la estatua de Suárez en la Plaza Independen¬
cia, Mondino fue instado, ante la tenaz resistencia suya, a hacer uso
de la palabra, a dejar el puesto a los oradores designados.
- 136 -
Cuando se inauguró el puente sobre el Santa Lucía, costó bastante
trabajo el convencerle, que el que debía declarar inaugurada la obra
y librada al tránsito público, era el doctor Williman y no él.
Otras veces hablaba.
La suerte que lo acompañaba entonces era diversa. Un día, en la
"Agrícola Italiana”, dijo que los Treinta y Tres habían desembarcado
en La Blanqueada... Siguió así más o menos una hora y media. Se
bañaba el orador en agua de rosas, pues no hubo ni una sola palabra
de censura.
—Eh... me han dicho que lo cúrtese... e lo curté... —explicaba
más tarde a su amigo Cufré, como disculpándose por no haber termi¬
nado el speech...
Pero no siempre tenía mala suerte.
En la sociedad “El consejo de los diez” tenía carta blanca.
En “Los zangolotinos” espetó en el local que ahora ocupa el
Glucksmann, seis discursos en una misma tarde.
Pero el record lo tiene en el mar. En el vapor que lo traía de Euro¬
pa, dijo al cruzar el Ecuador un discurso patriótico que no había ter¬
minado frente al Cerro de Montevideo.
Pero la oratoria de Mondino era variada. Una de sus aristas pre¬
feridas, y que lo hacían temible, era la necrológica. La cultivaba con
verdadero cariño. Es realmente innumerable la cantidad de vecinos del
histórico pueblo, despedidos por él.
Y con esta anécdota, podemos perfectamente cerrar esta estampa.
Un día murió Gigin, aquel famoso enanito que vendía juguetes en
Industria y 18 de Julio.
Y Mondino, que tenía amistad con él, lo despidió en el cemente¬
rio con estas palabras:
—Andate tranquilo, eh... Yo seré el padre de to hicos, y el mari¬
do de tu muquier...
Palabras que no deben haber intranquilizado mucho a Gigín, por¬
que Gigín... era soltero.
EL MAS VIEJO CAFE DE MONTEVIDEO
i
C* U historia comienza con el nacimiento del pueblo de Oribe. Antes
^ de existir, ya había en la Calle Real y de la Iglesia, un “almacén
de marina”, en el que podía adquirirse remos, botes, anzuelos, palan-
- 137 -
gres, cuerdas embreadas, palos de urunday y lapacho para las velas an¬
dariegas. No cabían en él más que la aventura del mar y la emoción
de la pesca.
De tener ojos humanos, sus paredes no hubieran apresado sino cán¬
didas escenas de pueblo recién nacido. Otra fue la realidad, sin em¬
bargo. Frente a su puerta partida y cuarterones salientes, en 1851 se
degolló a Don Indio y en 1858 a Sandalio Ximénez. Al primero, sus
compinches del matadero federal, le hicieron sentir trágicamente su re¬
pudio por la flaqueza que tuvo años atrás al despenar a Dubrocas.
Al otro le partió la carótida el negro Vilava, sacándolo del Colegio,
en cuya cárcel se hallaba entre los escasos sobrevivientes de Quinteros,
por el delito de haber sido criado en casa de Juan Carlos Gómez. Xi¬
ménez hubo de jugar con Vilaza su última partida y la perdió en la
esquina donde más tarde se instaló este café.
Así fue pasando este inocente almacén marinero su primer cuarto
de siglo, entremezclando limpias estampas de cielo y mar con tremen¬
das visiones de guerra inclemente.
Pero un día de 1868 Rizardini, peninsular de cuya pupila no podía
caer la imagen de la góndola en que naciera, desalojó al viejo almacén
y en su local estableció el “Restaurant Veneciano”, que tuvo corta vida:
antes de un año las campanas de San Agustín tocaron a rebato anun¬
ciando su incendio.
Al año siguiente, sobre sus ruinas ennegrecidas, Rizardini y Queco
Guelfi fundaron aquí “La Liguria”.
Muchos nombres caben en esta primera época de la casa —1869 -
1914—: Rizardini, Guelfi, Domingo De Marco, que más tarde habría
de alumbrar “La Americana”, Ferrari, Juan Perrone, Tramontano, Héctor
Ramella, Talo Rodríguez, Dutra, Panario y Morteiro.
Siempre estuvo aquí “La Liguria”, salvo la escapada de 1905 de
Tramontano y Ramella hasta el local que ocupa la farmacia Paladino.
Y la de 1910, al cruzar la calle con Panario y Monteiro, al mismo
local que ocupó “La Bomba”, de triste memoria.
No hay episodio, por inverosímil que parezca, que no se haya pro¬
ducido entre sus cuatro paredes, desde que Domingo De Marco entró
al local con el baúl transatlántico desde sus tierras ligúricas. Ingresó a
la casa el 28 de noviembre de 1870, en plena revolución de Aparicio
contra el gobierno de don Lorenzo BatUe. Y lo hizo con tan buen pie,
que al día siguiente se libró en nuestro pueblo la batalla de la Unión,
que dejó un saldo de doscientos muertos.
- 138 -
Pero su trágico nacimiento no le impidió cumplir una existencia
larga, plácida y pintoresca.
Conoció la prepotencia del comandante Toledo, que entraba al sa¬
lón a caballo y a caballo empinaba su farol de caña, rompiendo luego
contra el suela el vaso que no pagaba nunca.
Conoció la diaria partida de truco de aquellos cuatro artesanos de
la Restauración que rodeaban por la noche siempre la misma mesa bajo
la que dormía —estufa y alfombra— el viejo carnero de Pedro Letra.
Conoció las partidas de ajedrez del coronel Calo y Juanicó, inicia¬
das siempre bajo el signo de la más exquisita cortesía, pero que ter¬
minaron definitivamente, con el tablero encuadrando la cabeza de uno
de los jugadores, la noche que a éste se le ocurrió tomarle al otro la
reina sin previo aviso.
Conoció las rabietas del comisario Márquez, las apostólicas filípicas
de Roncadera, los versos de Agustín Anza, ilustre antecesor de Angelito,
que jerarquizó a nuestro pueblo en admirable cuarteta que encierra to¬
da la idiosincrasia local:
“Unión cubierta de hechizos
que simbolizas virtud
si en ella nacimos guisos
no tienes la culpa tú.
Y esta otra que denunciaba el hobby de Anza por la ú acentuada:
“Manes de Lepanto,
heroica Paysandú:
hasta tí me levanto
para cantarte a tú”
Después de cuyo esfuerzo y previo un modesto gargarismo con
legítima de La Habana, buscaba el poeta el camino de la Barcelonesa,
para iniciar en ella su diaria elaboración de azufre en barras.
Fue tan humilde la iniciación de esta etapa, que la casa no con¬
taba entonces sino con un mozo durante el día y otro durante la noche.
¡Pero qué mozos!...
Hay querecordar la diplomacia del cabezón González, cuya me¬
moria era formidable. Cliente que faltara tres días no escapaba al si¬
guiente de enfrentarse con González, que lo esperaba con el índice en
139 -
la sien derecha, entrecerrados los ojos, como luchando con la duda que
parecía molestarlo.
—Usted me debe un café —le decía.
Casi nunca existía la deuda y a veces debía aflojar González, cuya
disculpa inmediata cobraba acentos conmovedores. Siempre se dijo que
era pariente de aquel mozo del Santa Tecla, que solía apuntarle un
cortado a todo cliente que pasaba por la acera del cuartel.
Después apareció Ximeno, mozo veterano, bonachón y despierto
para reprimir y contener a tantos clientes jóvenes, dispuestos siempre
a relajar el correcto orden de la casa que contó pronto con cinco mesas
de billar, ajedrez, dominó, naipes y llegó a reunir hasta treinta.
Cubillos se cortaba el pelo, por lo que le llamaban escobilla. Es¬
cobillón, le bramó un día Mayita, cuando quiso cobrarle tres cafés que
no debía.
Cabanas debía ser andaluz. Sumando los años que aseguraba ha¬
ber servido en otras casas, se llegaba a los 80. Y él tenía 36.. .
¡Y Bernardo !...
Bernardo, que cuando le embrollaban un café o le pagaban un té
con un peso, le dirigía entre dientes al atrevido un feroz rosario de ma¬
las palabras, dignas de Martincito cuando le gritaban pisagüevos.
Con toda humildad le rogaba al cliente le tradujese eso que le
masticaban por lo bajo, y Bernardo respondía:
—Estoy hablando conmigo y a usted no le interesa lo que me digo
cuando me hablo.
Mejor que no entendiera.
Alguna vez se vio en aprietos, pero cuando lo amenazaban con
golpearle, invitaba al agresor a que trajese armas. Las trompadas eran
para la chusma; él usaba cuchillo corto, pero no quería ventajear a
nadie...
Los versos de Angelito lo enfurecían. El poeta está siempre dispuesto
a recitarlos, pero no lo hace cuando están en “La Liguria” mis cinco
hijos, porque yo no quiero que me pierdan el respeto...
La última vez que vi a Bernardo fue en 1946, cuando sin conocer
su color político cometí la imprudencia de solicitarle su voto para Be-
rreta. Me lo prometió solemnemente. Pero cuando dejé la mesa hasta
donde lo había cercado con Pedrito por temor a que me fallara, alcancé
a verle en el forro del sombrero un retrato de Luis Alberto, a tiempo
que me decía con una fugaz risita oxidada:
—¿Está contento?
- 140 -
No he vuelto a verlo.
De lo contrario, estas últimas líneas habrían sido escritas en latín.
«
0
Filippini y Scaltritti eran dos moralistas cuando hace cuarenta y
cinco años abrieron esta casa.
—Aquí no va a haber nada de juegos!. ..
Don José agregaba:
—Es que este café es para caballeros.. . Preferimos perder plata
y no principios... Bla, bla, bla. ..
Pero la realidad tiene cara de hereje. Jugábamos toda la noche al
ajedrez y tomábamos un café, de cinco centésimos. Trenzábanse otros
al dominó varias horas y se servían un café. Cuatro reales la hora de
billar y un café para el apuntador.
Hubo días buenos en que la caja cerró con doce pesos.
Por aquel tiempo don José se peinaba para atrás, pero nervioso
como es, iba quedándose como ahora, de pura rabia, mientras el socio
lo consolaba con frases folklóricas:
—No te hagas mala sangre... Ya vendrán tiempos mejores...
Pero un buen día llegó hasta ellos don Vicente Ravera, represen¬
tante del cacao Bendorf en Montevideo y les abrió los ojos:
—Ustedes no pueden seguir así. Parece mentira: den barajas, per¬
mitan el “gofo”, saquen jugo a la sagrada afición de los muchachos.
Los primos se miraron sin hablar. . . y aflojaron.
Pero el sobreviviente, utilizando las mismas palabras que Se tragaba
Bernardo, juró venganza.
—Algún día yo haré una Liguria de verdad y a mi antojo.
Esa Liguria es ésta, que según la sagrada opinión de Alciatury, em¬
pezó realmente a progresar, cuando el Rotary decidió tomar bajo su
protección el salón de fiestas...
II
\ T O era todavía el café del año veinticinco en que se quitó a la
V Avenida la pobre cuña que le ofrendó en 1866 Venancio Flo¬
res cuando para extraerla abrió la cantera de Basáñez, que fue penal
desde el 98. Se la reemplazó con hormigón, causa única de nuestras
141 -
desdichas, porque si ha hecho posible el milagro de que se haya ven¬
dido a mil pesos el metro cuadrado, le quitó al pueblo de Oribe todas
sus virtudes de pueblo pequeño, las que tenía y ya no tiene, porque
ya no se camina en la Unión, se corre y ya no conoce los hábitos hoga¬
reños ni estila en sus apartamientos aquellas vecinas que llevaban li¬
bretas para refrescar las últimas noticias que debían transmitir en se¬
guida .. .
Ese año el café anexó la peluquería, trayendo a aquel español que
aligeró a Rubini encargándole el alhajamiento del negocio y compró un
camioncito. Se tomaban los pedidos y allí salía a treinta por hora el
empleado a dar cumplimiento a los encargos. Si había protestas por su¬
puestas deficiencias del servicio. Angelito arreglaba el asunto con un
soneto y listo.
Pero un buen día le dio al camioncito por no arrancar. Estaba en
la puerta, cargado de centros de mesa con masas y sandwiches de todo
pelaje. Después de varias tentativas podía verse a don José pasearse
nervioso con el infarto en puerta. De pronto apareció Raymundo, el
último de nuestros amigos que eiriprendió el viaje antes que nosotros.
—Déjenme solo —dijo con un ademán que pudo tener Araújo cuando
se acercaba a Pelusso con la avena en la mano, mientras el público
del redondel suspendía el aliento.
Y con aquella fuerza de vasco auténtico que solía estilar cuando es¬
taba de vena, se prendió al camioncito y empezó a hamacarlo...
Don José lo frenaba, inquieto:
—'Tené cuidado, Raymundo: no olvidés la carga...
Pero Raymundo estaba reconcentrado, mudo y sordo.
Hasta que, solicitado a fondo, el camioncito arrancó.
Yo no me explico cómo le restan todavía algunos aislados mechones
al pobre don José. Con los que se quedó en la mano al contemplar cómo
el terremoto había dejado la preciosa carga, bien pudo haberse com¬
puesto el peluquero Schinca una fantástica pelúca para uso personal.
Todas las masas, los sandwiches, los saladitos, los villerois, los so¬
beranos, los bimbos se confundían en montón sobre el pió alfombrado
por los puchos de Angelito, que en esos felices tiempos fumaba Toro
negro” envuelto en chala...
Ya era un café más cercano a nosotros. No era de los remotos
tiempos en que don Julio Mónico que elegía sus amistades preferente¬
mente ‘ entre el funcionariado nacional, distinguía con particular devo¬
ción a Lázaro Cuñarro y a Gatti.
- 142 -
Era el café con hombres representativos Como Farías, que ya no se
disfrazaba de oso cuando Bruno le daba los tres días libres en la ho¬
jalatería. Ahora empleaba lo que solía llamar sus horas útiles, sentando
cátedra ante media docena de imperiales. Era de ver como'salía de su
mollera la anatomía y la fisiología que aprendiera cuando acarreaba
mate a Fernández Latorre.
Antes que él eran famosos los contrapuntos, mazo en mano, entre
Bernardino y Saturno, que supieron perderse entre los dos cuatro es¬
tancias, en payadas interminables hasta el alba, mientras por debajo de
la mesa yiraba el tarrito de la poliakiuria...
«
O *
Un día apareció en el café más viejo de la Unión, Marcelino.
Marcelino era un lustrador español, que se gloriaba de haber ser¬
vido, “a un hijo de Canalejas”. No había hecho más que cruzar la calle,
desde el café de Bianchi, donde lo habían “ofendido”. Allí lustraba,
desempeñando algunas changas extras que lo ayudaban.
Pero una tarde en que no se había despachado ni un pocilio de
leche, ante un pedido urgente, pudo constatar el dueño que no que¬
daba una sola gota en la casa. Marcelino había llegado sin desayunarse,
y para empezar a hacer boca, se había bebido los tres litros que dejaba
diariamente Teófila.
—No tuve más remedio que refugiarme en “La Liguria”, que me
recibió como un padre —me dijo pocas horas después de su aterrizaje.
La conquistó de un golpe, por su verba pintoresca y sus réplicas
repentinas.
Marcelino de Gracia Ribeyro y Obes fue el primero que en nues¬
tro medio usó cartas entre media y zapato para proteger a la primera
de las agresiones del betún. “Es moda en Madrid”, decía con un guiño.
La clientela aumentó rápidamente y le permitió sacar una libreta en el
Banco República. Pero ostensiblemente la barra se lustraba con otro y
la reacción de Marcelino consistía en tirar al medio de la calle el cajón
industrial, que desparramaba las pomadas y cepillos, mientras el ruido
se apagaba bajo su indignada jerigonza. . .
Cuando estaba de buena pulsada la concertina en el trabajo, pero
si lo hacían rabiar, no había dios que le hiciera lustrar los dos zapatos;
dejaba uno sucio para mostrar lo duro que era el barro del bañado. . .
- 143
Para desenojarle lo invitaban al mostrador y cuando limpiándose la
boca con la manga, volvía a su silla, sus ojos azules mostraban en se¬
guida su desazón; alguien le había llenado con agua el asiento y él
lo sabía ahora, cuando era demasiado tarde.
*
O •
Un buen día la casa decidió su última reforma. Y en el billar chico,
el único que quedaba, don José quiso jugar conmigo la última partida
antes que se lo llevaran... Apuntó Primo, alcalde de la 24, gran aje¬
drecista, con quien juego a menudo en casa, moviendo las piezas con
la mano izquierda, ya que necesito la derecha para sostener la espada
de Basterrica, con la que amenazo al fullero cuando sus caballos amaes¬
trados se encabritan y saltan de negra a negra...
Primo era famoso entonces por esta característica: cuando le ganaba
a Cristiani una mesa que había resultado reñida, se descalzaba y en me¬
dias daba dos vueltas sobre el billar, mientras su contrario lo corría
golpeándolo con su propio zapato.
Sabiotti era nuestro apuntador ese día y se daba cuenta de la im¬
portancia histórica de su rol de juez en esa última partida de billar que
iba a entablarse en “La Liguria”... Ibamos cabeza a cabeza y cuando
nos faltaba una sola carambola para salir, hice la mía, pero con una
jugada que hubiera resultado sucia para todo el Instituto de Ciegos reu¬
nido en mesa redonda.
Con toda humildad me dirigí a don José:
—¿Fue buena, maestro?
—Claro —me contestó felicitándome al dejar el taco.
Y entonces Sabiotti no pudo más, y encarándose conmigo me dijo,
con la más viva indignación, estas palabras que provocaron una carcaja¬
da estruendosa:
—Dele gracias a dios que está jugando con un hombre decente, que
si hubiera jugado conmigo...
Poco después demolieron el viejo edificio y Sabiotti compró los
materiales, con los que edificó cuatro casitas.
Don José sabía perfectamente que el alcalde había hecho el negocio
del siglo. Se desquitó, vendiéndole en cincuenta pesos una heladera ape¬
lillada y una radio sin pilas.
•
• •
- 144 -
“La Liguria” es el único nexo que nos une a la vieja Unión que
va desapareciendo. Cuando nos refugiamos en ella, los recuerdos que
nos asaltan son nostálgicos que no en vano han pasado sobre ella y
nosotros cuarenta años. En ese tiempo está encerrado lo mejor de nues¬
tra vida, la que añoramos tristemente, logrando recuperarla en parte al
recorrer en la tardecita las calles transversales que nos guardan aún
el clima de la Restauración.
Este viejo comercio es una institución que nos permite mantener
un legítimo orgullo y olvidarnos de la cuarteta de Anza.
Pero ya no tiene a Rubini, ni guarda las enseñanzas hípicas del
petiso Bruno, ni las geniales ocurrencias de Márquez Guichón, cuyo bri¬
llante talento desperdigó en “El duende satírico”, que imprimíamos a
rodillo en este mismo lugar donde un día de 1843 nació Domingo Aram-
burú que se firmaba “Byzantinus”.
Flotan en el ambiente cálido de café y tabaco, nombres muy que¬
ridos: Raymundo, Armando, Mauro, Beto, Regino, Juan Pascual. Y los
que tuvieron siempre nuestro máximo respeto y afecto: don Félix, don
Leopoldo, don Samuel, don Herminio, don Vicente, don Andrés.
Y los que explican nuestros momentos de inesperado alejamiento
de la rueda: mi padre y Carlos...
Conserva para nosotros una permanencia sagrada ese pasado que
huye vertiginosamente, y tiene el poder de aislamos a veces, por lo
que los amigos nos acusan de estar “en la nube”.
La mesa que frecuentamos, hasta la que llega a menudo la locua¬
cidad de don Jesús, agrupa un clan de experiencia que podría estar me¬
jor aprovechada. No faltan nunca don Enrique, temible conocedor de
vidas y haciendas de los hombres de su tiempo; Italo, cuya inquietud
polariza hacia el sueño de llevar a la par la cotización de los hipote¬
carios; Tito, temible polemista, cuando polemiza, porque él prefiere dor¬
mirse desvergonzadamente sin cuidarse de sus ronquidos; don José, que
sólo piensa en otro viaje a Europa... si lo acompañamos; y Angelito,
que cuando lo hacemos engolfado en sus cartones, se nos acerca con
aire inofensivo, trayendo en la mano el último soneto que no nos deja
dormir...
- 145 -
“LA UNION” SEGUN “EL DIA”
EN EL AÑO 1891
N Octubre 14 este diario
publicó un artículo con estos subtítulos:
“Su destino histórico. Teatro de los sucesos. El baluarte del Par¬
tido Blanco. Se estaba a tres días del 11 de Octubre, fecha en que se
enlutó la Unión con la sangre de muchos inocentes, en el motín blanco-
latorrista que estalló ese día.
Este es el artículo.
“Hemos pensado que en estos días, en que la fracasada revolución
ha puesto en boca de muchos y ha traído a los puntos de la pluma el
nombre de la Unión, tiene interés y oportunidad una descripción de
esa villa, aunque sea somera y no muy completa.
La Unión ha sido baluarte del partido que dio origen a la homé¬
rica Defensa de Montevideo, y afiliados a ese partido han sido en todo
tiempo la mayoría de los habitantes de esa villa.
En ella vivió Oribe, y en las luchas civiles llegó a servir de cam¬
pamento y cuartel general de Aparicio. Allí acamparon muchas veces
las fuerzas del partido, y de allí salió mucha mozada a sacrificarse por
pobres ideales en los campos de Corralito, Severino, Sauce y Manan¬
tiales.
Así ha sucedido que se considere como la Montevideo de los blan¬
cos a la ruinosa y arruinada villa vecina de nuestra capital, y que ella
muestre marcada influencia de esos sucesos y circunstancias.
Bien se puede admitir lo de la influencia del ambiente de una ciu¬
dad, hablando de la Unión, y quizás los revolucionarios de estos días
lo tendrían muy en cuenta al elegir a esa villa para teatro de la insurrec¬
ción y local y asiento de su improvisado Gobierno.
ASPECTO DE LA VILLA
Derramada en una planicie que se extiende desde la última loma
de la Cuchilla Grande, hasta las quebradas y médanos del Buceo y
Carrasco, se presenta la villa como aplastada y sofocada por las arbo¬
ledas. de las quintas de la Blanqueada, la Aldea y Maroñas.
Sus casas son las más de construcción antigua, de un piso de
frente, sin adornos, con puertas y ventanas de marco cuadrado, que re-
- 146 -
cuerdan las construcciones primitivas de embrionaria arquitectura. Un
tipo uniforme en calles enteras. Y la monotonía sólo se rompe por edi¬
ficios en ruinas, que no son escasos, por cercos derrumbados por el aban¬
dono de muchos años, o por alambrados de hilos ferrugientos por en¬
tre los cuales entran a los solares, abundantes en yerbas, las cabras y
los cameros que salen a pastas a las calles sin empedrado donde el
pasto crece libre y apenas aplastado por el tránsito de algún vehículo.
Sobresalen algunos edificios de entre la masa: el Asilo de Mendi¬
gos, con una torre en construcción elegante; la Iglesia dedicada a San
Agustín, costeada por Oribe, a quien recuerda con una lápida que hoy
se encuentra, no sabemos por qué, en el Museo Nacional, y la cual
lápida dice que el general don Manuel Oribe mandó construir durante
su gobierno, en el 1843, aquella iglesia.
El moderno Asilo Maternal lindante con el de Mendigos, es, como
obra arquitectónica, de lo peor que ha mandado construir la Comisión
de Caridad y Beneficencia Pública.
Y por último la Plaza de Toros, construida por una sociedad anó¬
nima en el año 1850 y tantos.
Este circo taurino, que todo Montevideo conoce, sirvió hasta el año
1890 para dar alguna animación a la villa en los días de corrida.
Pero hasta las corridas de toros, las toraidas que inspiraron cele¬
brados romances y epigramas a cuña de Figueroa, han sido prohibidas,
y perdido ese aliciente, la Unión se sumió en eterna paz sepulcral que
ha venido a ser turbada por la chirinada del domingo.
MARCA DE FABRICA
La Unión, queremos repetirlo, es blanca en su aspecto y en su
vida de agonía.
Los habitantes han vivido apegados a las tradiciones del fundador
de la villa. Allí los viejos soldados, inutilizados en las guerras civiles,
por siempre recalcitrantes, han ido a buscar cuarteles de invierno; so¬
ñar con el triunfo de su partido y educar a hijos y nietos en la intran¬
sigencia y estrechez de ideales que forman el programa político de
su partido.
La mayoría de las casas de la villa est;n pintadas de celeste; los
habitantes les han puesto su divisa, que viene a ser como la señal que
el Angel hizo en las casas de los Israelitas en Egipto, cuando Jehová
mató los primogénitos para constreñir a Faraón.
- 147 -
Los habitantes de la Unión, cuyas casas están pintadas de celeste,
deberían ser respetadas por los ángeles exterminadores del partido, en
el día de la quema.
LAS UNIONERAS ROMANTICAS
El que visita la Unión en un día de fiesta se admira de lo nume¬
rosas que son las mujeres de la villa.
Y al ver a algunas! que parecen pasadas de edad en una soltería
empedernida se piensa en una fidelidad romántica al prometido esposo
muerto en alguna revuelta que las ha dejado viviendo vida de jóvenes
cuando ya han dejado de serlo.
¡Las muchachas unioneras...! ¡Cuántos recuerdos de nuestras gue¬
rras de partido, pasan por nuestra memoria a escenas novelescas de amo¬
res y promesas eternas...!
En la niñez oímos contar una historia conmovedora; la acostumbra¬
da de unos amantes cuya felicidad destruye la implacable guerra.
El galán era mozo y gallardo, ella niña por la edad, pero mujer
por la firmeza de sus sentimientos. Cuando el caudillo llamó al joven
a ocupar su puesto en el ejército, se despidió de la novia con la que
cambió, como prenda de fidelidad, un anillo por una divisa celeste.
El soldado al partir, cantaba una copla repetida por muchos des¬
pués:
En la guerra adonde voy
nada me importa que muera ,
porque sé que ha de llorarme
una patriota unionera.
No volvió el guerrero, y su fiel amante reconcentró su dolor en
la mudez e impasibilidad de las almas fuertes, y vive con esas otras
solteras que adornadas de cintas celestes y con alhajas de forma y color
antiguos, pasean por las calles de la Unión eri las tardes de domingo.
LAS RELIQUIAS
Todo recuerda en la Villa, al partido, desde la iglesia, desde las
calles que fueron teatro de combates y campamentos de los ejércitos
- 148 -
de Oribe y Aparicio, hasta los habitantes! que son cada uno recuerdos
o reliquias de las revoluciones o en los momentos de auge del partido.
Y sofocada esa intentona criminal la villa ensangrentada y enlutada
por la pérdida de algunos de sus hijos vuelve a su reposo mortal, para
esperar in sécula seculorum, el día del triunfo que ha de hacerla, se¬
gún dicen, capital del Uruguay”.
El 15 de Octubre, es decir, veinticuatro horas de publicado el
suelto, “Un propietario de la Unión” dirigió al señor Batlle una carta
en la que se trataba de falsedades las noticias de la nota anterior. No
lo creía el autor de la misma, considerándolo ajeno a su redacción. De
esto estamos seguros, pues el señor Batlle pasó la carta a su secretario
de redacción el señor Benjamín Fernández? Medina, el que no la con¬
testó, conservándola en cambio en su archivo hasta el año 1961, en
que falleció en Madrid, habiendo dejado todos sus papeles personales
para que se le enviaran al señor Juan E. Pivel Devoto, director del
Museo Nacional. Este apenas los recibió, nos ha enviado copia de la
protesta no publicada y de la nota que redactó EL DIA, por lo que
le estamos sumamente agradecidos.
A los muchos años del episodio, tenemos la casi seguridad dé que
el autor de la misma fue el señor Francisco Xavier de Acha que en¬
tonces vivía en la Unión, en casa propia, en la que editó ”E1 Molinillo”,
en 8 de Octubre 314 casi Porvenir, casona con una enorme magnolia
en un arriate, que ocupó después hasta su muerte, el gran vecino don
Juan J. Raissignier, secretario vitalicio de la Comisión Auxiliar.
Pocos años debía vivir el señor Acha después del golpe del 11 de
Octubre, pues falleció de arterieesclerosis, según el certificado del doc¬
tor Crovetto, en 10 de setiembre de 1897, siendo velados sus restos en
la calle Industria 114, donde después vivió el señor Francisco Murías.
Pensamos en Acha como muy posible autor de la carta del 15 de
Octubre, porque en él se declaraba no perteneciente al Partido Blanco.
Sería la segunda vez que lo hacía, pues en una ficha autobiográfica
que me entregó,, la familia, se ve la misma anotación, al relatar el su¬
ceso del l 9 de Abril del 46, en que la revolución que inició ese día el
teniente Ramírez, determinó en el Puerto la trágica muerte del Coronel
Estivao.
Había que conocer la exquisita cultura de Acha, para valorar la
respetuosa carta que le dirigió a Batlle, que termina con estas palabras:
—“Esperando de su hidalguía y caballerosidad se sirva publicar la
presente...”
- 149 -
Ese era el modo de ser que usó siempre.
Pero en cuanto al autor del artículo del 14 de Octubre no encuen¬
tra palabras para significar sus protestas. El pueblo de la Unión era
su debilidad. Tanto que era injusto. El suelto de Acha decía que la
Unión era “el baluarte del Partido Blanco”, cuando él estaba casi segu¬
ro, sin embargo, “que sus propietarios, en su mayor parte, pueden tal
vez ser sus correligionarios políticos”.
*
O
*
El autor de la nota del año 91 decía la verdad más absoluta. Cuan¬
do en 25 de Agosto de 1865 murió doña Mauricia, la Comisión Au¬
xiliar de la Villa incluyó su nombre entre las probables designaciones
que puso a consideración de la J. E. Administrativa para su aprobación
o su rechazo.
En Febrero 22 de 1866 “La Tribuna” lanzó en su segunda página
la protesta más furibunda contra dicha designación.
—“Doña Mauricia Batalla, decía, había sido respetuosa sólo con
los hombres de su Partido. Era una mujer que pegaba con brea hir-
viente la cinta federal a la que no la llevaba ”.
Se había solicitado para ella esa distinción en el nomenclátor, para
la hoy calle Pernas, antiguamente llamada Montevideo. Se decidió “res¬
tituir a la calle Montevideo su antiguo nombre de General Artigas”.
No se le había dado nunca. El general don Manuel Oribe se lo
había asignado en 1849 a la Calle Real llamada hasta entonces de la
Restauración. Fue el primer homenaje a la memoria del Héroe hasta
entonces vilipendiado, que no había alcanzado ese honor ni siquiera en
la nomenclatura de Lamas.
O
La Unión ha sido siempre blanca, distinguiéndose sus mujeres por
la firmeza de sus convicciones. Abdón Arosteguy, en el tomo primero
de su “Revolución del 70” publica una carta de la señora Rosa Linares
contra los oficiales del Gobierno “por los atropellos contra las muchachas
de la Unión”.
- 150 -
Es una carta dirigida al doctor José Pedro Ramírez en que refería
el suceso. El 5 de Marzo de 1871, mientras paseaban por la Calle Real,
los oficiales Santos y Ruiz las atropellaron, y a su hija le árrancaron del
cuello una cinta celeste.
“Un propietario de la Unión” niega que la mayoría de las casas de
la Unión estuvieran pintadas de celeste. Es de creerlo así, si se da
crédito al “Licenciado Peralta”, que dice en uno de sus libros, refirién¬
dose a la Unión visitada por él en seguida de la paz de Octubre, que
“las casas de ese pueblo estaban pintadas de rojo en sus puertas y ven¬
tanas. El rojo era el color de Rosas y el de su teniente Oribe durante
la Guerra Grande.
Respecto a los animales sueltos en las calles sin pavimento, recorda¬
mos que no sólo era Eloseguy el que soltaba sus gallinas amaestradas,
que una vez libres en Lindero Forteza, volaban materialmente hacia el
desembarcadero de maíz que tenía Viscaya en Juanicó. Frente a la tien¬
da de don Santiago Poggi, donde hoy ocupa su solar el Banco de la
República, estaba la parada de los breaks para uso del pueblo.
Allí los tres hermanos Parodi, de los cuales Pedro tenía un cupé
que sólo sacaba a la calle a pedido por escrito, Juan Letra, Hermenegil¬
do Duarte, el viejo Tramontano a quien llamábamos Piolita, hacían ma¬
ravillas con el plumero antes de cada viaje. Mientras, las gallinas de
toda la vecindad tenían el antojo de escarbar la boñiga de los jamelgos
de los coches. Ya vendría por alguno de ellos doña Angela Ramela, para
un provechoso viaje a la Chacarita, en busca de un varón o una nena.
No era eso solo. En la estación del ferrocarril al Manga las espe¬
raba una abundante ración a las gallinas del Jefe, que alcanzaba a los
gallos ingleses que criaba don Norberto Aguirre, padre de don Benito,
en calle Fray Bentos y Miguelete.
En cuanto a animales de cuatro patas, recordemos que en 1854
tuvo la Unión un periódico del mismo nombre, que con su enemigo
“La Estrella” que dirigía el manco Méndez, degollado en Quinteros, no
se cansaban de repetir, desde el nacimiento del pueblo, que la plaza
que debía llamarse de San Agustín, no tendría vegetación mientras no
fuera ejecutada la inmensa cantidad de chivas que la frecuentaban
a todas horas.
Eran los antecesores de los que saltaban los cercos caídos en 1891
y arrancaban a la plana de este diario tantas falsedades como para irri¬
tar al señor Acha, que habría visto tal vez a la tropilla de María An-
- 151 -
tonia, hacer gimnasia antes de triscar en Juanicó y Comercio donde
hoy luce la cooperativa de ómnibus, los jugosos pastos que por allí abun¬
daban.
O
O
«
La Unión fue una bellísima aldea hasta pasado el fin de siglo.
Tuvo números que nos divirtieron, como aquel vasco francés que falle¬
ció en 26 de Julio de 1901, que herraba los bueyes de la Restauración
en la intersección de Propios con la Avenida 8 de Octubre, donde cre¬
cieron antes “los ombúes de doña Mercedes”.
Bellísima por la gente que vivió en ella. Fue pueblo blanco hasta
que don Juan María Oliver le dio el primer triunfo al Partido Colorado
el año 1910 con el Club Juan Carlos Gómez, triunfo que se rubricó por
el doctor Schinca con el Club Cruzada Libertadora.
EL COMBATE DE 1870
A fines de 1871 nos devolvió París a Pedro Visca. No sabía entonces
cuál era el sentimiento más fuerte en él; si su orgullo por esa carrera
terminada en Europa a todo honor, o su vergüenza por saberse ciudadano
oriental. Cuando el grupo de estudiantes americanos se reunía en el ba¬
rrio latino a evocar la tierra lejana, “tenía que callarme —confesaba más
tarde en Montevideo, desde la tribuna del “Club Universitario”— por¬
que las sonrisas de desdén que veía dibujarse en los labios de mis com¬
pañeros, me cubrían de vergüenza y me llenaban de dolor, al ver el
desprecio que inspiraba la República Oriental, por los escándalos dia¬
rios de sus bandos y de sus hijos”.
Exageraba Visca. Tenía la obsesión de nuestras sangrientas revuel¬
tas. Y creía ingenuamente que toda Francia seguía su desarrollo, como
él mismo, lo hiciera, participando de ellas, con las de la Comuna. Lo
cierto es que el gobierno del general Batlle había sido atacado con saña.
Primero Máximo Pérez, más tarde Caraballo, luego Aparicio.
Pudo haber triunfado la revolución de este último. Obtuvo noto¬
rias ventajas en Severino contra Suárez y en Corralito contra Caraballo.
Avanzó entonces sobre Montevideo. A fines del 70 los blancos, que ha¬
bían instalado su cuartel general en la Unión, tomaron la fortaleza del
- 152 -
Cerro y echaron a vuelo las campanas de San Agustín, silenciosas y en¬
lutadas desde el 17 de Agosto en que habían doblado por la muerte de
doña Agustina Contueci, viuda de don Manuel Oribe.
Con Medina como generalísimo, hubieran seguido mudas las cam¬
panas del pueblo. Porque Medina no hubiera cometido el error de avan¬
zar sobre la capital dejando atrás de su huella los restos de los ejérci¬
tos a quienes había batido pero no aniquilado. De esa manera el sitio
de Montevideo por Aparicio tenía que fracasar. Serviría sólo para es¬
cribir con sangre una página más de heroísmo criollo. Una página más
entre las muchas que señalaron la valentía de una raza especializada
en el fratricidio.
O
O «
En el hipódromo de Maroñas acampaban los revolucionarios. En el
viejo circo, no en el actual. Su pista casi rozaba el frente de la iglesia
de Ituzaingó y el portón de hierro de la quinta de José Pedro Ramírez.
En la estación del tranvía de caballos fué emplazada la artillería.
Los ejercicios de instrucción eran cumplidos en la explanada frente a
la plaza de toros. Una tradición que se mantiene firme entre los pocos
viejos que van quedando por estos lugares, pretende que Juan Saa, el
famoso “Lanza seca” de las provincias argentinas, era quien instruía por
las mañanas a los reclutas. Lo hacía con voz tan fuerte, que “Pedro”,
el loro de la tahona de Sicco, aprendió pronto todas sus voces de man¬
do, que luego repetiría incansablemente durante el montón de años que
vivió todavía en la orilla del pueblo.
Reproducimos la tradición para negarla. “Lanza seca” no volvió al
Uruguay después de la revolución de Flores, muriendo repentinamente
en una estación de ferrocarril el año 1884. “Pedro” habrá repetido las
voces de mando del cabo instructor, pero nunca las de Juan Saa, que
no las habría tenido nunca aunque hubiese participado de la patriada
de Aparicio. No es misión de los jefes de ejército la instrucción militar
en los soldados rasos. Las caballadas en número de dos mil animales,
ocuparon la quinta de Magariños en el Buceo, la de Hernández en la
Aldea, la de Malladot en la Unión, y el Rincón de las Animas en el
mismo punto.
Timoteo Aparicio había sido vecino de la Restauración en la Gue¬
rra Grande, habiendo vivido en la esquina de las calles que lleva su
nombre y Lindoro Forteza. Nacido en Canelones cuando Guayabos,
arrastró una triste niñez y una adolescencia borrascosa. Había sido peón
- 153 -
y matrero antes del Sitio Grande, en los montes del Yí, Illescas y Man-
savillagra por causas seguramente partidarias, pagando muchas veces su
manutención con cortes de leña para los hacendados vecinos.
Era un mulato alto y delgado, de larga barba blanca, distinguido
mucho más por la pujanza de su brazo al empujar la lanza, que por sus
muy escasos conocimientos militares. Analfabeto como Medina, firmaba
con un sello, o estampaba trabajosamente su nombre dentro de un lazo
que dibujaba en el papel. Había sabido adquirir fama de hombre va¬
liente, pero inflexible y no siempre respetuoso de la vida de los enemi¬
gos vencidos. Durante un mes y medio tuvo su cuartel general en la
casa de Andrés Fariña hijo, a los fondos del Campo Español actual. Es¬
tán en ruinas las tres piezas del rancho. En la última, convertido en
granero, puede verse aún el caño de una enorme chimenea de troncos.
*
* *
El episodio luctuoso que evocaremos y que tuvo por teatro las ca¬
lles de nuestro pueblo nos fué narrado por los generales José Visillac e
Ignacio Bazzano, sobreviviente el último, y que actuaron en él, aunque
en campo distinto.
Ambos relatos son dignos de fé. Ninguno de los dos se constituye¬
ron, al contar el combate, en el eje del mismo. En un hecho de esta
naturaleza, cada actor presencia sólo una pequeña parte, exactamente lo
que ocurre a su alrededor. Los fragmentos se adosan y así va surgiendo
el fiel relato.
Las fuerzas de Aparicio constaban de cuatro mil hombres. No eran
superiores las de Montevideo. Las trincheras de la plaza corrían a lo
largo de la calle Yaguarón mientras las avanzadas revolucionarias lle¬
gaban a las Tres Cruces.
Eran frecuentes los tiroteos entre los dos bandos.
Estos son los muertos en filas revolucionarias, entre el 25 de Oc¬
tubre y el 28 de Noviembre, víspera ésta última fecha, del combate de
la Unión.
Benjamín Resquin, Justo Generoso, Domingo Blanco, capitán Agus¬
tín Braganza, Rosendo Barrero, sargento Juan Camejo, alférez Miguel
Miranda, alférez Manuel Silva, cabo Miguel Valenzuela, Alférez Antonio
Azareto, Francisco Liñán, Teniente coronel doctor Adolfo Basañez, Ca¬
pitán Adolfo Fragueiro, Tito Cali, Cálido Ribas, Juan Antonio Gonzá¬
lez, Tomás Castro, José Martiniano, Juan García, Santiago Peluffo, sar¬
gento del comandante Pugo.
- 154 -
Es interesante que la sub-receptoría de cementerios de la .Unión,
haya llevado y conserve libros desde 1867. Sus páginas nos ofrecen es¬
tos nombres con lo que rendimos un pequeño homenaje al anónimo sol¬
dado de nuestras contiendas. Menos felices, 28 cadáveres fueron sepul¬
tados sin identificación, a fines del mes de Noviembre.
Dos palabras sobre Basañez. El día antes de su muerte fué sorpren¬
dido y derrotado en el Cordón por una fuerza al mando de Lorenzo
Latorre. Para vengar esa derrota, atacó el día 11 a las fuerzas del go¬
bierno en 18 de Julio y Caiguá. Los gubernistas, luego de una breve
retirada, obligaron a los revolucionarios a replegarse. Mientras lo hacían
cayó muerto Basañez volteado de su caballo por una bala. Era un jo¬
ven y distinguido abogado de 35 años. A su lado cayeron Tito Cali y
el capitán Fragueiro. Junto se veló a los tres en casa de Basañez, toda¬
vía existente junto a La Liguria, y junto se les enterró el día 12 en el
niño 572 del pequeño cementerio local.
0
O 0
La artillería blanca era mandada por los coroneles Egaña y Maza.
La infantería ocupaba el Asilo hoy Hospital Pasteur.
En su patio de paraísos, que no existían entonces, se alineó los
muertos después del combate para que la población los identificara.
Un alemán, Gasser, oficial prusiano, casado con una hija del gene¬
ral Ignacio Oribe, se ocupó en esta campaña de la fundición de caño¬
nes y proyectiles. El espacio de la barraca de Uriarte donde se levanta
hoy el Cuartel, estaba cercado por chapas de zinc o hierro galvanizado.
Gasser fundió las chapas para obtener proyectiles. El tren de artillería
era fabricado y refaccionado por los carpinteros Augusto Liesack y Be¬
farán Quereillac, alemán y francés uno y otro.
0
0 0
Pasado el medio día del 29 de Noviembre salió del Cordón en di¬
rección a nuestro pueblo la columna del gobierno que se disponía a re¬
conquistar prestigios ajados desde la pérdida del Cerro. La columna
tomó la calle Aldea hasta la de Figurita y tomó ésta hasta el camino
del 18 de Julio donde encontró un puesto de centinela. Esta primera
guardia fué exterminada en pocos minutos. La gente fué sorprendida
churrasqueando. El soldado encargado de los fogones fué clavado con¬
tra la pared francesa de la esquina por un golpe de lanza.
- 155
La columna siguió hacia afuera. Frente a los molinos de Himonet
o de Sochantres el comandante Vásquez se vió atacado por el coman¬
dante Visillac que por orden de Basterrica había salido de la plaza de
toros con dos compañías, a sostener al capitán Estomba que se encon¬
traba de avanzada. Visillac fué rodeado, herido de bala y bayoneta y
dejado por muerto. Fuerzas nuevas de los blancos hicieron retroceder
a Vasquez unas cuadras, y así fué rescatado Visillac, llevado luego a
una cajonería fúnebre y honrado en ella por emocionados besos de ad¬
miradores que lo creyeron muerto.
O
O o
Al frente de las tropas, montado en su caballo moro, don Lorenzo
Batlle, vestido de paisano. Lo seguían su Estado Mayor y tres batallo¬
nes de infantería. Luego la artillería de Carrión. Más atrás la caballería.
Se ha repetido que los blancos no aparecieron como fuerza homo¬
génea salvo a la altura de Sochantres hasta el final del entrevero; hacían
fuego desde las azoteas vecinas, a lo largo del Camino Real. No debe
ser exacto. Los colorados llegaron al centro del pueblo, sin grandes bajas.
Frente a La Liguria hizo alto la fuerza del gobierno. Casi en el
mismo momento, una bala, disparada, según se afirma desde lo alto de
la confitería y café de La Veneciana, hirió al caballo del Presidente en
la ranilla de la mano izquierda. El sobreviviente que nos narró la esce¬
na, oyó estas palabras de don Lorenzo, dichas mientras se inclinaba para
acariciar el cuello de su animal:
—“Tené paciencia moro; esa bala era para mí”.
La incidencia fue cortada por la presencia de un moreno, militar,
tocado con una gorra de marino. Venía de la plaza. Desmontó, y acer¬
cándose al Presidente, le pidió autorización para bombardear el Asilo
de Mendigos, donde estaba el Estado Mayor de los blancos.
Era el mayor Carrión, jefe de la artillería, moreno elegante, de bien
cuidada pera negra.
Negó el permiso don Lorenzo con indulgente frase:
—“No Mayor; es una propiedad de la nación, no hay que arruinar¬
la. Ya lo tomaremos en otra parte.”
Así se salvó el Pasteur de hoy, de caer bajo los cañones, humani¬
zándose de paso la batalla que se libraba en nuestro pueblo.
El segundo episodio sangriento tuvo lugar mientras el Presidente
había decretado el alto frente a la calle de la iglesia. El batallón de Bas¬
terrica llevando al frente su banda de músicos.
- 150 -
Setenta hombres perdieron los colorados, siendo rescatados sus ca¬
dáveres y llevados a Montevideo adonde se dirigió Batlle después de
la pelea. Se ha dicho que don Lorenzo temió ser rodeado entre dos fue¬
gos, ya que Anacleto Medina que venía de Goes, había tomado Figu¬
rita para alcanzar la Unión. Lo cierto es que las fuerzas del gobierno
ya no tenían que hacer en el pueblo. El objetivo primordial de la sali¬
da estaba logrado. Batlle había entrado en nuestro pueblo ocupado por
los blancos había combatido con sus defensores y vuelto a la ciudad
en perfecto orden.
La batalla no debe ser considerada, sin embargo como un triunfo
total de los colorados. Los blancos quedaron en la Unión, a la que no
abandonaron sino veinte días después.
Cuando se fueron se fué con ellos el cañón del gobierno, bautizado
irónicamente con el nombre de “Olvido” tomado por los blancos en 18
de Julio y Larrañaga en una de las muchas peleas parciales entabladas
en esa tarde.
Ni el general Medina ni los coroneles Aparicio y Muniz pudieron
hostilizar al general Batlle en su vuelta a la ciudad. Ninguno de los tres
había peleado en la Unión. Si hubieran atacado a Batlle es difícil de
prever a qué bando hubiera correspondido la victoria. Pudo haberse
inclinado, terminándose así la guerra, al bando revolucionario.
Hubo actos heroicos en esa vuelta con orden. El joven Ignacio Ba-
zano cargó sobre su caballo un herido grave tendido al borde del ca¬
mino. Era un moreno veterano de la guerra del Paraguay, y pertenecien¬
te al 2 9 de cazadores del coronel Baliñas.
La más significativa de las bajas revolucionarias, fué la del coman¬
dante Eustaquio Chalá, un verdadero valiente.
Murieron también Bemardino Carabajal sargento mayor de línea;
Dimas Gil, Juan Eladio Etcheverry Fulgencio Murero, Antonio Urán, Fé¬
lix Reboledo, teniente de línea Casiano Silva, Ernesto Macho. Y un guar¬
dia Nacional del batallón Estomba, de 18 años, de nombre de relum¬
brón: Bemardino Rivadavia, nieto del héroe civil argentino.
La lista que hemos obtenido termina con la parda María Pereira.
Estos son los muertos que figuran en los libros del cementerio co¬
rrespondientes al combate del 29 de Noviembre.
Once. Pasaron de trescientos los muertos de ese día, pero muchos
fueron sepultados sin identificar.
A lo largo de los veinte días siguientes murieron estos revoluciona¬
rios: teniente Luís Merli, un moreno, Juan García, N. Sotelo, Anacleto
- 157 -
Martínez, soldado de Amilivia, Salvador Nolasco, división Paysandú, asis¬
tente del doctor León Capdeuhourat, capitán Manuel Calvo, Gregorio
Gómez, soldado de la división Medina, capitán Isidoro Romero, Mateo
Alvariza, africano, 80 años, muerto por bala de cañón, Regina Gómez,
25 años, soltera; soldado distinguido Antonio Plá, Eduardo Mor osino, Ole¬
gario Aacio.
Faltan todavía algunos nombres en esta larga lista roja: día 18 de
Diciembre: dos degollados.
CRIMENES LEGALIZADOS
En el ejército de Aparicio hubo una enorme disciplina. Se castigó
con la muerte el robo y el asesinato. En 8 de Diciembre se fusiló en
el centro de la pista del Hipódromo de Maroñas a Marcelino Moreno,
alférez de la División Maldonado, por robo y conato de homicidio. El
mismo día y en el mismo lugar fué fusilado Rufino Monzón, de la di¬
visión Mercedes, por robo y homicidio.
Al tercer fusilado en la Unión lo menciona Arosteguy en su libro
“La revolución oriental del 70”: un moreno, por haber dado muerte a
un oficial. El libro del comentario nos da sus señas: “un cadáver negro,
militar fusilado el 18 de Diciembre”.
¿Quién sería ese fantasma que no dejó huellas ni de su nombre?
Un negro gigantesco, 24 años, Ramón Montiel. Había partido el corazón
a un oficial, el teniente asimilado Demetrio Torres, médico. Montiel ul¬
timó a Torres la noche del diez de Diciembre, en la esquina de- la ba¬
rraca de Uriarte, donde en 1889 se edificó el actual edificio del cuar¬
tel de la Unión. Seis días después Montiel estaba condenado a muerte.
Era soldado de la división Estomba. Un cronista recogió los detalles
de esa muerte. Espantan. Era un cronista común, ese muchacho de 19
años, que como secretario del fiscal militar asistió a la ejecución del reo.
Cuando fueron a encontrar a Montiel lo encontraron sonriendo. Pi¬
dió hacer testamento y le extendieron una hoja sobre un tambor. Dejó
todo lo que tenía, diecisiete pesos a su china Rosalía. Vivó al coronel
Aparicio cuando lo sacaron de la celda. Al Lázaro Gadea que se le acer¬
có para darle valor cristiano, le dijo:
—“Está bueno de padre nuestros, señor cura”...
Le bajaron en la plaza de toros y se encaminó con paso firme al
banquillo.
Acevedo Díaz, que era aquel cronista, no le habló pero sus mira-
- 158 -
das se encontraron, y el reo, tan altivo hasta entonces, o tan insensible,
le rogó en voz bastante baja:
—“Que no fui un malvado dígalo alguna vez, por favor”...
Cuando sonó la descarga, “Montiel, como impelido por un viento
huracanado, se arqueó y tambaleó hacia atrás. Luego, como si fuese
atraído por una fuerza contraria, vínose hacia delante, firme sobre sus
rodillas y se sacudió. Y cayó al fin de costado, entre roncos gruñidos”.
Todas las ejecuciones son terribles. Pero ésta tiene detalles que ha¬
cen meditar en ese crimen legalizado.
El tiro de gracia lo dejó inmóvil. La venda se prendió fuego, por
el taco ardiendo y la pólvora. Y cayó sobre el pasto humeando”.
“—Y entonces se vieron los ojos de Montiel fijos en el cielo,' y en
su semblante lívido, el ceño terrible con que lo halló la muerte”.
Silenciosa desfiló ante el cadáver la infantería. La caballería, que
quería intensamente al médico asesinado, tuvo frases brutales:
—“A nadie vas a casar los ojos, perro...”
—“Clavaste el pico, cuervo”.
Y termina Acevedo Díaz su emocionada crónica con. estas palabras:
—“Fué éste el primer reo que vi pasar por las armas. Algunos hom¬
bres he visto morir después, más ninguno con la estoica entereza de aquel
negro fiero”.
El ejército levantó campamento en seguida, como si la ejecución
del negro Montiel, hubiera sido un toque de clarín.
Así terminó el Sitio de la Unión por las fuerzas de Aparicio, un 18
de Diciembre.'
Siete días después, la Navidad y Goyo Suárez hicieron al ejército
blanco un trágico regalo: el Sauce.
En este combate Goyo Suárez no dió cuartel ni tomó prisioneros.
Igual cosa hizo Aparicio en Corralito y en Severino.
MARTIN
N
ACIO en una de las 36 bóvedas de la plaza de toros. Allí vivía
su padre, un vasco francés, que se ganaba la vida haciendo
zapatillas y cuidando la plaza. Le fueron naciendo los hijos, y los fue
recibiendo con alegría. Pudieron muy bien ser cubiertos los primeros
llantos del niño, por los mugidos del miura embretado en el toril con¬
tiguo, o por los rugidos de la otra fiera, en los tendidos de sol y sombra.
- 159 -
Se crió dentro de la plaza. Sangre y arena su primer espectáculo. Con
él se familiarizó, como con la campana de don Líquido, y el clarín de
Sayago.
Era un niño común, pero feote, exagerada la cabeza, muy débiles
las piernas combadas. Creció, y lo mandaron al chivo. Dejó pronto las
clases, y se enfrentó con la vida. Le presentó batalla.
*
* O
No podríamos esbozar la biografía de Martín, sin insistir en su fí¬
sico. No crea el lector que cargamos las tintas para acentuar el ridículo.
Ese hombre nos mereció respeto. Ya diremos por qué. Los datos que
agrupemos han de iluminarnos su sicología. Por eso los daremos y no
por sadismo. Si Martín pudiera leer nuestra crónica no se molestaría.
Bellán, que lo conoció poco, escribió sobre él la magnífica página
que incluyó en su libro “El pecado de Alejandra Leonard”. No se ima¬
ginó nunca el efecto moral que produciría sobre él. Depresión y ver¬
güenza. José Pedro Bellán venía poco a la Unión, entonces. Después
se afincó entre nosotros, y llegó a sernos familiar su aire triste y su
bronceada tez.
Escribió su “Miguel Arrascaeta” y lo olvidó. No debía olvidarlo
Martín en lo que le restaba de vida. Por algún tiempo buscó a Bellán
“para retarlo a duelo”.
Si el escritor hubiera conocido la tristeza que sus líneas produjeron
al “Capitán sacrificio”, su noble alma hubiera sentido la necesidad de
la disculpa. Piénsese ahora en lo que cuidaremos nosotros este comen¬
tario, escrito cuando ya no es posible que Martín nos pida cuentas
sobre él.
Anécdotas un poco atropelladas, como acudan al recuerdo. Enfo¬
caremos con ellas la pantalla, y el lector avisado, sabrá por qué calla¬
mos, cuando callamos.
»
O
O
La más saliente arista de su carácter, era el humorismo. Hablaba
en refranes a menudo, y satirizaba siempre. Cuando descubría una fla¬
queza, no había poder humano capaz de desviarlo de su deber: lo
160 -
trasmitía al primero que se le acercaba. Sus palabras iniciales eran siem¬
pre las mismas entonces: “a mí no me gusta hablar, pero”... Ya sabía
el otro que tenía que parar bien la oreja... —Le pagaban el dato, ilu¬
sionándolo con la compra de un número.
Porque Martín era lotero desde tiempos inmemoriales. El brazo iz¬
quierdo sostenía una canasta, enorme para su talla, que le pesaba dema¬
siado, y contribuía en mucho a hacer desesperante su marcha. Alineaba
en ella los bizcochos que compraba en la panadería de Maggi, que fue
de Mascaré, que fue de Beunza, que fue de Morteiro, y los polvorones
que le aderezaban secretamente en casa de una familia que él nunca
quiso nombrar. En la mano derecha empuñaba un palo redondeado en
el que arrollaba los números que protegía de la lluvia con un pedazo
de hule.
Madrugaba siempre. Pero los días de jugada se levantaba casi de
noche. De entre las sombras se elevaba la voz cargada interminable¬
mente en la y: “Para hoy... hoy... hoy... hoy. .. hoy...” Con ese
alerta patrullaba las ‘callejas desiertas del pueblo.
Es indudable que el grito tempranero de Martín, molestaba. Tenía
que pasarle algún chasco. Y le pasó un buen día, en una casa en cuya
reja había prendido su mano, como apoyándose, para taladrar a gusto
las sombras: “Para hoy... hoy... hoy... hoy... hoy..Al rato un
ruido de cerrojos dió a entender que lo habían oído... Detrás de la
reja envuelta en nieblas se dibujó un bulto. Y el bulto habló: “Mar¬
tín... no son horas... me acuesto tarde... respetá mi descanso”...
Era correcto el pedido, pero enérgico. Martín se fue. No habló. Ape¬
nas una mirada de la que el bulto no sacó mucho en limpio...
A la jugada siguiente, media hora más temprano, la voz y el eco
se fueron acercando lentamente a la misma reja: “Hoy... hoy... hoy...
hoy...”
El fulgor de los ojos del pregonero, traducía la fruición de la ven¬
ganza bien paladeada. A él no lo regonzaba nadie...
Otra vez el ruido de la cerrajería. Sin prisa. El hombre sabía que
el eco podía perderse, pero que Martín no se perdería tan ligero en
la noche... Un pequeño ademán, una ligera incünación, y toda el
agua de un balde, fría, y no exageradámente cristalina, cayó sobre él.
La vendeta estaba cumplida. “A hierrd muere”. Pasado por agua...
O
O «
- 161 -
Una libreta del diario de Martín sería fabulosa. Tal vez esperara
vender la grande y quería saber a quien tenía que pedirle el barato.
Apuntaba simpre, pero no se registraba un solo nombre propio en la
libreta. “Una señorita de 45 años, que cada vez que encuentra a Arras-
caeta se apresura temerosa, adquiere, por medio de su sirvienta, una
tira entera: 12.106: “gata porfiada”. Junto al número, queda, no el
nombre del adquirente, sino el mote con que se le conoce en el pueblo,
o el alias que se repite por lo bajo, o el que no se repite, pero se
merece. Van apareciendo así los compradores en caricatura: Rata de
juzgado. La señorita doncella. El domador de sillas. La prudente. El
avenegrísimo. Tero de bañado. Toca sangre. El petizo.
Toda gente conocida y honorable. Un procurador; una ninfa que
dió que hablar; el galán que calienta el asiento en la vereda de La
Liguria; la solterona que apunta insolentemente dos fechas: la del casa¬
miento de la nueva pareja, y la del advenimiento del primogénito... y
compara; otro procurador; el hombre flaco; el hombre pálido; y el clá¬
sico amigo que ya se fue, y se extraña.. .
Gritando números vendía bizcochos, y esta actividad lo satisfacía
más que la otra. Amplificaba la voz con la mano desecha plegada alre¬
dedor de la boca. Regionalizaba la venta para molestar al gringo. Pa¬
saba junto al español que desde hacía 40 años vigilaba su pulpería en
la esquina del Cerro Largo, y ofrecía entonces “Ricos los gallegos... A
dos cobres los galleguitos... No valen más los gallegos”.,. Según el
gaita, gozaba más o menos Martín. Porque a la sonrisa del almaienero
don Arturo, sucedía la rabieta del boticario don Ceferino...
Otras veces era un sastre calabrés quien tenía que aguantar las
indirectas. “Lindos los napolitanos... a dos cobres...” Torcía la boca
hacia el cómplice que reía y agregaba por lo bajo: “Y son caros”...
Perseguía a las muchachas, piropeándolas. Eso de perseguirlas es
una manera de hablar. Eran ellas que acortaban el paso para oirlo. “Y
son buenos los bizcochos... para engordar las piemitas...”
La que no se detenía era una sílfide que rompía la balanza de
Rogliardo y a la que no dejaba Martín salir de la Iglesia, sin endil¬
garle varios gritos: “Ahí va la gorda”... Y mostraba los números.
Todos sus pregones los acompañaba con una sonrisita propia y
una voz que sólo los que la oyeron podrán revivir en el recuerdo.
Era enamorado. Codiciaba a toda mujer. Pero sentía debilidad por
algunas muchachas del pueblo. Con ellas se sinceraba: “Si no me caso
es porque cuesta mucho la batería de cocina
- 162 -
Hubo una época que invertía la mañana pregonando por la calle-
cita del Asilo, a los fondos de la policía. Lo atraía una moza que po¬
seía un tesoro inapreciable: era muda. ¿Lo molestó al comisario el dra¬
goneo, o el grito? No se sabrá nunca. Lo cierto es que prendieron a
Martín, por primera y por última vez en su vida. Lo soltaron en se¬
guida, pero el episodio lo trastornó. Su venganza la cumplió con imá¬
genes y parábolas. “La cuña —decía— para ser buena, debe de ser del
mismo palo”. Y se paseaba por frente a la comisaría, con un pañuelo
blanco en el sombrero, como divisa...
Se reía de todos. Y como pasa frecuentemente con los cachadores
de oficio, no se perdonaba a sí mismo. “Ah, —decía— si yo tuviera la
fuerza como tengo la lengua”...
Tenía un solo amor: su madre vieja, y un solo odio: María Elvira,
la moza que se reía desembozadamente cuando él pasaba frente a la
zuequería. Todo lo que ganaba caía ,por la noche en las manos sarmen¬
tosas de la que lo esperaba con amor... Ella lo esperaba en el por¬
talón y Martín le alargaba un jarro con leche: “Con ésto no le pago
mi crianza”... le decía alguna vez, como endulzando el regalo diario.
Por eso decíamos al principio que este hombre que resucitamos en nues¬
tras crónicas antiguas nos merecía respeto. Mantenía su hogar con su
trabajo, siendo un tarado al que le representaba un sacrificio la venta
de números y de bizcochos. Se le quería más que a los otros hijos. Las
madres guardan la mejor porción de ternura para el hijo menos feliz.
Los días de temporal le pedían que no saliera. Imposible detenerlo. Le
colgaban entonces su madre y sus hermanas medallas y estampas de
santos de los ojales y de los bolsillos. Espantaban el peligro, y lo ha¬
cían objeto de su ternura.
No temía al temporal, porque había que ganar la vida, Tenía un
sobrino, Wilfrido, del que lo separó para siempre un mal consejo. “Mar¬
tín, debías entrar en el Asilo”. La mirada con que lo fulminó, fue
mucho más elocuente que la jeringoza con que insultaba a los que le
gritaban: pisagüevos, en presencia de mujeres. Porque Martín siempre
tuvo el pudor de no herir la presencia grácil con palabrotas. Pero cuando
le gritaban eso sin que ninguna dama frenara con su silueta la reacción
natural del ofendido, entonces insultaba por derecho, sin eufemismos,
y no paraba las maldiciones hasta no alcanzar por lo menos la quinta
generación del maldecido... Y la maldición la acompañaba con una
escupida terrible a la que perseguía luego, hasta pisarla con un ren¬
coroso movimiento de rotación de su zapato claveteado.
- 163 -
Otras veces le rogaban que narrara la batalla femenina de aquel
carnaval de 1911, que él no presenció, pero que resucitaba con maes¬
tría de gesto y fruición de guiños. “Andaban pantalones por medio”.
Con esa frase y un eclipse de su pupila izquierda, terminaba el roman¬
ce local, y comenzaba el otro, el de la cobranza famosa, en la que el
Pulgarcito no perdió ni los réditos, pagados por blancas manos y ro¬
llizos brazos. Parecerá sibilina esta parte de nuestra historia. Pero nues¬
tros antiguos vecinos dispersos, ya nos entenderán...
Era religioso. Uno de sus cantones tenía su asiento en la escalinata
de la vieja iglesia, que no será más artística que la nueva, construida
sobre la demolida, pero que no lo era menos, y nosotros queríamos
más. Oía misa y vendía sus números a la salida. Alguna vez, sin cono¬
cerle, alguien quiso darle una limosna en el atrio. Una puñalada para su
dignidad. Peor que apedrearle a Jazmín, su foxterrier, o hablarle mal
de Oribe, o endiosarle a Saravia. Era blanco puro, y ‘los blancos no
son limosneros”.. . Era lotero, y no estiraba la mano “dando vuelta los
ojos”. Cierto. Se ganaba la vida de muchas maneras. Repartía volantes,
tarjetas de casamento, programas de biógrafo, de aquel Venus-Salón
donde se repetía “La hija del guardabosque” los jueves, sábados y do¬
mingos, y que podía esperar que Martincito terminara el reparto la
misma semana de la función anunciada por él, tan sin prisa...
Odiaba a los que pretendían insultarlo socorriéndolo, con la mis¬
ma pasión con que odiaba a los perreros. Apenas divisaba la jaula ro¬
dante, se ponía en guardia. No podía _ correr. No importa. Gritaba.
Y sus gritos eran tan ruidosos y tan sostenidos, que la voz de alarma
corría por el pueblo, y los muchachos la estiraban... Salvó muchos
perros así, con la protección de su laringe. Rasgo simpático, que ponía
al descubierto un rincón de su alma compleja.
Otro rincón, lo ocupaba la ingenuidad. Porque la tenía Martín, so¬
bre todo en cuestiones femeninas. Entiéndase bien. Martín era presu¬
mido. Un día alguien le escribió dos cartas, en papel perfumado, y las
firmó: María. Se le quejaban por su desvío. “Pasaba sin mirar. Cada día
parecía más indiferente”... Las cartas, sin franqueo, fueron dejadas en
la zapatería de Airaldi. No faltaba ni un día, y esa tarde, misteriosa¬
mente, se las entregó Ceferino.
- 164 -
Martín tuvo un sobresalto. Era la primera vez que le escribían en
papel rosado, con esa letra tan pequeñita... Le parecía natural haber
recibido ese pliego amable. ¿Quién sería esa muchacha que le escribía
cosas tan lindas?.. . El codo se abría un surco en el muslo, y la mano
se ahuecaba para la mejilla. ¿Será Fulana? Martín recordaba ahora que
su mirada era de un tiempo atrás insinuante. ¿O Zutana? Nombraba así
al grupo más selecto de mozas y señoras jóvenes del pueblo, hasta que
Ceferino ponía las celosías, y Martín encaminaba su arrastre hacia las
bóvedas de la plaza abandonada.
Mucho antes que olvidara la carta que se fue deshaciendo de a poco
en el bolsillo cálido, la había olvidado Pancho, que fue quien la escri¬
biera una noche que Cabral le había ofrecido ese papel perfumado en
su librería.. . Una broma ligera, sin maldad.
Pero- esa broma, nosotros lo sabemos, fue una gota de miel para
el alma de Martincito, que se murió sin conocer bíblicamente a ninguna
de las mujeres de su ensueño.. .
La enorme cabeza esa sostenida apenas por un cuello delgado y
rugoso, en el que avanzaba la quilla filosa del tiroides. Magro; una nu¬
dosa cuerda trenzada con nervios, su cuerpo. Del pelo escapaba por
debajo de la gorra una mecha rebelde. Cejas pobladas y duras, como su
bigote que no alcanzaba a taparle del todo la boca. Los surcos de la
frente siempre marcados. Parecía que le sobraba piel. Caía el párpado
izquierdo bajo el peso de una verruga. No eran verrugas los cientos de
tumores que caracterizaban a Martín. Eran vegetaciones conjuntivas, y
nerviosas, creciendo apenas, pero creciendo siempre.
Su ataxia lo obligaba a adelantar el lado izquierdo de su cuerpo
antes que el otro, al que arrastraba luego dificultosamente. Muy corto
su pie, pero menor la extensión de su paso. Una cuadra de marcha le
significaba una hora. No levantaba el pie. Lo arrastraba. Pero tan len¬
tamente, que mirándolo fijo, parecía que estuviera inmóvil.
En el magnífico retrato de Buscasso —con placer recordamos que
fue autóctono de la Unión ,el gran artista del lápiz— el mirar angustiado
lo reproduce tal cual era cuando estaba solo. Porque su tristeza, su an¬
gustia, eran suyas, y él no hacía a nadie el don de mostrarlas. Se so¬
brecogía cuando lo sorprendían pensativo, y se enmascaraba.
En su nacimiento se plasmó su tragedia. No pidió la vida, y se la
dieron en un cuerpo deforme, las piernas torcidas, una vértebra mon¬
tando la otra, una cobezota llena de pelos. Quasimodo era sordo, y se
evadía de la grita de la turbamulta. Pero Martín no había recibido el
regalo de la sordera.
- 165 -
Pareciera que el espíritu mellara sus energías en la lucha diaria por
amoldarse al cuerpo inarmónico. Martín conservaba tendido el suyo, y
a la defensiva.
Nació bueno, pero pronto aprendió que el Hombre no lo era. Se
sintió acorralado. El buen maestro lo nombró monitor para distraer tal
vez la atención de los niños normales, más perversos en general, que los
otros. Buena intención perdida. Reprimida la carcajada en clase, la pri¬
mera esquina alcanzada le traía el grito sangriento: “Martín pisagüevos”.
Ahincadamente lo ofendieron, desde la escuela. Abrieron así un hueco en
su alma, y por él se colaron atropelladamente el rencor, la tristeza, la
vergüenza, la amargura y la angustia. Algo más, todavía, que no era
natural en él, y contra la que debe haber luchado un tiempo su alma,
asombrada por tamaña injusticia: la maldad.
Cuando tomó en sus frágiles manos una canasta y echó dentro los
primeros bizcochos que pregonaría por las calles del pueblo, ya tenía
turbia su antes limpia mirada. Como el campanero famoso, de él tam¬
bién se burlaron, por la joroba que no pidió, por los tumores que no
lograba esconder, por su pasito corto, por su repentina seriedad, y por
su risa cáustica. Aprendió pronto a burlarse de los otros, y a motejar, y
a maldecir, y a no guardar para sí las miserias que los otros no le es¬
condían, tal vez porque aflojaran ante él la guardia en un descanso im¬
prudente, no considerándolo capaz de hacer daño, a él, que parecía apto
sólo para recibirlo.. .
Cuando fue mayor, odiaba. No a todo el pueblo, pero a los que
lo hacían sufrir, que eran los chicos siempre, y alguna vez los grandes.
Pocos. Que aún entre los gavroches no deja de encontrarse almas deli¬
cadas a las que la compasión ennoblece y distingue. No es de extrañar,
pues, que escarnecido y burlado, maldijera todos los días de su vida,
porque no podía proceder sino como el otro, que era más viejo que
él en dos milenios: la burla con que lo salpicaron, la recogió del suelo.
Era el arma con que lo habían herido. El la tomó y le afiló la punta.
No conoció la picota, ni lo ataron a su rueda con engrasadas sogas,
ni cayó sobre su torso desnudo el látigo nudoso. Pero la exhibición per¬
manente a la burla de los chiquillos de varias generaciones, él la sintió
carrer sobre su sensibilidad como un hilo de lava sobre una herida
abierta.
¡Pobre Martín, que tuvo apenas la comprensión de algunos, junto
a su soledad!.. .
¡Cómo pedir a su alma atormentada la conformidad de los grandes!
166 -
La de Job, a quien le rescataron su dicha, y no maldijo. O la de Larra-
ñaga, que bendecía a Dios, porque estando ciego, tenía todavía la dicha
de sentir “en la cara el viento suave de la mañana”. ..
O
O
o
Octubre de 1926. En la sala del Hospital, donde enseñaron muchos
años medicina y humanismo primero Visca y después Ricaldoni, un pro¬
fesor extranjero habla de un síndrome raro. Recklinghousen había cru¬
zado los mares para describirnos su enfermedad.
Se ha logrado un caso. Allí está, queriendo hurtarle a las miradas,
su desnudez. Sólo una gran esperanza pudo empujarlo al sacrificio inau¬
dito. Le habían hablado de ese hombre como de su salvación. Para una
biopsia se le cortan de la espalda las dos verrugas mayores. Luego se
viste, terminada ya la tortura. Se le ha vendado bien. No sangrará.
Volvió a la Unión como iluminado.
Noche alguna de su vida abrió Martín, como aquella, su alma a la
esperanza inmensa. Estaba despierto aún, y veía en las sombras del
cuarto al extranjero. Un mago, vestido con ampia túnica, grandes man¬
gas, y un bonete puntiagudo y largo. Su vara le rozaba la espalda, y la
piel gruesa y verrugosa se volvía sedosa y sin bultos, y la columna se
enderezaba, escamoteando la giba. La varita tocaba las manos y el cue¬
llo, y el valor del hombre dormido llegaba entonces hasta la consulta
en el espejo. jEra maravilloso! Limpio el rostro, tersa la piel, la mirada
otra vez confiada y franca.
Era un renacimiento.
De pronto, con un leve ruido, cayó una gota al suelo. Luego otra.
Se hicieron más frecuentes y llegaron a formar ún ligerísimo chorro. Las
heridas de la espalda sangraban, y él estaba solo, y dormido.
Se veía ahora por las calles del pueblo, caminando con soltura,
casi con gallardía. La sangre seguía cayendo, a través del colchón em¬
papado. Ya podrá mirar de frente a las muchachas del pueblo. Dejará
la canasta. No volverá a ser lotero. Ahora el hombre dormido, sonríe.
Acaba de decidir la muerte de Martín pisagüevos. Vivirá alejado un
tiempo. Cuando regrese nadie lo reconocerá. Perdió la joroba, la comba
de sus piernas, las verrugas, el aire de vencido, la angustia. Nadie en¬
contrará relación entre ese hombre gallardo, que vive en el pueblo, y
el otro. El otro, a quien acaba de matar el mago extranjero.
- 167 -
La sangre sigue el declive de las tablas, y §e escapa del cuarto. Ya
puede apreciarse la palidez del hombre dormido. Está frío., pero él no
lo siente. Inmóvil, pero con quietud voluntaria. No ha de romper el
embrujo, la oruga que ve las alas tan cerca.. .
Le habían puesto el sobretodo a los pies, como un abrigo, y él
siente su peso. En uno de sus bolsillos está el sobre perfumado que le
mandaron una tarde. ¿Quién sería la muchacha que se quejaba en la
carta de su desvío? Tal vez Carlota, la rubia del pasaje de los mem¬
brillos, que nunca se había reído de él, y lo saludaba por su nombre.
O Maruja, la de los ojazos negros y trenzas sueltas. Sí. Más bien
Maruja. . .
Y murió.
Toda su sangre había huido en el ensueño dichoso. El primer en¬
sueño de Martín.
Y el último.
INDICE
Prólogo .
Una chacra en el Cardal en 1784 .
Los caminos del Cardal.
“Melones”, el plantador del bañado
José Roubaud ..
Don Jorge el inglés .
Pedro Visca .
Don Augusto, maestro carpintero .
El cura de San Agustín..
La pulpería de Juan M. Pérez ..
La comisaría .
El juzgado .
Mi escuela .
Mi casa .
El Dr. Andrés Crovetto .
El Dr. Francisco Alberto Schinca .
Don Samuel .
Don Carlos .
Don Santiago el bueno.
Don Juan .
Luciano .
El almacén de Cufré .
El Asilo de Mendigos .
El molino de agua .
Don Javier de Viana en la Unión .
Los barberos .
El carnaval .
El Capitán Mondino .
El más viejo café de Montevideo .
Nuestro pueblo en 1891 .
El combate de 1870 .
Martín .
Págs.
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5
11
16
21
25
29
39
45
50
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60
64
68
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159
Este libro se. terminó de imprimir
el día 23 de Agosto de 1962
en los Talleres Gráficos de
IMPRESORA LIGU S. A.
Cerrito 738 - Montevideo